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Dámaso Alonso: “El estudio de la poesía tiene que empezar por una intuición y terminar con una intuición” - Zenda
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Dámaso Alonso: “El estudio de la poesía tiene que empezar por una intuición y terminar con una intuición”

Esta entrevista a Dámaso Alonso (Madrid, 1898-1990) fue realizada en su casa de Madrid, cuando el poeta y lingüista tenía 80 años, a dos días de recibir el Premio Cervantes, en 1979. El autor de Hijos de la ira fue miembro de la Generación del 27 y figura clave de la primera generación poética de...

Esta entrevista a Dámaso Alonso (Madrid, 1898-1990) fue realizada en su casa de Madrid, cuando el poeta y lingüista tenía 80 años, a dos días de recibir el Premio Cervantes, en 1979. El autor de Hijos de la ira fue miembro de la Generación del 27 y figura clave de la primera generación poética de posguerra.

***

Don Dámaso Alonso vive en un chalé, casi en las afueras de Madrid. La entrevista ha sido concertada para las nueve de la noche y, aunque la ciudad es un río congestionado de carros, he tenido la suerte de ser puntual. La mucama que me anuncia en el recibidor ha desaparecido con su cofia detrás de una cortina. Enseguida aparece Don Dámaso. Pequeño, inquieto. Ágil, demasiado ágil para sus años, me estrecha la mano y me indica que lo siga hasta una espaciosa biblioteca.

El Presidente de la Real Academia de la Lengua Española me estudia con sus ojos azules, intensos. Sólo entonces me doy cuenta que estoy frente a la suma de toda la última gran poesía española: frente al crítico, al amigo y al compañero de generación de los Machado, Salinas, Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Vicente Alexandre. Y aún más: frente al estudioso más profundo de la poesía clásica de España. Frente al exégeta de Garcilaso, de Fray Luis de León, de Quevedo y, sobre todo, de Góngora. Por eso lo primero que se destaca en la biblioteca es un busto de Góngora inspirado en el retrato que le hiciera Velázquez.

"Se interesa por la forma en que se habla el castellano en Cuba, por las particularidades que el cubano le ha incorporado a la lengua"

Don Dámaso Alonso dispone de una hora para este encuentro. Dentro de dos días recibirá el Premio Cervantes (el mismo que recibiera el año pasado nuestro Alejo Carpentier) y aún no ha concluido la redacción de su discurso. Así es que no pierdo ni un minuto. Empezamos hablando de Cuba. Me anuncia que tiene en proyecto visitar la isla, pero que está muy atareado con los trabajos de la Academia. Se interesa por la forma en que se habla el castellano en Cuba, por las particularidades que el cubano le ha incorporado a la lengua. Aprovecho entonces:

—¿Cómo se defiende la lengua castellana de las voces extranjeras, especialmente de las inglesas, que penetran junto con los adelantos tecnológicos…?

—Yo no tengo enemistad ninguna a los extranjerismos con tal que sean absolutamente necesarios. En una ocasión yo estudié los extranjerismos del automóvil. Y fue muy interesante descubrir que en Argentina usaban galicismos. ¿Sabe usted por qué? Porque allí los automóviles habían entrado desde Francia. Por ejemplo: volante es la adaptación de volant. En otras partes de América se le dice timón, que viene de un vocablo naval inglés… ¿Cómo le llaman ustedes en Cuba a la cremallera?

Zipper…

"Cremallera no es voz hispánica como piensan muchos. Es francesa, nos entró de Francia a nosotros... A propósito, usted lleva apellidos gallegos..."

—Pues ese es un evidente anglicismo, y es onomatopéyico, viene de la rapidez con que se cierra, del sonido que produce al cerrarse. En otros países hispanohablantes le llaman relámpago y, en otros, usan la palabra francesa éclair, que es la traducción de relámpago. Relámpago es una obvia metáfora de la rapidez. En cambio zipper es onomatopeya física, lo que evidencia que en Cuba la cremallera entró desde Estados Unidos o desde Inglaterra…

Don Dámaso disfruta el tema de las etimologías. Sostiene en la mano su reloj pulsera, viste un traje gris impecable, tiene la voz cascada como si hubiera hablado durante siglos…

—¿Pero quiere que le diga más? Cremallera no es voz hispánica como piensan muchos. Es francesa, nos entró de Francia a nosotros… A propósito, usted lleva apellidos gallegos…

Le explico que soy hijo de gallegos y se le iluminan los ojos.

—Yo me crié en Galicia —comenta eufórico— me he dedicado a estudiar la lengua gallega, sobre todo el gallego hablado fuera de Galicia, en Asturias, por ejemplo, donde adquiere rasgos dialectales muy específicos…

—¿Tuvo usted ocasión de escucharle a Federico García Lorca sus impresiones sobre su viaje a Cuba?

—No. Yo estuve con él en los Estados Unidos casi un curso entero (1929-1930), cuando estaba escribiendo su Poeta en New York. Tiene usted que tener en cuenta que los años 31, 32 y 33 estuve estudiando en Oxford y luego en Alemania. De manera que después del Treinta mis encuentros con él fueron muy escasos, pues venía a España sólo durante las vacaciones…

Don Dámaso, usted se ha dedicado a estudiar la obra de Góngora situándolo en su justa dimensión poética. ¿Piensa que las transformaciones que él inauguró en el lenguaje se mantienen o renacen hoy en la literatura de habla hispana?

"La crítica de corte científico puede contribuir al conocimiento. Pero yo afirmo que el estudio de la poesía tiene que empezar por una intuición y terminar con una intuición"

—Lo que hay en el mundo todavía, y por mucho tiempo, es surrealismo. Pero Góngora no era un surrealista. A menudo parece establecerse esa confusión. Todo lo que escribía era lógico, sus conceptos se entienden perfectamente. Lo que pasa es que la complicación de las palabras puede hacer pensar otra cosa. El surrealismo, en cambio, es una especie de erosión del concepto.

Usted ha escrito que los instrumentos de la crítica literaria son siempre incapaces de descifrar lo que San Juan de la Cruz definía como «un no sé qué«, y que no es más que la Poesía…, ¿hoy, con los nuevos métodos de crítica literaria, sostiene usted esa opinión?

—No creo en los nuevos métodos de crítica que se consideran capaces de descifrar el último misterio de la poesía. La crítica de corte científico puede contribuir al conocimiento. Pero yo afirmo que el estudio de la poesía —es decir, del arte verdadero— tiene que empezar por una intuición y terminar con una intuición.

Algunos detractores de Góngora dicen que su obra es tan oscura que usted tuvo que escribir una versión en prosa de sus Soledades para hacerlas inteligibles…

—En verdad Góngora resulta muy difícil de entender para el público moderno que no está tan metido en las historias mitológicas como lo estaba el lector del siglo XVII. En ese sentido, mi versión en prosa facilitó la propagación de Góngora…

De la actual narrativa latinoamericana qué es lo que más llama su atención?

—Es evidente que en la América hispanohablante ha habido una generación importante de novelistas, y siempre que me formulan esta pregunta empiezo por mencionar el nombre de Alejo Carpentier y luego el de otro cubano, el de José Lezama Lima, que se hizo grande en todo el mundo con su Paradiso; está Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Rulfo… [se queda un rato pensando], pues esos son los nombres que me vienen ahora…

—¿Trabaja actualmente en alguna obra literaria?

—Pues tengo un libro de poesías sin publicar. Estuve haciéndole modificaciones y ya saldrá este año. Se llama Gozos de la vista. Es un poema de exaltación del milagro de la vista humana, con una teoría de tipo científico por debajo que yo creo exacta…

—¿Cuál es esa teoría?

—La no existencia de la luz. La luz no son más que vibraciones. Lo que transforma esas vibraciones en lo que llamamos luz es el ojo. Supongo —añade con una sonrisa irónica— que me lo negarán, pero ese es mi punto de partida…

Es curioso me atrevo a comentarle—, siempre he pensado que algo semejante ocurre con el color. Las cosas no tienen color. Ese cenicero de cristal rojo no es rojo. Es rojo porque su cristal absorbe todos los colores de la luz menos el rojo, que es rechazado y es el que llega a nuestra retina…

Don Dámaso observa el cenicero rojo que está entre nosotros, sobre una mesita de centro. Entonces se inclina hacia mí y con aire de picardía en el rostro, me susurra «¿usted padece de daltonismo?»

—Le aseguro que no —sonrío, y pienso que con esa muestra de exquisito sentido del humor la entrevista ha terminado.

"¡Ochenta años! Semejante cifra produce un clima de solemnidad que luego él mismo se encarga de disipar pasando a otro tema"

Pero pienso mal, Dámaso me muestra su biblioteca de diez anaqueles, con escalera rodante. Se interesa por el precio de los libros en Cuba: «He oído que allá las ediciones se agotan inmediatamente, que todo el mundo lee» —comenta—. Se excusa por lo breve del diálogo: «Tengo que darle evasivas a las conferencias, a las entrevistas, a las reuniones, la Academia me lleva tiempo y todavía tengo mucho que leer…, a mi edad, joven, ya no queda mucho tiempo…».

Descendemos juntos la escalera que conduce a la puerta de la calle. Un silencio absoluto se enseñorea de la casa. Dámaso se detiene en un descanso y me interroga y se responde a sí mismo: ¿sabe usted cuántos años tengo?: pues tengo ochenta años».

¡Ochenta años! Semejante cifra produce un clima de solemnidad que luego él mismo se encarga de disipar pasando a otro tema: «¿se va en taxi?, mire que Madrid está más cara que New York» —me informa.

Sí, me voy en taxi, Don Dámaso.

—¡Ah!, entonces está bien de arjén —exclama, castellanizando la última palabra. Lo miro extrañado de que no pronuncie bien la voz en francés que debería sonar aproximadamente aryán. En un rápido intercambio de miradas Don Dámaso se da cuenta y me informa: arjén y no aryán, porque así lo escribía Garcilaso, que acabo de leerlo…».

Fue la última broma ingeniosa de Don Dámaso, que me hizo recordar aquella anécdota de Unamuno pronunciando Chaquespeare en la universidad de Salamanca. No cabía duda: estaba frente a un estilo, una tradición y una sabiduría infinitas.

La última vez que lo vi fue desde la calle. Mientras esperaba un taxi, descubrí a Don Dámaso a través de un ventanal, consultando un libro a la luz de una lámpara. La escena, quizá a consecuencia del color de la pantalla de la lámpara, se me antojó sepia. Era sepia tirando a dorada. Sin daltonismo.

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Manuel Pereira

Manuel Pereira (La Habana, 1948) es novelista, ensayista, traductor, crítico de arte, guionista cinematográfico y pintor. Salió de Cuba en enero de 1991 rumbo a Berlín. Es autor de 'El Comandante Veneno' (1979), 'El Ruso' (1982) y 'Toilette' (Anagrama, 1993), 'La quinta nave de los locos' (Premio Nacional de la Crítica, La Habana 1988), 'Mataperros' (Premio Internacional Cortes de Cádiz en 2006), 'El Beso Esquimal', 'Un viejo viaje', 'La estrella perro', 'El ornitorrinco y otros ensayos', 'Insolación' (2006) y 'Los abuelos malditos' (ensayo, 2016). La editorial Primigenios (Miami) ha publicado recientemente 'Dientes de perros' e 'Hijo de sorda', dos volúmenes de memorias ilustrados con fotos. Su obra de ficción ha sido editada en España, Alemania, Brasil, Italia, Holanda, Checoslovaquia y Norteamérica. Su Twitter es @manuelpereiraq

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