Ya sabemos los nombres de la ganadora del primer premio (1.000 €) y de los cinco del segundo premio (400 € cada uno). Han sido elegidos entre los más de 500 relatos que han participado en la tercera edición del concurso juvenil #historiasdejóvenes, patrocinado por Iberdrola.
Este concurso de #historiasdejóvenes ha contado con un jurado formado por los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo e Inma Rubiales.
A continuación reproducimos el texto ganador y los cinco finalistas.
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GANADOR
Titulo: ¿Qué has visto?
Autor: Nerea Aceituno Arrayás
Centro docente: IES Don Bosco
Sale con su furgoneta en medio de la noche de un sábado, a la hora clave en que muchas chicas regresan a sus casas después de estar de fiesta. Se coloca en una calle oscura por la que apenas pasan coches, y aparca sin llamar la atención.
Espera paciente a que venga alguna joven sola; sin embargo, la primera que pasa no termina de convencerlo. Demasiado mayor. Vuelve a quedarse solo y, a la cuarta, va la vencida. Una chica rubia, de no más de un metro sesenta y cinco, sin mucho maquillaje y vestida con una falda muy corta, camina hacia él. Debe de tener unos quince años, así que es la presa perfecta. Se esconde y, cuando la tiene a un par de metros, la ataca por la espalda, le tapa la boca para que no pueda gritar y la monta en la furgoneta. Todo en menos de veinte segundos.
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Cuando el coche frena y el hombre abre el maletero, arrastra a la joven hasta el interior de una pequeña casa de campo en medio de la nada. No hay luces y, en mitad de la noche, es incapaz de divisar lo que hay a un par de metros. Ella grita, cada vez más segura de que nadie puede oírla; da patadas, gime, pide por favor que la deje.
—¡No diré nada! ¡Por favor! ¡No me hagas nada!
Pero él no escucha, no atiende. Cierra la puerta, y prende una pequeña luz. La chica ve una chimenea y una pequeña mesa con dos sillas. Hay juguetes de niños por todas partes. Un puzle sobre la mesa, dibujos y colores, bloques de construcción desperdigados por el suelo…
—¡Socorro! ¿Hay alguien? ¡Ayuda, por favor!
Su voz se mezcla con el llanto, pero no se da por vencida. Está claro que allí hay algún niño. Casi no ve que, junto a la pared, hay una pequeña piscina de plástico que no debe cubrirle por encima de las rodillas.
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—Quítate la ropa —le espeta.
Ella llora aún con más fuerza y trata de oponerse, cuando él se acerca y comienza a estirar de la falda. Pero no tiene tiempo que perder. No puede correr el riesgo de que la echen de menos y la encuentren antes de que haya terminado con su objetivo. Es menuda, así que la carga y, aún sin terminar de quitarle la ropa, la mete en la piscina.
—No te preocupes. Te dejaré ir tan pronto como terminemos, siempre y cuando hagas lo que yo te pido. ¿Entendido?
La chica asiente sollozando pero, antes de que le dé tiempo a responder, el hombre la empuja sobre los hombros y la sumerge en el agua. Ella patea y hace aspavientos con los brazos. Trata de inhalar pero, en lugar de aire, traga agua y comienza a toser. Expulsa el agua solo para tragar más. Se llena la garganta, los pulmones… hasta que de pronto se queda inmóvil.
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Dos minutos después, el cuerpo de la joven se sacude con un espasmo enorme cuando sus pulmones luchan por expulsar el agua, por echarla a golpe de tos. Al fin la reanimación cardiopulmonar ha dado sus frutos.
—¿Qué has visto?
La joven no entiende la pregunta. Trata de recordar. Aquel hombre, la furgoneta, la piscina.
Tiembla. Esta vez de miedo.
—¿He.… he muerto?
—Casi. Has tenido el corazón parado durante varios minutos. ¿Qué has visto?
La chica no responde, presa del miedo.
—No sé… —Vuelve a sollozar, y las lágrimas se mezclan con su respiración, todavía débil.
No ha funcionado. Tiene la tentación de volver a meterla en la piscina, pero entonces la ve… Está demasiado débil. Puede ser que no consiga reanimarla una segunda vez. Se ha prometido a sí mismo que sería capaz de todo pero, al imaginar cómo sus ojos jugaban con aquellos bloques que ni siquiera se atreve a recoger, no puede. Vuelve a montarla en la furgoneta, y la deja en el mismo lugar donde la cogió, sin preocuparse siquiera de que nadie los vea.
El esfuerzo no ha valido la pena. De regreso vuelve a recordar a su hija en aquella cama de hospital donde le regaló su último aliento. Murió entre sus brazos, tras meses luchando, y él no pudo hacer nada. Ni siquiera sabe si sufrió, porque no se atrevió a preguntárselo. Solo la vio cerrar los ojos, lentamente, como cuando de niña se quedaba dormida antes de llegar a la cama. Se quedó mirándola mientras de sus ojos brotaban las lágrimas, como quien espera que despierte de un momento a otro.
Tenía la esperanza de que esa chica le pudiese contar qué hay detrás de ese último latido, pero no lo ha hecho. Y solo queda una forma de saberlo. Pulsa el acelerador hasta el fondo y da un volantazo.
FINALISTAS
Titulo: Un Dios menor
Autor: Telmo Giménez Yago
Centro docente: Los Olivos English School
No es fácil ser un vampiro adolescente. Te despiertas en medio de la noche y no hay nada que hacer. De lunes a viernes, la televisión solo da programas de crímenes o teletienda. Las calles están desiertas, salvo por algún repartidor en bicicleta o abuelos paseando al perro. Si quieres algo que llevarte a la boca, te toca pasar por alguna gasolinera. Y no esperes un gran menú; o bollería, o pan descongelado. Con suerte, unas rosquilletas. Sólo se puede confiar en las farmacias 24h.
Al principio, la mejor solución era pedir un Globo. La comida venía a casa, pero había que convencer al mensajero que entrara. Que no gritase. Que dejara de intentar llamar al 112. Y limpiarlo todo, claro. La sangre es lo que tiene. Mancha. Entre la discusión en la puerta, el forcejeo y no poder reposar la comida… No se disfruta.
Encima, el móvil no para de sonar. Que si dónde estás, que si los clientes llaman porque no les llega el pedido, que si la aplicación dice que la moto no se mueve… Y todo eso, mientras con una venda o un paño intentas taponar la herida para que el chaval no se desangre. No es fácil presionar de forma constante durante quince minutos con tanta notificación del teléfono hasta que el coagulante de los colmillos hace su papel. Aquello se cierra, sí, pero deja marca. Salgo a caja de tiritas por semana.
Luego toca despejarlo para evitar un fallo cardiaco. Los hay que se despiertan bien, amnésicos. Otros, histéricos o quejándose del dolor. El problema es que a la mayoría le fallan las piernas. Y no es plan de que vayan por ahí con moto, patinete o, peor aún, en bici. Hay noches que me ha tocado amordazarlos y salir a terminar las entregas yo mismo. Soy una criatura demoníaca de la noche, pero tengo mi conciencia.
Eso sí, lo peor es darles una lección nutricional para que se recuperen pronto. Falta de hierro y glóbulos rojos, ya sabes. Y los problemas no hacen más que aumentar. Que si yo no como pescado. Que qué son los berberechos. Que vaya asco eso de los mejillones… Menos mal que lo del pollo y la ternera lo pillan. Al menos, no le hacen ascos a una hamburguesa. Sea lo que sea, lo que lleve dentro. Y sí, también he tenido peleas con algún vegano. Suerte que los garbanzos y los frijoles tienen una buena cantidad de ácido fólico.
Supongo que entenderéis por qué acabé comprando la cena en las gasolineras. El problema es que, por mucho que mi cuerpo se regenere con el descanso, estoy gordo y tengo granos. Exceso de azúcares y grasas saturadas, según Google. Bueno, eso y falta de ejercicio. Estoy enganchado a las redes sociales. Lo reconozco. Hay muchos colgados de la conspiración en la red. Si supieran todo lo que yo sé.
Últimamente, he optado por ponerme ropa deportiva y bajarme a correr. Lo que pasa es que hacer ejercicio, da más hambre. Algún runner cae antes de irme a dormir, pero entre la carrera y que no tienen sustancia, llenan menos que un chupito de enjuague bucal.
Los fines de semana son otra cosa. La gente inunda las calles. Y como la electricidad está por las nubes, entre los escaparates apagados y las farolas de luz tenue, me lo ponen a huevo. Puedo moverme a mis anchas. Acercarme sigilosamente a mi presa. Y darme más de un susto, la verdad.
A ver, ya os he confesado que no soy como Beckham. Pero es que los filtros de Instagram no son nada comparado con lo que oculta una capucha o una capa de maquillaje a corta distancia. Recordad dos cosas. Una, que tengo una visión más desarrollada que vosotros, simples mortales. Y dos, que la comida entra por los ojos. Vamos, que el aspecto importa. Tanto rollo con el emplatado, de dónde creéis que viene.
A mí, me gusta la comida templada y la prefiero 0,0. No quiero problemas con los cuerpos de seguridad ciudadana. Un adolescente en patinete a altas horas de la noche es como un oasis para un policía sediento de multas. No es por el dinero, me da igual. Es porque hace unos cien años que no me he renovado el carné. Preguntas incómodas, agentes desaparecidos, inseguridad ciudadana, controles de carretera… viejas experiencias que no quiero recordar.
En fin, tanto rondar la calle, he descubierto que hay gimnasios que abren hasta tarde. Y ahí sí, evitando los retoques y los esteroides con piernas, encuentras alguna joyita. Sangre con sabor a Red Bull, gracias a los ejercicios de cardio y el exceso de bebidas estimulantes. Y, si no hay mucho ambiente, una sauna para ponerla en su punto de cocción.
Igual no maduro nunca, pero, es que soy un adolescente perpetuo. Y el que me convirtió no tenía muchas luces. Sólo recuerdo que le gustaban los vagabundos y los zombis que salían del after hours antes de amanecer. Una noche se fue a la playa de fiesta y nunca más supe de él. Probablemente sus cenizas se perdieron entre la arena.
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Titulo: ¿Dónde quedó el amor?
Autor: Laia Malo Castro
Centro docente: Montessori Palau
Noto como un fuerte dolor atraviesa mi estómago, dejándome sin aire. Inconscientemente mi cuerpo se dobla en dos, profiriendo un débil alarido de dolor.
Me llevo las manos a la zona dolorida mientras alzo la cabeza. Ante mí se alza el rostro de un desconocido. Sus ojos azules se muestran inquisitivos, y su boca está formando un rictus de preocupación. Su entrecejo fruncido tampoco ayuda mucho a suavizar sus facciones.
—¿Te encuentras bien?
—La próxima vez podrías tener más cuidado.
Las palabras no terminan de salir de mi boca cuando le paso el balón que instantes antes impactaba contra mi estómago. Lo veo agarrarlo con facilidad, sin apartar esos claros ojos de los míos. Entonces caigo en la cuenta de que yo también me encuentro hipnotizada mirándolo sin ningún reparo. Me obligo a apartar los ojos de, aunque aún no lo sé, mi futuro marido.
Siento un fuerte impacto contra mi cabeza, haciéndola rebotar con violencia hacia atrás. Noto un escozor ascendiendo por la mejilla, y el metálico e inconfundible gusto a sangre inunda por completo mi boca.
Toco la zona herida con las manos, mientras intento no reír. A mi lado, mi marido también muestra una mueca extraña en el rostro, delatando su intento de ocultar la sonrisa. Miro la farola con la que me acabo de golpear y, a pesar de que el dolor aún persiste, no puedo evitar lanzar una carcajada.
—Deberías andar con más cuidado. Las farolas no se van a apartar, tienes que hacerlo tú. – entonces mi marido sí que se pone a reír sin tapujo alguno.
—Ja, ja, muy gracioso.
Le muestro una sonrisa ladeada e irónica, puesto que los dos sabemos que parte de la culpa de que me haya golpeado también es suya. Yo sola no me hubiese golpeado si no hubiese estado más pendiente de mi acompañante que del camino. Veo como mi marido alarga la mano para acariciar mi mejilla, en la que ya se insinúa un moratón. Me aparto levemente al notar como una ola de dolor me atraviesa la mandíbula.
—Ven, vamos a ponerle hielo a eso.
Agarro con gusto la mano que me tiende, agradecida por tener un hombre que me cuide tanto.
Mi pierna cruje tras el fuerte golpe. Caigo inmediatamente tras prescindir del apoyo de una de mis extremidades. Mi cuerpo golpea con fuerza el suelo, pero el dolor no llega a mí; me quedo enfrascada en el sonido de mi hueso crujiendo tras romperse.
—¿Pero cómo puedes ser tan torpe?
No me molesto en contestar a mi marido, solo me concentro en absorber el olor que deja su piel, para intentar no centrarme en el persistente dolor de mi pierna. Me gusta estar en brazos de mi marido, su amplia espalda sujeta a la perfección mi peso, y sus fuertes brazos agarran con seguridad mis piernas. Apoyo mi cabeza en el hueco entre su cuello y sus hombros, y descanso mientras escucho los latidos de su corazón. Es relajante oír esa monótona melodía, me distrae hasta que llegamos al hospital.
Los siguientes golpes llegan seguidos. Patadas, puñetazos, bofetadas. Ya ni siquiera trato de defenderme, la experiencia me ha demostrado que es peor. Sitúo los brazos sobre mi cabeza, tratando de proteger como puedo esa zona. El dolor acude a mí con cada golpe que recibo, aunque intento aguantar todo lo que puedo.
Cuando por fin deja de golpearme, respiro tranquila, pero con tan solo esa simple acción, todos mis huesos se quejan. Ahora, tirada en el suelo con todo el cuerpo dolorido, me pregunto dónde quedó el amor.
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Titulo: Una Noche en Toledo
Autor: Germán Espluga Notario
Centro docente: Colegio Santa Francisca Javier Cabrini
El amargo sabor de las últimas gotas de cerveza despierta una sonrisa áspera en el cansado rostro del capitán de alguaciles. Con un golpe brusco deja la jarra sobre una mesa pequeña y mohosa, que silencia momentáneamente el barullo a su alrededor. En una silla frente a él, su compañero da un respingo entre murmullos y ronquidos y un tabernero ya entrado en años se acerca con otra gran jarra.
—Llena, ¿no? —pregunta el alguacil, seco.
—¿Un mal día, Alonso? —responde el tabernero con una carcajada ronca. Deja la nueva jarra frente a él y recoge la vacía.
—No me haga hablar, —añade Alonso disimulando una sonrisa de camaradería, mientras hace un gesto indicando que se siente a su derecha. —¿Alguna novedad interesante?
—Unos mozos robaron ayer un par de botellas de vino un poco pasadas; unas estúpidas ratas que se llevan desperdicios, nada que me quite el sueño.
Siguieron hablando acaloradamente, interrumpidos únicamente por palabras incoherentes que el otro alguacil susurraba sumergido en un sueño ebrio.
Entonces, silencio. Una sombra enorme avanza tirando sillas y mesas, apartando a borrachos, pisando botellas de cristal a su paso, empuñando una espada tan larga como un hombre adulto, que zarandea de un lado a otro. Pasan quince segundos antes de que el gigante alcance su mesa. Quince segundos que Alonso podría haber utilizado para desenvainar su arma, despertar a su compañero o al menos soltar su cerveza. Sigue mirando atónito cómo la sombra se abalanza sobre él y aparta la silla de un golpe con la empuñadura de su arma. Cae de espaldas tirándose el líquido de la jarra sobre el uniforme. Se levanta cuando el torbellino humano alcanza la barra. El jefe de alguaciles, aún sorprendido, le lanza la jarra al cogote, que, aunque detiene al gigante no logra dañarle. El capitán desenvaina la espada.
Una mirada. Otra vez silencio. Ambos inmóviles. La espada del rival se alza, el alguacil interpone la suya ante su cara; el acero al contacto despierta chispas y el duelo empieza. La espada de Alfonso se desliza por el aire intentando contrarrestar pura fuerza bruta. Esquiva, lanza una estocada y se vuelve a alejar, antes de contraatacar con un tajo diagonal. El gigante se defiende con facilidad. Blande su arma como si fuese papel, confiando en su tamaño y potencia.
El capitán se empieza a cansar cuando la daga atraviesa el aire, rozando su oreja derecha, lo que arranca una maldición de su interior. Una mujer entra con paso dócil. Ignorando la pelea en el centro del local, recoge el puñal e inocente se apropia de las monedas que descansan tras la barra. Los gritos del tabernero alertan a Alfonso, aunque apenas consiguen que el otro alguacil se zarandee, sin inmutarse. El capitán se acerca de espaldas a su atacante, aprovechando el breve despiste que los gritos le causan. Este, intenta reorientar el filo de la espada y acaba desequilibrado. El capitán le golpea con el codo en la cara y aprovechando que se tambalea, lanza un corte rápido y preciso a su brazo. Desarmado y humillado, el gigante se zafa con un empujón del alguacil y escapa por la puerta seguido por la mujer. Sin vacilar, Alfonso los sigue.
El frío viento de la noche de Toledo estremece al alguacil. Un par de heridas manchan de rojo su uniforme, pero ningún corte es grave. Un rastro rojo avanza calle abajo y, sigiloso pero armado, empieza a seguirlo. No ha llegado a la esquina cuando una sombra se abalanza sobre él desde los cielos, como un búho cazando a su presa. Unas botas aterrizan sobre sus hombros empujándole hacia delante. Con un par de pasos consigue recuperar el equilibrio y se da la vuelta. Sin mucha dificultad, la sombra frente a él le desarma y sostiene su daga a escasos centímetros de su garganta. Los rubíes de la empuñadura reflejan la poca luz de las estrellas con destellos bellos pero salvajes e imprevisibles; como la mujer que lo blande.
—¿Osas acercarte a mí con un arma?
—Tu hermano me ha cortado —Susurra molesto Alfonso como respuesta.
—¿De mal humor? —pregunta guardando el puñal en un bolsillo oculto en la manga mientras su sonrisa crece.
El rostro del alguacil evoluciona hasta convertirse en una mirada cálida y alegre, sonríe, perdido en los ojos color ámbar, siempre alerta, de la mujer.
—Te he echado de menos, —pronuncia al cabo de un rato. Las palabras resuenan por los negros callejones, perdiéndose en los rincones más ocultos de Toledo y alcanzando a la ladrona, que poco acostumbrada a palabras amables, retrocede.
Pasa un segundo. Dos. Ninguno se atreve a moverse o pronunciar sonido. El capitán da un paso al frente, cuidadoso, dudando, como si pudiese caer en cualquier momento. Pasan más segundos antes de que dé un segundo paso, más lento e inseguro. Están a menos de un palmo de distancia, el tiempo se ralentiza. De repente, el eco de unos pasos en la lejanía resuena y una voz se eleva llamando al capitán. La mujer da un pequeño brinco apartándose y dice tras un leve carraspeo:
—Debería irme. Tu compañero llegará pronto.
Da un par de pasos hacia la oscuridad, se da la vuelta y desaparece.
El mal humor vuelve a inundarle. Con la cabeza gacha recoge su espada y comienza a caminar siguiendo la voz de su amigo, por las calles vacías de Toledo. Demasiado vacías. A pocos metros de su compañero, un susurro dulce, que rápido se lleva el viento, nace de una sombra en los tejados:
—Mañana al alba bajo el puente de San Martín.
Una sonrisa se dibuja en el cansado rostro del capitán y, aunque invisible a sus ojos, también en el de la sombra sobre él.
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Titulo: Éxito aplastante
Autor: Javier Martín Salazar
Centro docente: I.E.S Mediterraneo
¿Saben lo frágil que es el orden?, una palabra mal dirigida o una acción en el momento equivocado puede llevar a que la tranquilidad desaparezca y la opinión de la gente cambie radicalmente. Pero a veces, esa brecha que desencadena el caos no es causada por error si no a propósito, pudiendo convertir una marea irracional en un cauce destructor con un fin señalado.
El verdadero valor de un imperio no está en su presente, más bien está en lo que quedará de él cuando el caos lo reduzca a recuerdo. Por eso esperé aquella tarde en mi escritorio, en el piso 366 del rascacielos más alto jamás construido por el hombre, con una taza de café burbujeante en la mano izquierda y un detonador en la derecha, mientras miraba los pasillos vacíos transmitidos por las cámaras de seguridad hasta el monitor de mi mesa. La masa creía poder llegar a mi e igualarme a ellos, pero no podían darme más igual sus pretensiones, mi vida se había basado en preparar este momento, un gran final, un broche de oro con el que pasar a la historia, la muerte no tiene valor si nadie te recuerda después, ya fuera bien o mal.
La vida de mis guardias en la puerta, la de mis empleados cuando la seguridad de la organización se deshizo, la de los cientos de personas que había destrozado, la de mis padres la noche que vi mi futuro claro, toda había valido la pena y había sido cuidadosamente guiado por el hilo de oro de mi destino. Aquellas personas que intentaron frenar lo inevitable cayeron a mis pies públicamente o se hundieron en las mareas del recuerdo en un canal oscuro de las alcantarillas, y aquellas que me apoyaron ya fuera por miedo o pretensiones tuvieron su recompensa, un final casi tan glorioso como el mío dado por mi propia mano cuando dejé de necesitar sus inútiles discursos sobre abandonar el planeta, ¿quiénes se creían que eran para ignorar un regalo tan maravilloso como un sello en la historia?
Sí, toda la sangre y cuerpos que establecieron mi camino cumplieron su destino, ser simples escalones para mi. En realidad nunca importaron, ni siquiera yo importo, no quiero morir, no quiero que todo esto sea un simple cuento en un libro de historia que yo nunca podré ver, ¿DE QUÉ SIRVE EL ÉXITO SI NO PUEDES DECIDIR CÓMO IRTE DE ESTE MUNDO?.
No, no, no, yo soy diferente, tengo el control, lo tengo todo bajo control. Mi muerte se fundamentará sobre lo mismo que mi vida, los cuerpos de aquellos que intentaron decidir cuando debía acabar mi show. Mi mayor logro, esta torre, será lo que aplaste el sello de mi destino, mi éxito será aplastante hasta después de mi final.
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Titulo: La mancha en las sábanas
Autor: Sebastián Rodríguez Sánchez
Centro docente: Colegio San Pedro Claver
Agosto 30: Tras tomar las últimas píldoras de opio a tempranas horas de la mañana, puedo sentir mi respiración normal de nuevo, es la única manera de recuperar un fragmento de mi alma. Una sensación maravillosa corre por mis venas. Me encuentro en el baño, recostado en mi esquina preferida mientras escribo mi olvidado diario, estoy somnoliento pero tengo que ir al trabajo no hay más discusión. Descolgué la chaqueta, abrí la puerta y me rodeó el frío aliento de la ciudad durmiente. No tengo idea de porque retome mi diario, quizás la necesidad de hablar con alguien que valiera la pena, no ellos desde luego.
Tome diferentes estaciones por toda la ciudad hasta llegar al hospital, siempre en alerta de todas las personas enfermas y con superficialidad sofocante. Tan pronto llegué al establecimiento fui directamente a los bastidores para médicos con prisa para vestir el uniforme de conserje, abrí mi casillero y tomé la réplica de las llaves, colgué la chaqueta y desayuné mientras leía el periódico mientras esperaba el amanecer. El reloj marca las 6 de la mañana, mi turno había comenzado.
Después de que un paciente muere, yo tengo que limpiar las negligencias de los médicos, ensucio mi uniforme de polvo y sangre sin quejarme. Terminando la jornada ya a media noche cerca de la habitación 212 mire el reloj del piso 2, al principio la aguja me pareció lenta pero a medida que me acercaba llegó un punto donde se detuvo permanentemente. Extrañado tome el reloj y lo manipule escrutando el motivo, pero fui incapaz de hallarlo. Tras devolver el reloj al marco escuche susurros dentro de la 212, lívido, olvidé inmediatamente el reloj e intranquilo abandoné el piso. De camino a bastidores, me encontraba fatal, me costaba respirar, abrí la puerta y dentro me encontré al doctor Aleksi, el me detuvo y entre susurros tuvimos una conversación.
—¿Te encuentras bien? —Dijo el veterano médico con su expresión de permanente superioridad y carisma que me irrita.
—Doctor ya tiene las píldoras, hoy es final de mes.
—Deberías dejarlo, además es 29 de agosto.
—Imposible.
Aleksi se quedó en silencio pero continuó hablando poco después.
—Puedo adelantarte el pago pero necesito que limpies unas sábanas.
—No se van a ordenar solas las cosas, acepto y no me vuelvas a decir que hacer ambos sabemos que esto es en parte tu culpa.
—Nunca me escuchas, las sábanas están en la lavandería, cesto rojo.
—Ya entendí—Dije sin ganas, desde ese momento empecé a sentir un fuerte zumbido en el oído o eso creo.
En la lavandería, el sonido se hizo mayor con una molestia constante. Abrí el cesto, había unas sábanas blancas, al revisar con más profundidad vi una mancha roja, sospeche que era sangre pero ya he lavado cosas parecidas antes, desconcertado, decidí no seguir indagando aunque la sábana desprende un Aroma de putrefacto de sangre en el ambiente aun tenia mi frasco vacío me fascino la idea de guardar la esencia en el frasco. Decidí Encender la lavadora y con delicadeza eche mucho suavizante. Al terminar de lavar la mancha seguía ahí y lo más tétrico se había extendido su resina rojiza por toda su superficie, miré con desprecio la prenda, protesté y maldije. Para luego sentarme en un rincón. Al levantarme de nuevo para la revancha decidí lavarla a mano, mi corazón ansiaba sangre y rebelión. Al terminar de lavar revisé minuciosamente si había desaparecido lo hizo y quite la etiqueta de 212, tras un par de minutos de plancha al vapor, el trabajo estaba perfecto salí victorioso de la lavandería con dos moscas acompañándome quizá por las manchas de rojo carmesí en mi cuerpo. Regresé a los bastidores en estado de inconsciencia tomé el nuevo frasco de opio, sabiendo que sería mi último día de trabajo tarareando una canción la escuché en la radio, mi estado eufórico me había hecho olvidar el malestar que padecía, fue una grata sorpresa.
Agosto 31: Todas las mañanas hacia la misma rutina, sin darme cuenta mi vida se había drenado. Hoy tras tomar todas las pastillas e inclinarme ante el espejo vi con terror que la mancha siempre estuvo en mis manos. Antes de dormir, en la absoluta noche, oí los susurros de nuevo, ahora en las paredes todas esas ritos entiendo hacía a quien o que van dirigidas, me desvelaron una cruenta verdad. Antes del amanecer me dieron unas, hoy me dirigiré hacia el norte donde están los pinos nevados. Hoy antes de salir vislumbre a través de la ventana a una pareja joven corriendo bajo la cruel nieve oí que estaban escapando, pero sería mentira. ¿Hacia dónde irían?
Ya llevo una docena de kilómetros fuera de la ciudad, mi frasco me susurraba “No tendrás miedo al mundo” cuide el frasco con recelo, acariciando el frasco rojo. vagaba por la carretera mirando perdidamente al sol, el frío viento sopla sin piedad pero continuo escribiendo mi diario. La mancha de mis manos ahora se extiende por todo mi cuerpo, mi cuerpo ahora dividido por el pigmento rojo contrasta con la gélida nieve.
Mis fragmentados huesos envenenados tiemblan al mínimo roce con la brisa, el sol se ocultaba bajo las colinas mientras los últimos rayos del sol se cuelan a través de las ramas de los pinos. Veo figuras en la nieve y en las colinas, aquellas siluetas negras flotan periféricas mientras observan mudas, esperando mi muerte. El frasco me volvía a susurrar sonaba feliz, ella tenía razón.
Tengo el recuerdo intacto de mi infancia cuando aquellas enormes chimeneas transportaban los cuerpos inmóviles de mis padres fusilados. Ahora después de 40 años nadie se acuerda y siguen adelante, los escombros se limpiaron pero la amargura se acumuló en mi vida, es tiempo de ir con ellos, caí al piso derrotado y en pose fetal espere mi muerte, junto al corazón en el frasco y un viejo diario. sólo entonces comprendí que yo siempre fui la mancha en las sábanas.
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