Fotografía de portada: Alejandra López Las casas de los escritores son a los libros lo que los abazones a las ardillas: lugares de almacenaje compulsivo. Y es que la gente de letras entra en las librerías y arrambla con las novedades editoriales de un modo enfermizo, después llega a casa y apila las adquisiciones en la mesilla de noche, en la encimera de la cocina y hasta en el taburete junto al váter, y cuando al cabo de unos meses se da cuenta de que ha acumulado más títulos de los que podrá leer en esta y en otras vidas, los regala a los amigos sin haberlos siquiera leído.
Por otra parte, hay que explicar en este artículo que Claudia Piñeiro firma las dedicatorias con tinta verde porque ese es el color que las mujeres argentinas adoptaron para reivindicar sus derechos, pero que anota las ideas que le sobrevienen a lo largo del día con lápiz normal y corriente. Y entre todos los apuntes que toma en cualquiera de las libretas que atestan su bolso destacan los que ella misma llama «imágenes disparadoras», que no son otra cosa que las escenas que brotan inopinadamente en su mente y que desencadenan la escritura de un libro. A Piñeiro no le gusta decidir el tema de sus novelas de un modo artificial, es decir, a partir de asuntos que le llaman la atención, sino que espera a que le sea revelado a través de una imagen que genere un argumento, como por ejemplo ocurrió cuando, hace algunos años, vio en su cabeza a una niña que se refugiaba de la lluvia en una iglesia y que tomaba asiento en el último banco de todos. De ahí surgió su novela Catedrales, de un flash que ni siquiera venía a cuento, y de ahí mismo ha salido el resto de sus ficciones.
Pero, si bien todas sus novelas parten de una «imagen disparadora», no todas las imágenes de ese tipo terminan convertidas en novelas. Ni mucho menos. De hecho, Piñeiro anota en sus cuadernos muchas revelaciones de esas, de las que brotan en su mente de un modo tan injustificado como lo hacen los sueños, pero sólo una o dos prosperan lo suficiente como para convertirse en libros. Y es precisamente por eso que la autora habla de ‘darwinismo literario’, refiriéndose con esta expresión a esa criba que el paso del tiempo realiza sobre las ocurrencias que los escritores tienen. Si una idea pierde potencia a lo largo de los siguientes días o incluso si cae en el más oscuro de los olvidos, la narradora no la persigue, prefiriendo que se pierda por siempre en la bruma y desaparezca de un modo definitivo. Pero si, transcurridas las semanas, los meses o incluso algún que otro año, la imagen persiste en la mente, entonces, y solo entonces, podemos transformarla en novela.
Además, las «imágenes disparadoras» no siempre corresponden al principio de las historias, pudiendo ser escenas que asomen a mitad o al final del texto, y en los casos más misteriosos, que se diluyan a lo largo de los capítulos sin dejar rastro de su existencia. Porque ocurre en ocasiones que una imagen asalta la mente de un escritor y le impulsa a iniciar un nuevo proyecto, pero que después no encuentra acomodo en el manuscrito. Y esas visiones, las que crean mundos que al final no habitan, son siempre tan inquietantes, tan misteriosas, tan inaccesibles que, de un modo que nadie comprende, acaban siendo las que realmente cautivan a los lectores. Porque lo que no se ve, ay, lo que no se ve es a menudo lo único que, paradójicamente, acabamos recordando.
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El próximo 19 de enero, Claudia Piñeiro publicará El tiempo de las moscas (Alfaguara).
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