Qué importantes son los nombres, ¿verdad? El nombre nos hace reales, nos proporciona nuestra identidad, nos convierte en lo que somos. Con ellos podemos designar todos los conceptos, concretos o abstractos, y lo mágico de todo esto es que otro ser humano puede identificarlos, saber de qué o quién estamos hablando y cuáles son sus cualidades intrínsecas. Cuando nacemos nos regalan un nombre, unas grafías que nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Imponer un nombre no es algo que se suela hacer a la ligera: nuestros padres piensan largo y tendido sobre cuáles son los dones que más nos ayudarán en nuestra futura vida, y así buscan nombres que con su significado nos confieran belleza, fuerza, inteligencia o valor. A mí en Lirneso, tierra donde el caballo corre salvaje y libre por las fértiles praderas, me llamaron Hipodamía, “la domadora de caballos”. Me pusieron un nombre fuerte que me auguraba un gran porvenir, no de esclava, sino de reina.
Hipodamía y Briseida. Dos nombres que encarnan la misma persona, pero que designan esencias diferentes y antagónicas: Hipodamía, la reina; Briseida, la esclava. Fue Briseida de la que se encaprichó el rey de los Mirmidones, el inmortal Aquiles. Fueron sus bellas mejillas, sus altos pómulos, sus ojos almendrados del color del tronco quemado, sus labios abultados y apetecibles como las manzanas en invierno, su serpenteante cabello negro y el ardor de su alma indómita los que cautivaron el áspero corazón del guerrero. Fue Briseida la que cada noche, solícita, visitaba el lecho ardiente. Fue la piel de Briseida la que besaba al acostarse el poderoso general; fue entre los senos de Briseida donde ocultaba su rostro infantil; fue a los oídos de Briseida donde vertió palabras de miel y heridas de hiel; fue en los labios de Briseida donde depositó sus propias ganas; fue en los ojos de Briseida donde se perdió irremediablemente.
Pero fue la lealtad de Hipodamía la que sucumbió ante aquella pasión: olvidó su hogar y su patria, a sus hermanos asesinados por la fina espada del amante, la sangre caliente de su marido salpicando sus pies desnudos, el palacio ardiendo como una tea encendida al anochecer, los ojos de los muertos mirándola en el camino desde sus calaveras ensartadas en las altas picas del enemigo, las mujeres violadas en sus propias casas, los niños arrojados desde las almenas, los gritos de terror y el olor a la podredumbre de la muerte. El amor penetró en su alma como la saliva caliente de un beso, procurándole la peor de las traiciones: Hipodamía se traicionó a sí misma, a su nombre, a su casa y a su pasado, y terminé aceptando para mí el nombre de Briseida.
Sí, así es, me convertí en Briseida, la esclava preferida de Aquiles, a la que el mismo Patroclo veía como futura esposa del héroe, a la que el resto de sirvientas llamaban señora, de la que por respeto apartaban la mirada los mirmidones, la que vestía ricas túnicas y labradas joyas del botín de guerra, la que se sentaba en los banquetes de los hombres. Tristes ilusiones nos hacemos las enamoradas, y qué inocentes podemos llegar a ser envueltas en la marea caliente de un ardoroso abrazo. Pero, como el hacha afilada corta el tronco, así los hados seccionaron una vida que creía segura.
Aquel día nadie me advirtió, no sabía nada de la asamblea de hombres que se había celebrado en la playa por la mañana, las noticias de sus decisiones no habían traspasado el campamento cuando Taltibio y Euríbates, los esbirros de Agamenón, llegaron a mis aposentos, me cogieron de las muñecas y me arrastraron a una veloz barquichuela que me llevó rauda al otro lado del campamento. Allí me enteré de todo.
Aquiles había dejado la guerra por mí, ya fuera por orgullo de niño o por amor de hombre, pero era yo la causa de su ausencia. Agamenón había devuelto a mi prima Astínome, a la que aquí llamaban como esclava Criseida, y en compensación a su pérdida me exigió a mí. Fue entonces cuando me di cuenta de que ahora formaba parte de la casa del implacable Agamenón y la esclavitud puso sus grilletes invisibles entorno a mi cuello. Y volví a recordar —alejada de los brazos de mi amante— el dolor provocado por la crueldad de la guerra.
Las noches se convirtieron en mis peores enemigas. Me agazapaba temblando en una esquina de la tienda, mientras me consumían los terrores nocturnos y los sudores helados. Jamás Agamenón intentó forzarme, aunque tenía derecho sobre mi cuerpo. Tal vez fuera por una consideración inconsciente o un temor reverencial. Pasaron los meses y la ausencia de Aquiles en el bando aqueo pasó factura. Agamenón se tragó sus palabras y su orgullo y acudió a las negras naves en busca de Aquiles. Cuando la noticia llegó a mis oídos me invadió la alegría y la esperanza. Agamenón le ofrecería lo que él quisiera, pues era consciente de que, si quería ganar la guerra, debía tenerlo a su lado. Me pediría a mí —estaba segura—, yo era la causa de su ausencia y debía ser el principal motivo de su regreso.
Pero mis esperanzas chocaron frontalmente con la realidad: otra ocupaba ya mi lugar y el orgullo herido del héroe no había sanado. Rechazó los presentes y se mantuvo alejado de la lucha. Hubo que esperar a que la muerte visitara la playa vistiendo el negro manto del amor. Patroclo, a quien Aquiles tenía en muy alta estima, se inmoló ante las tropas troyanas, ataviado con la indestructible armadura de su bienamado Aquiles. Pero no, no resistió los envites enemigos. Solo aquella muerte sacó a Aquiles de su paroxismo y volvió a la lucha. En agradecimiento me hicieron regresar a su lecho. Pero ya todo estaba roto, aquella cortina de pasión que una vez cubrió mis recuerdos se había disipado y ya solo me quedaba la imagen del enemigo, aniquilador de mi pueblo y de los míos.
Los días multiplicaron sus horas, las caricias caían sobre mi piel como sacos de cal viva, los besos atravesaban como lanzas afiladas mis recuerdos, las palabras amorosas me despellejaban el alma, y decidí recuperar mi nombre.
Las súplicas sustituyeron a los sueños. Suplicaba a los dioses por mi salvación y la de mi pueblo. Y, por fin, ha llegado el día: el día en el que he asistido a la muerte de quien creí amar, la muerte del asesino. He fingido las lágrimas ante su túmulo, he gritado falsamente de rodillas, me he mesado los cabellos, ocultando la esperanza de que con su muerte pueda recuperar mi libertad y mi nombre y que de aquí en adelante dejen de llamarme Briseida y todos me conozcan como Hipodamía, “la domadora de caballos”.
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