“La vida misma es la voluntad de dominar”.
(Nietzsche)
Mi abuela, sin conocer a Nietzsche decía que “la mente debe dominar al cuerpo” y ella lo practicó hasta los 95 años, edad en que murió previo encargo de cómo teníamos que peinarla y vestirla. Incluso, eligió los zapatos que calzaría durante el tránsito a la muerte, porque decía que le esperaba un largo camino. Por supuesto, cumplimos su voluntad, sin embargo, el día que la llevamos al mausoleo familiar para sepultarla al lado de mi abuelo, descubrimos que su tumba estaba ocupada por un desconocido. De saber este percance, ella hubiese pospuesto su viaje final, por lo previsora que siempre fue y por lo bien que había entrenado su mente para sobreponerse no solo a las dolencias y achaques de su cuerpo, sino a los avatares del día a día. Ella decía que “la fuerza de voluntad también era uno de los poderes que había que dominar” para llegar a nuestra meta. En realidad, mi abuela no quería morir. Amaba demasiado la vida en aquel paraíso construido con mi abuelo, durante más de 50 años de matrimonio, una prolífica descendencia de seis hijos y 28 nietos.
Cada semana hacía una suerte de Camino de Santiago, desde su finca hasta la ciudad. Caminaba a buen ritmo, sin apresurarse, porque decía “donde había que llegar era a uno mismo”. Era una gran caminante. Alguna vez, durante nuestras vacaciones, la acompañamos por la ruta y era una excelente guía. Nos iba explicando los tipos de árboles, de flores, de rocas, de tierra y a mitad de la travesía, nos deteníamos para descansar y reponer energías con las frutas de su huerto. Era como disfrutar de un campamento permanente con la abuela que también nos enseñaba el arte de acampar. Con ella aprendimos a amar y respetar la naturaleza. A menudo, nos relataba cuentos y anécdotas, mientras el río lanzaba carcajadas o susurros a su paso. Nos decía: “oigan las voces del río, miren los brazos extendidos de los árboles, observen el cielo que no tiene límites” y se retiraba en silencio ¿quizás para meditar? Ella sí que se mantuvo fiel a la tierra, como decía Zaratustra.
Siempre la oí decir: “De la tierra a la olla: no hay nada mejor que una mesa llena de colores y olores saludables”. Su mayor prioridad era alimentarse con los productos de su propio huerto. Cada mañana, después del desayuno bajábamos con ella a coger verduras y hortalizas para la comida. Mientras caminábamos de puntillas para sortear los surcos, contemplábamos el estallido de colores de las parcelas. La veíamos arrancar las zanahorias tiernas y sacudirlas como un péndulo antes de ponerlas en la cesta. Como mi abuelo había propiciado un maridaje excelente entre los árboles y las parras de uvas, la lima y la naranja, el manzano y el membrillo, los niños nos subíamos por el placer de saborear los frutos desde lo alto y dominar el horizonte. Sentíamos las montañas cercanas y parecía que tocábamos el cielo.
Ahora que lo pienso, mi abuela sí que tuvo una vida sana y activa, junto a la madre naturaleza que amó y cuidó. Ella sí que mantuvo una “mente sana en cuerpo sano”. Vivía consciente de su presente, ejercía la contemplación y meditaba. Con el ánimo sosegado hacía y deshacía sus tareas mientras canturreaba. Era positiva, muy jovial y siempre estaba risueña. Se acostaba pronto y decía que “la conciencia tranquila era el mejor relajante para conciliar el sueño”. Antes de dormir, rezaba durante casi una hora, aunque para que no trasnochase tanto, habíamos reducido las cuentas de su rosario, sin que ella se percatase. Tenía una vida intensa, con hábitos metódicos y horarios fijos, pero su vida transcurría sin prisas y sin pausas. Ella sí que practicaba una verdadera vida slow. Sin duda, vivía en consonancia con la naturaleza y en plena conexión con cada elemento.
Ahora que los neurocientíficos recomiendan bajar las revoluciones de nuestra máquina corporal, controlar la ansiedad y el estrés, hacer yoga, practicar deporte, comer sano, tener un biohuerto y, sobre todo, ser feliz, me acuerdo mucho de mi abuela. Ahora que nos cuesta dormir porque vivimos rodeados de aparatos tecnológicos que han alterado los ciclos naturales de nuestro organismo, vuelvo a oír las palabras de mi abuela. Ahora que los libros de retorno de la vida lenta se han puesto de moda: Cronobiología: una guía para descubrir tu reloj biológico de Juan Antonio Madrid; Elogio de la lentitud y La lentitud como método de Carl Honoré; Despacio, despacio de María Nova, entre otros, mi abuela retorna a mi mente. Ahora que todas las redes sociales nos presentan recetas para controlar las emociones, dominar los impulsos y educar nuestra mente, vuelvo a sentir a mi abuela. Recupero su vida, su figura, sus consejos, revivo sus historias y relatos. En sí, vuelvo a su tiempo sabio, lento, hogareño y musical y la oigo repetir: “vivir sin arte y sin música no es vivir”.
En estas fiestas de Navidad y de Reyes Magos, al buscar la esencia de la niñez sin retorno, en los árboles navideños, en el belén, en los juegos y en los regalos, la nostalgia nos devuelve una postal con el retrato de mi abuela Emilia. Su presencia, aunque lejana, aún es el motor de nuestras vidas, es la raíz interminable que une el pasado, el presente y se aferra a nuestro futuro. Es la enciclopedia familiar que aún nos habla y nos transmite sus secretos para el buen vivir. En cada campanada del año nuevo, todavía oímos su risa cantarina y saboreamos las dulcísimas uvas de su huerto.
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