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Obsolescencia, un cuento de Bernardo Rodamilans - Zenda
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Obsolescencia, un cuento de Bernardo Rodamilans

‘Relativity’, M.C. Escher Ya está en las librerías la novela Once negro, acantilado (ed. Maclein y Parker) de Bernardo Rodamilans, una historia sobre la pérdida, un viaje iniciático que se transforma en una vertiginosa road movie, plagada de personajes y situaciones inesperadas. Y en la Escuela de Imaginadores hemos querido dedicar el espacio de nuestra...

‘Relativity’, M.C. Escher

Ya está en las librerías la novela Once negro, acantilado (ed. Maclein y Parker) de Bernardo Rodamilans, una historia sobre la pérdida, un viaje iniciático que se transforma en una vertiginosa road movie, plagada de personajes y situaciones inesperadas. Y en la Escuela de Imaginadores hemos querido dedicar el espacio de nuestra sección mensual al relato inédito «Obsolescencia», a modo de anticipo para todos los lectores de Zenda.

El imaginador Bernardo Rodamilans (Bilbao, 1978) se licenció en la Universidad de San Diego State, California, obtuvo el doctorado en Biología molecular por la Universidad Autónoma de Madrid y en la actualidad es investigador en el CSIC. Sin embargo, ninguna de estas circunstancias es óbice para que pueda sorprendernos con su talento kafkiano y sus diálogos siempre absorbentes. De las publicaciones especializadas acerca de proteasas, análisis transcriptómicos o cristalización a nanoescala, a la literatura y a relatos tan sorprendentes como este.

******

Obsolescencia

Sandro se frotó la parte baja de la espalda con las manos, luego levantó y bajó los brazos tratando de hacer fluir la sangre por las extremidades. Los años no pasaban en balde y necesitaba un par de minutos para reponerse. No le quedaba mucho hasta jubilarse y no quería tener que acelerar el proceso con una baja innecesaria por sobreesfuerzo. Su compañero Deco, un tipo bastante más joven que él, le miró con el gesto torcido, mordiéndose la lengua dentro de la boca.

—No deberíamos estar haciendo esto —dijo—, no nos pagan para esto.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Sandro tratando de sonar indiferente.

—Pues porque es la verdad. Nosotros no hacemos mudanzas. Si querían mover este trasto que hubieran contratado a alguien.

—Nosotros somos los técnicos en reparaciones —argumentó Sandro.

—Pues eso, aquí no estamos reparando nada. ¿O es que no lo ves?

—¡Cómo te gusta quejarte! El caso es sacar problemas.

—¿Problemas? —dijo Deco meneando la cabeza.

—Déjalo, venga, agarra por ese lado.

Deco le hizo caso a su compañero y cogió el baúl de la parte inferior. Era enorme, de madera labrada con refuerzos metálicos en las esquinas y ocupaba la escalera de lado a lado con lo que apenas podían hacerlo girar por las esquinas. Habían comenzado a subir hacía más o menos una hora y las fuerzas empezaban a flaquear. Subieron otro piso y de nuevo hicieron una parada. Sandro se secó el sudor de la frente con la manga del mono de trabajo y miró a su compañero mientras recuperaba el resuello. Llevaban muchos años trabajando juntos. Antes lo hacían en un pequeño edificio en las afueras, unos talleres que la compañía alquilaba junto a la zona de almacenes. El sitio le gustaba porque le quedaba cerca de casa y podía ir a comer con su mujer si el trabajo lo permitía. Cuando la compañía hizo la reconversión vendieron las naves y todos los empleados se trasladaron a la central, el Mirage, un gran rascacielos de ochenta y tres plantas en pleno centro financiero de la ciudad.

—Yo estoy agotado —dijo Deco— ¿Qué vamos a hacer?

—¿Cómo que qué vamos a hacer? Pues seguir subiendo.

Deco se apoyó en el baúl con ambas manos.

—Creo que no lo entiendes bien, viejo. Al ritmo que vamos no terminaremos de subir este trasto antes de que anochezca.

—Tonterías —dijo Sandro—, claro que lo haremos.

—Piénsalo un poco —dijo Deco en tono pausado—. ¿Cuánto tiempo llevamos subiendo, una hora?

Sandro se rascó el poco pelo que le quedaba encima de la cabeza y se aclaró la garganta con un carraspeo.

—Sí —dijo en tono serio—¬, quizá setenta minutos porque hoy has llegado un poco antes, cosa rara en ti. Se ve que vas madurando. Así que nos hemos puesto enseguida con esto.

—Lo que sea, una hora, minuto arriba, minuto abajo. —El joven movió los labios durante unos segundos sin emitir apenas sonidos, solo un bisbiseo que acompañó con un movimiento de dedos hacia delante y hacia atrás—. Acabamos de pasar el piso nueve—dijo finalmente—, eso quiere decir que vamos a un ritmo de diez minutos por piso. ¿Tú sabes lo que eso? Vamos a paso de tortuga, viejo.

—Ya te he dicho que no me gusta que me llames así.

Sandro agachó la cabeza evitando la mirada de su compañero.

—No te lo tomes a mal. Lo digo con cariño. Además, no te queda nada para jubilarte.

El hombre levantó la mano como aceptando el amago de disculpa.

—Vamos a nuestro ritmo —zanjó—, este baúl pesa una tonelada y tenemos que guardar las medidas de seguridad.

—Las medidas, sí, ya me lo has repetido muchas veces —dijo Deco—. Medidas o no, tenemos que subir esto a la última planta del rascacielos más alto de la ciudad y al paso que vamos te puedo asegurar que no lo conseguiremos. ¿Cuántas plantas tiene esto, noventa?

—Te preocupas demasiado, Deco. Si hemos subido diez pisos en una hora, en ocho horas más habremos terminado.

—Claro, Sandro. ¿Y el cansancio? ¿Y el hambre? ¿Qué pasa que ya no vamos a parar para comer?

—Por supuesto que sí, eso es parte del convenio, tenemos veinticinco minutos para comer.

—Lo sé, pero para cuando llegue la hora de comer estaremos demasiado alto como para bajar a buscar la comida, comer y volver a subir a tiempo. Te digo que algo no está bien, amigo, pero no quieres verlo.

—Bueno —dijo Sandro—. ¿Por qué no seguimos con esto, vale? Piensas todo demasiado.

Su compañero negó con la cabeza, pero no respondió. Asieron con fuerza el inmenso baúl y poco a poco siguieron ascendiendo por una de las escaleras de servicio del rascacielos Mirage, peldaño a peldaño, paso a paso. De vez en cuando paraban para recuperar el aliento. Sandro estaba comenzando a notar las manos entumecidas y las piernas también le flojeaban, pero no le dijo nada a Deco. No quería darle más excusas para que le volviera a llamar viejo. ¿Y qué si se estaba haciendo mayor? Era ley de vida. Además, en tres años podría jubilarse y disfrutar de sus nietos. Si acaso era a él al que le tenían que tener envidia. Hicieron algunas paradas más, pero solo lo justo para relajar los músculos. Apenas hablaron en ese rato. Cuando realizaron el último descanso estaban en el piso treinta y cuatro.

—¿Has oído eso? —dijo Deco, casi sin respiración.

—¿El qué? —preguntó Sandro.

—Eso. Es el sonido de una puerta, ¿no?

—No creo, aquí…

—¡Chsss! Calla. Alguien se acerca.

—No digas tonterías —dijo Sandro—, nadie usa estas escaleras, por eso estamos subiendo el baúl por aquí.

—Pues yo he oído algo —aseguró Deco—. Atento, creo que es una mujer.

Los dos estuvieron un momento en silencio y Sandro pudo por fin escuchar un ruido como de tacones que se hacía más intenso con el paso de los segundos. Finalmente apareció una mujer. Era alta, con traje de chaqueta y falda pegada a las piernas, un pequeño corbatín a juego y el pelo recogido en una espiral.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó con sequedad.

—Bueno— trató de explicar Sandro—, estamos cumpliendo con el encargo.

—Estamos subiendo el baúl —dijo Deco alzando la voz—, creo que es obvio.

Sandro le dirigió una mirada de reprimenda a su compañero por su brusco comentario. La mujer no cambió el gesto.

—Ya veo lo que estáis haciendo. Mi pregunta es: ¿por qué?

—¿Por qué, qué? —volvió a replicar Deco.

—¿Por qué estáis moviendo el baúl? ¿Es que no sois de mantenimiento?

Deco dejó asomar una sonrisa y Sandro trató de explicarse un poco más.

—Por supuesto somos de mantenimiento, señora, pero nos han dado órdenes de subir este baúl a la planta ochenta del edificio.

—¿Y por qué no estáis usando el ascensor?

—Bueno, las órdenes fueron específicas a este respecto.

La mujer levantó las cejas echando un vistazo a los dos hombres en mono de trabajo. Luego se fijó en su reloj de pulsera y le dio unas golpecitos a la esfera con la uña de su dedo índice.

—Así que lleváis todo el día subiendo el baúl por las escaleras del edificio en vez de usar el ascensor y subirlo en cinco minutos. ¿Os parece normal?

—Bueno, señora, nosotros hacemos lo que nos han mandado. No queremos…

—¡Te lo dije! —saltó Deco—. Estamos haciendo el idiota subiendo este trasto por las escaleras cuando podíamos haber cogido el ascensor.

—Tú no me has dicho nada parecido —replicó Sandro—, solo has hecho cálculos absurdos sobre si llegaríamos o no arriba antes de terminar la jornada.

—Y no llegaremos —respondió Deco levantando los brazos y dándole la espalda a su colega.

—¿Habéis terminado? —interrumpió la mujer.

—Sí. Perdone, señora —se disculpó Sandro—, nosotros solo…

—Solo seguíais órdenes. Lo sé, ya me lo has dicho antes —dijo ella—. Ahora necesito que apartéis el baúl para que pueda pasar.

—Bueno, verá…

—¿Qué ocurre?

—No podemos apartarlo —dijo Sandro haciendo un gesto de disculpa con las manos—. Tendría que trepar por encima o esperar a que lleguemos al rellano grande que hay en las plantas pares. Ahí sí que cabría.

—Acabamos de pasar la planta treinta y cuatro. ¿Cuánto tardaréis en subir a la siguiente?

—Pues al ritmo que vamos —calculó el hombre—, tardaremos unos quince minutos.

—¡Por Dios! —exclamó la mujer.

Deco le tiró a Sandro de la mano y le llevó a un lateral del baúl para decirle algo al oído. Sandro asintió y se dirigió a la señora de nuevo.

—Sí —dijo con algo de vergüenza—, mi compañero tiene razón. Es la hora de comer, así que tenemos veinticinco minutos antes de continuar.

—¿Cómo? —dijo la mujer haciendo un movimiento rápido con los dedos de las manos—. ¿De qué estáis hablando? Tenéis que quitar esto de aquí.

—Lo siento, pero el convenio es tajante en este punto. Todo lo demás se considerará abuso de poder y podrá ser denunciado ante el tribunal de derechos laborales. No tenemos opción.

—Pero sí tenemos hambre, señora, y mucha —añadió Deco—. Llevamos con este maldito baúl toda la mañana, así que puede usted imaginarse.

—No me lo puedo creer.

La mujer volvió a mirar el reloj y respiró profundamente.

—De acuerdo, haced lo que tengáis que hacer. No se puede luchar contra la incompetencia.

—Hay un problema, señora —dijo Sandro—. Como bien remarcó mi compañero, llevamos ya dos horas con esto y hemos subido tanto en el edificio, que bajar a por los alimentos y volver a subir consumiría todo nuestro tiempo de comida.

—¿Qué me quieres decir?

—Que tenemos veinticinco minutos para comer, pero no tenemos comida, ni tiempo para ir a por ella —dijo Sandro—. Solo en bajar, llegar al almacén, calentar la comida…

—¿Calentar la comida? —interrumpió la mujer.

—¿No querrá que comamos alubias frías? —dijo Deco elevando el tono.

Sandro le hizo un gesto a su compañero para que se calmara.

—No, eso tampoco es, claro. Así que, bajar, calentar, comer y subir… por lo menos necesitamos treinta y cinco minutos. Y solo tenemos veinticinco, de acuerdo al convenio. Así que…

—Así que estamos jodidos —dijo Deco, casi satisfecho.

—Estamos en un impás —corrigió su compañero—, y hasta que no lo resolvamos…

La mujer movió la pierna derecha de forma repetitiva dejando que el sonido de su tacón retumbara por toda la escalera.

—¿Qué tal si por esta vez coméis un tentempié de la máquina expendedora que hay en la planta treinta y tres y luego seguís adelante con lo vuestro? ¿Qué os parece?

—Nosotros no tenemos acceso a la planta treinta y tres, señora —dijo Sandro.

—Vosotros no, pero yo sí. ¿Y si os traigo algo y luego continuáis la tarea? Vosotros coméis, luego subís, yo puedo pasar por la escalera y todos contentos. ¿Qué me decís?

—No sé. —Sandro barajó la situación frotándose la cabeza—. No es muy ortodoxo.

—Lo haremos —aseguró Deco—. Tráiganos algo de la máquina, nos lo comemos y seguimos adelante.

La mujer sonrió, bajó los escalones que daban acceso a la planta treinta y tres, sacó una tarjeta y la pasó por el lector. En cuanto se liberó la cerradura, abrió la puerta y desapareció. Los hombres permanecieron de pie al lado del enorme baúl, esperando a que volviera la señora. Deco parecía hasta contento, pero Sandro no estaba muy convencido con el trato que habían hecho. Su mujer le había preparado lentejas y no le apetecía cambiar un buen plato caliente por unos dichosos aperitivos fríos. Pero bueno, ¿qué opción tenían? Quizá su compañero en esto tenía razón. No les quedaba otra.

—Os he traído sándwiches de atún y de pavo —dijo la mujer ya de regreso.

—Muchas gracias —contestó Sandro—, yo tomaré el de pavo.

Deco cogió el sándwich de atún y los dos comenzaron a comer en silencio. En menos de cinco minutos ya habían terminado.

—¿Y entonces? —dijo la mujer—, ¿qué hay dentro del baúl?

—No lo sabemos —respondieron los dos hombres casi al unísono.

—¿No tenéis curiosidad?

—No entiendo —dijo Sandro—. ¿Qué más da lo que haya en el baúl? No es nuestro baúl. Nosotros solo tenemos que subirlo.

—¿Y si es un cadáver? —sugirió la mujer.

—Pero, por favor —se quejó Sandro—, no diga tonterías, eso no tiene ningún sentido.

—¿De veras? —insistió ella—. Yo creo que tiene mucho sentido. Para empezar, tenéis un baúl que pesa por lo menos cien kilos, después os hacen subirlo por la escalera en lugar de usar el ascensor, como sería lógico.

—Es para no molestar a los demás empleados —interpuso Sandro.

—O para no levantar sospechas —dijo la mujer.

Los tres se quedaron un momento callados con las palabras de ella resonando en las paredes vacías de la escalera.

—Creo que tenemos que abrirlo —soltó Deco—, yo no quiero ser cómplice de asesinato.

—Pero, ¿cómo que cómplice? Nosotros solo hacemos lo que nos mandan —se defendió Sandro.

—Sí —dijo la mujer—, pero si lo que te mandan es deshacerte de un cadáver, eso se llama colaboración en el delito y ayuda de conspiración.

Deco al escuchar esto sacó un pequeño martillo de su cinturón y se dispuso a forzar la cerradura del baúl. Sandro le cogió de la mano y él trató de liberarse, pero el agarre del hombre, a pesar de su edad, era fuerte.

—¡Suéltame! —dijo mientras le daba un empujón a su compañero tratando de zafarse.

Este, sin mediar palabra le agarró del cuello y le hizo un bloqueo con el otro brazo. Por un momento le mantuvo inmovilizado, pero con un movimiento rápido, Deco consiguió zafarse del agarre, le dio un empujón a Sandro y lo mandó contra la pared, tirándole al suelo. Luego, de un golpe seco con el martillo reventó la cerradura del baúl.

—¿Estarás orgulloso? —dijo Sandro apoyando la rodilla para levantarse—, te has dejado manipular como un idiota. Pues yo no pienso participar de esto.

—¿No quieres ver lo que hay dentro? —dijo la mujer.

—Si lo hago, entonces sí que seré cómplice —respondió Sandro sacudiéndose el mono de trabajo.

Deco le miró extrañado.

—¿Cómplice de qué? —preguntó—. ¿O es que ya sabes lo que hay dentro del baúl y por eso no necesitas mirar?

—No, yo solo hago lo que me mandan —murmuró Sandro, apartando la mirada hacia la barandilla de la escalera.

—En efecto —dijo la mujer sonriendo—, solo hace lo que le mandan.

—¿Qué hay en el baúl, Sandro? —preguntó Deco muy serio, con la mano a punto de levantar la tapa—. ¿Qué hay en el baúl?

Sandro se volvió hacia el chico y cerró los puños con fuerza.

—¡En el baúl no hay nada! ¿Entiendes? —gritó a su compañero con rabia—. ¡Solo hay basura! Eso es lo que hay, nada. Yo lo sé, ella lo sabe y por supuesto los jefazos lo saben.

Deco miró a su compañero incrédulo y luego abrió la tapa del enorme cofre. Estaba lleno de papeles, propaganda de empresas que él no conocía. Parecían antiguos, como de hace veinte años.

—Pero entonces —preguntó confundido—, ¿qué significa?

Sandro se acercó hasta su colega y le puso la mano en el hombro para que no se derrumbara.

—No significa nada —dijo en tono conciliador—, solo quieren tenernos ocupados en algo, porque si no tendrían que despedirnos. Pero no pueden hacerlo porque les denunciaríamos al sindicato por incorrección de labor. Así que están atrapados y nosotros con ellos. Al menos mientras hagamos lo que corresponde.

Deco levanto la cabeza y se volvió para mirar a la mujer.

—¿Y por qué dices que ella también lo sabe?

—Bueno —dijo Sandro—, eso pregúntaselo a ella. Y ya de paso pregúntale por qué sube por las escaleras en lugar de tomar el ascensor.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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