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Selección de relatos del III Concurso juvenil #historiasdejóvenes - Zenda
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Selección de relatos del III Concurso juvenil #historiasdejóvenes

Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo e Inma Rubiales. A continuación reproducimos la selección de las 30 historias que optan a los premios. El viernes 16 de diciembre se difundirán los nombres del ganador del primer premio y de los...

Más de 500 relatos han participado en la tercera edición del concurso juvenil #historiasdejóvenes, dotado con 3.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. Este certamen literario, en el que podían participar jóvenes autores nacidos entre 2005 y 2009, era de temática libre y comenzó el 10 de octubre y terminó el 30 de noviembre de 2022, a las doce de la noche.

Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo e Inma Rubiales.

A continuación reproducimos la selección de las 30 historias que optan a los premios. El viernes 16 de diciembre se difundirán los nombres del ganador del primer premio y de los cinco ganadores del segundo premio.

1

Titulo: El reloj vomita segundos robados

Autor: Alejandro Carnero González

Centro docente: IES Fernando I

El reloj vomita segundos en el fondo de la sala y cada uno de esos segundos es robado.
Se los roba al barman, que no aparta la vista de la caja, se los roba a un viejo, que se deja la pensión coñac a coñac mientras critica la alineación de Luis Enrique, se lo roba al lector, que con desgana recorre otro aburrido párrafo, al barrigudo de los dardos, a la camarera, entrada ya en años, y me los roba a mí.
Yo vengo a beber, no bien, pero barato. No hay absenta. Valdrá Whisky. Con dos me sirve, de momento.
Salgo del antro y tras cruzar la calle vuelvo a la discoteca a cantar junto a gente que no me traga. Se nota en sus ojos. Suelo beber lo suficiente para poder sostenerles la mirada más de tres segundos, pero últimamente lo suficiente queda cada vez más y más lejos.
Es guapa, pero la miro a los ojos y no provoca nada en mí, el espejo, sólo náuseas.
La aparto a un lado y salgo del baño, buscando algo nuevo. A los pocos pasos algo toca mi pie… Sólido… Frágil. Aplasto el vaso y sonrío. La sensación es única, cálida, dulce y dolorosa. La forma en que esa aparente solidez sucumbe ante mí y queda convertida en nada…en añicos. Porque bajo esa fuerza que quiere aparentar, está vacío. Tan vacío como todos vosotros, como la chica del baño y como yo.
No me hagas reír, sabes que tú también lloras cuándo nadie está mirando.
-¿Qué haces?
Probablemente sea la dueña del vaso.
Me sostiene la mirada, querrá que la bese.
No. Está asustada. Por favor, que no se eche a llorar o tendré que escupirle. Me mira como si me conociese y me estuviera preguntando: «Juan, ¿Qué te ha pasado?» Buena pregunta. Casi tan buena como la que ella acaba de formular.
¿Qué hago? ¿Qué hacéis todos vosotros? Animales estúpidos, inconscientes. Vacíos. Nunca has pensado más allá de lo evidente, y cuándo lo has intentado, te has sentido frustrada y estúpida. Porque lo eres. Aparta la mirada y le contesto balbuciente:
-No… Lo sé.
Se da la vuelta y yo continúo andando. Vista la frente, que ella no note la cojera.
Quizá me pida otra copa. Nah, es mucho gastar por una noche, pero puedo llamar a Elvira, a ver si sigue despierta, o puedo volver con la chica del vaso y me ahorro la llamada. Joder, se me ha manchado el pantalón. ¿Quedará bien si me lo arremango? Vaya absurdo. Mejor me voy a casa, esta noche tengo invitados.
Toca a la puerta y lo mando subir. Es muy feo, nariz ancha, cuellicorto y bizco, creo. Media tonelada, a juzgar por el ruido que ha hecho al subir las escaleras.
Ni siquiera sé por qué lo he invitado, solamente nos cruzamos en la iglesia cuando entré a beber algo de agua en mitad de la noche y hubo en él algo que me hizo reír a carcajadas.
Pero era también triste, patético y triste a la vez. Como una mosca ahogándose en un vaso de agua, tan inmenso como un océano para ella y tan insignificante para nosotros. Sentí que debía apaciguar de algún modo su risible estado, así que le propuse:

Te convido, buen señor,
de mi mesa y de mi vino,
no os daré mi dirección.
Sea el que os guíe el destino.

Y aquí está él, y yo no obstante solemne y dispuesto a invitarle, me he estado riendo entre dientes desde que entró.
Hay algo cómico en la mosca y en la muerte, eso seguro.
Lo guío escaleras arriba. Me cuesta subir, no dejo de resbalarme con la sangre.
-No he cocinado nada, siéntate ahí mientras caliento algo de lasaña.
Mi convidado no bebe, debe de ser muy fino para vino de brick. Allá él. Tampoco come. Guardaré su trozo para el desayuno.
Nos quedamos un rato en silencio mientras vacío este segundo brick, parece que eso se le da muy bien, por mi parte, ningún problema. Estoy cansado de la gente que habla sin nada que decir. La charla de ascensor me resulta agotadora.
Hay algo en su mirada que me molesta; sus ojos no se mueven, pero parece que siguen a los míos, bueno, el izquierdo no tanto, pero eso sólo es porque han pintando un grafiti en ese lado de su cara. Por lo demás, todo en él es muy pálido y está lleno de musgo, como si llevase décadas a la intemperie.
Tras unas horas, de gélido silencio decido que es momento de que se vaya.
Lo acompaño hasta la puerta, donde se me acerca y me susurra con una voz gutural apenas audible:

He gozado esta noche
de tu mesa y de tu vino
a venir mañana a la mi casa,
pedante, yo te convido.

Y por no dejar estos asuntos
En las manos del destino,
vendré a buscarte en la noche
y te mostraré el camino.

Se da la vuelta, y en la fría oscuridad de la madrugada, el convidado de piedra parte hacia el cementerio. Yo, empapado en vino y sangre, entro en casa.
Quizá lea un poco, o me termine las sobras de la cena. Poco importa. El reloj seguirá robando segundos, minutos, horas…Solo para convertirlos en ruido. Solo para vomitar tictacs.
Se los robará al barman, se los robará al anciano, por pocos que le queden, se los robará al príncipe y al mendigo, al sacrílego y al cura, al taciturno lector, por terminar la lectura, al bufón que se cree poeta, al moribundo planeta y a mí. A mí, ruin, triste, mezquino, ¿Feliz? Nunca lo he sido, mas tampoco he consentido dejar de luchar contra el tiempo.
Mañana quizá duerma en un panteón de inerte piedra, será mejor que me lleve alguna manta.

******

2

Titulo: El monstruo de mi armario

Autor: Rocío Andrés Gómez

Centro docente: IES Juan de Mairena. San Sebastián de los Reyes

Desde que tengo memoria, siempre le he tenido miedo a la oscuridad de mi armario, porque, si miras bien por la puerta entreabierta, cuando todo está en silencio, te darás cuenta del monstruo que vive dentro.

El ser humano siempre ha tenido miedo a lo desconocido, a lo extraño, a lo anormal. Es un miedo irracional, pero también es un sistema de defensa, una respuesta humana básica para protegernos.
Cuando era yo más pequeña (aún más pequeña de lo que soy) nunca dejaba mi armario abierto, por miedo a que me levantase en mitad de la noche y viese unos ojos brillantes observándome en la oscuridad, esperando cualquier oportunidad para salir y atraparme.
Cuando era yo más mayor (pero más pequeña de lo que soy) me di cuenta de que había un monstruo viviendo en mi armario. Me asusté lo mucho que puede asustarse una niña pequeña. Tenía miedo de que me hiciera daño, aunque nunca me atacó, ni una sola vez. Por más que yo lo encerrase en la oscuridad del interior del armario para esconderlo del mundo, no me tocó ni un pelo. Supuse que yo era la única que tenía un monstruo en su armario, que yo era la niña extraña a la que le había tocado dormir cada noche con un monstruo en su habitación, que era una maldición que, por algún motivo, había caído sobre mí. Pronto dejé de tenerle miedo, pues no supuso ninguna amenaza hacia mí, es más, era reconfortante tener a alguien viviendo junto a mí, daba igual que fuese un monstruo.
Nunca nadie me habló de monstruos viviendo en armarios, exceptuando aquellos que se comían a los niños que se portaban mal, por eso, escondía al monstruo en mi armario. Sabía que era bueno, pero no creí que los demás niños fuesen a pensar igual que yo.
Para cuando llegó mi cumpleaños ya me había hecho amiga del monstruo de mi armario. Hablábamos cada noche antes de irme a dormir y, era extraño, pues me sentía más comprendida hablando con él que con mis propias amigas. Solían juntarse en el recreo para hablar sobre qué chicos les gustaban y cómo pedirles salir. Yo me limitaba a escuchar mientras comía mi bocadillo. No tenía interés en ningún chico de la clase, es más, no tenía interés por ningún chico en general.
Cuando las conversaciones se volvían monótonas, me iba a la biblioteca del colegio a leer algún libro. Me sentía fuera de lugar en mi propio grupo de amigas, me sentía excluida y me sentía rara por no pensar como ellas. Sentir que no perteneces a ningún lugar es una de las sensaciones que todos han sentido alguna vez en su vida, pero que no muchos son lo suficientemente valientes para admitirlo. Es una de las peores sensaciones del mundo entero.
Un día, por pura casualidad, les conté sobre el monstruo de mi armario. Como temía, no lo entendieron e incluso me trataron como un bicho raro. Era verdad, yo no pertenecía ahí.
Cuando ya me hice más mayor (Aunque seguía siendo pequeña) me dieron mi primer teléfono móvil. Ahí descubrí el internet, el conocimiento casi ilimitado, los famosos youtubers, las polémicas de Twitter y, por fin, descubrí a gente igual que yo, que también tenían monstruos, pero no estaban encerrados en los armarios. En vez de eso, los mostraban con orgullo, como una parte de sí mismos. Creí que eso era lo mejor, mostrar al mundo que yo también tenía un monstruo, así que lo saqué del armario. Casi de inmediato recibí comentarios de todo tipo de gente, algunos de apoyo y muchos de odio.
Mis compañeras de clase me acusaron de inventarme todo simplemente para llamar la atención de los chicos de nuestra clase, chicos de los cuales, no estaba interesada en ninguno. Algunos adultos me dijeron que era muy pequeña para saber si realmente tenía un monstruo en mi armario, y me dijeron que estaba “confundida”
Los peores comentarios, siempre venían de gente de mi propia generación, sobre todo chicos, quienes decían los comentarios más repugnantes que jamás haya oído. Quise volver a encerrar a mi monstruo por esas palabras que me hacían sentir asquerosa, quise que mi monstruo desapareciese, Quise ser como los demás. Fueron aquellos comentarios los que me hicieron esconderme y encerrarme junto a mi monstruo en mi propio armario.
Con los años he sido consciente de cómo la gente está mucho más pendiente de lo que tú haces o dejas de hacer, que de lo que están haciendo ellos mismos. ¿No seríamos todos más felices si nos centrásemos más en lo nuestro que en lo de los demás?
Ahora que ya soy mayor (pero sigo siendo pequeña) me doy cuenta de que no puedo vivir toda mi vida escondiéndome e intentando ser como los demás.
No había ningún monstruo en mi armario, y nunca lo hubo. El verdadero monstruo eran mis pensamientos y la forma de pensar de la gente en un siglo que se proclama a sí mismo como el “más tolerante”. Era yo misma quien vivía en el armario, intentando ocultar cómo soy por miedo a ser el objetivo de miradas de desagrado y burlas crueles. En este preciso momento, siendo más mayor de lo que era ayer y más joven de lo que seré mañana, quiero dejar todo eso atrás, quiero dejar de sentirme repulsiva por amar de la forma que amo, quiero “liberar al monstruo de mi armario”.
Nunca podrás hacer nada sin ser criticado por los demás. A la gente le encanta ser metiche. Finge que no te importa y dejaran de entrometerse. Sé tú mismo y siéntete orgulloso de ello pues, nadie lo hará por ti.

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3

Titulo: Betty

Autor: Nora Barreto Torres

Centro docente: I.E.S Juan de Mairena

Every boy would find what I found in your arms —susurró antes de depositar un pequeño beso desprevenido bajo mi oreja.

Separé lentamente mi rostro del hueco que me había proporcionado sobre su hombro, al mismo tiempo que él regresaba para contemplarme de nuevo, juntando nuestras miradas en alguna especie de colisión magnética de estrellas y asteroides rodeada de planetas.

James me dedicó una mirada que jamás antes habría sido capaz de descifrar. Sus ojos parecían asustados, pero seguros de sí mismos al mismo tiempo, como el criminal aterrado que comete un crimen en contra de su voluntad.

Recuerdo su respiración acelerada, tal vez fuese la mía, tal vez fuesen ambas convertidas en una sola a causa de los truenos, en el exterior de mi pequeña casa, entre las calles brillantes a causa de la lluvia.

Mi pecho subía y bajaba, buscando el oxígeno que mis pulmones desesperados necesitaban, y que el momento era incapaz de proporcionarme. Perdí el sentido del baile, y mis pies dejaron de moverse al compás, haciendo que mi cuerpo se balancease peligrosamente hacia delante.

James sostuvo mi cintura, atrapándome pegada a su pecho.

Un grito ahogado escapó de mis labios.

—Lo siento— susurré en un balbuceo intentando regresar a mi posición.

No obstante, James hizo que regresase a su torso, tirando de mi cintura y dejando nuestros rostros a pocos milímetros. Alcé mis ojos con el fin de poder visualizarlo a pesar de la diferencia de altura, y pestañeé con rapidez, asegurándome que aquello estaba sucediendo, o iba a suceder.

James mantuvo su mirada clavada en mí, sin apartarla o sin tener ápice alguno de intentarlo.

El baile se detuvo, seguía lloviendo, tronando, la música continuaba, y ambos seguíamos respirando.

Nuestras manos abandonaron el suave enlace, para adoptar un lugar nuevo en el que hospedarse. James llevó su articulación al otro lado de mi cintura, haciéndome sentir el impulso de llevar mis palmas a su pecho, con delicadeza y cuidado, temiendo que cuál paloma, se asustase y volase lejos de mí.

Todo transcurría despacio, rodeado de tensión, ambos respirando el aire del otro y fantaseando a qué sabrían nuestros labios.

Tragué saliva y miré los suyos cuando él me imitó.

—¿James?

—¿Sí? —susurró, acercando su rostro, rozando las puntas de nuestras narices.

—Él té… va a quedarse frío… —jadeé cuando pude sentir su aliento fresco en mi rostro.

Lo escuché reírse débilmente.

—Ahora mismo el té me trae sin cuidado, Betty —dijo.

Humedecí mis labios, ignoré la necesidad de tomar una bocanada de aire, y ocurrió. Pegué mis labios a los suyos con rapidez, incapaz de aguantar un segundo más sin poder evitar hacerlos míos, llevando mis manos a la parte baja de su cabellera, donde sus rizos se mezclaban en hermosas formas redondas, dejando que escurriesen entre mis dedos.

Your love made it well worth waiting for someone like you —canturreó el vinilo a través de la lluvia.

Un trueno pareció dar el pistoletazo de salida, iluminando el cielo encapotado entre las nubes y la habitación en la que ahora habíamos decidido resguardarnos en uno solo.

James sabía tal y como lo había imaginado, aquel frescor mentolado provocado por los caramelos que siempre llevaba consigo en su mochila, fue percibido por mi sentido del gusto al instante.

Recuerdo el arder de su piel, mis mejillas sonrosadas, recuerdo mis manos enterradas en sus cabellos, recuerdo las suyas recogiendo mi cuerpo con cariño, recuerdo cada latido, cada respiración, cada nombre susurrado perdido en el viento, cada nota de aquella canción que desprendía el tocadiscos sobre la tormenta, el temblar de las llamaradas en la cera derretida de las velas, recuerdo el té frío, recuerdo el baile.

Lo recuerdo todo demasiado bien.

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4

Titulo: En los libros de texto

Autor: Nere Sáenz Landibar

Centro docente: CEU Virgen Niña (Vitoria-Gasteiz)

Tú no eres el problema, solo eres el producto de unos factores multiplicados erróneamente. Quien te lo hizo creer te dio demasiada importancia y te quitó tu humanidad. No eres capaz de albergar todas las preguntas y los datos que engloban una respuesta universal; no eres capaz de reducirte a un enunciado que lleva a un fin o resultado; no eres capaz de que alguien te resuelva.
Tú despertaste un día y decidiste ser poesía. Así te presentaste en los libros de texto: como la tragicomedia romántica de lucha y fracaso y difícil sintaxis, en lugar de la compleja combinación de números que era demasiado abstracta como para obtener una identidad, por muy notable que fuera; demasiado aburrida como para que te leyeran.
Pero tu escritor había muerto siglos atrás, dejando una estela de versos descosidos de los que tú, por muy protagonista que te hubiera querido pintar en los márgenes de las explicaciones, nunca serías desencadenante directo, sino consecuencia de otros.
Asumiendo tu falta de poder, te diste derecho a redimirte de tu inacción. Esto fue tu defecto fatal, tan típico de los héroes mitológicos de Cultura Clásica, tan inevitable por tu agotamiento.
No saliste a buscar nada distinto a tus lecciones de clase de Religión, negándote el amor. Miedo.
Hiciste caso omiso a la importancia de las ideas y de las relaciones en la que tanto hincapié hizo tu maestra de Historia. Vergüenza.
Dejaste de lado tu vida para demostrarte que merecías el alivio de la catástrofe, ignorando las necesidades de tu Biología. Presión.
Todo ocurrió con el espejo del baño escolar delante, en tu pequeño escondrijo atemporal, mientras tratabas de contener tus cascadas. No te reconocías en él, solo veías el reflejo de tu trama, que ni tú ni nadie hubiera podido alterar, todos rendidos ante la misma tensión.
Tu historia queda suspendida en el penúltimo capítulo, con la estrofa a medias. De todas formas, tu mayor fallo es que tu final es predecible.

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5

Titulo: El osito que se bajó de mi cama

Autor: Sara Isabel Mendoza

Centro docente: Mirasur School

Ya me lo decía mi espejo, que pronto iba a terminar nuestro tiempo juntos, y fue justo esa noche cuando te descolgaste de mi cama.
Recuerdo aquel día a la perfección, tu último abrazo ya no fue tan suave como el de la primera vez.

Solíamos ser mejores amigos, lo compartíamos todo. Al principio fueron los juegos, y pronto pasaste a ser la compañía perfecta para mis noches. Bailamos, lloramos, reímos y soñamos juntos, todo dados de la mano, repitiéndonos el uno al otro que nunca nos olvidaríamos de lo que íbamos ha hacer o cumplir. Eran miles a los que esperábamos llegar. Soñábamos con triunfar en los escenarios y hacerlo delante de miles de personas, cantar nuestras canciones favoritas y hacerlo sin importar lo que dijeran los demás. Llegar a las olimpiadas y poder conocer a nuestros ídolos, cumplir esos objetivos a los que tanto tiempo les estábamos dedicando. Vivíamos en un mundo de fantasía, en el que todo era color, y en el que ojalá, hubiésemos permanecido para siempre.

Cada noche al acostarme imaginaba cuál sería la próxima aventura que nos estaría esperando, pero nunca lo hacía nerviosa, sabía que tú me ibas a estar acompañando.
Y cada mañana al despertar, rebuscaba entre mis sábanas hasta encontrarte, te peinaba, desayunábamos juntos y nos contábamos las pequeñas historias con las que esa noche habíamos soñado. Al terminar, y como cada día, te colocaba en el centro de mi cama.
Me acercaba a ti y te deseaba que tuvieses un buen día, tú me guiñabas un ojo y me susurrabas al oído “sé tú misma, eres perfecta tal y como eres”, me hacías la niña la más feliz del mundo, y desde entonces, juré que siempre iba a tener presente esa frase.
Llegaba a clase deseando ver a mis amigos, y esperando ser como tú, les repetía lo que cada mañana me decías. Muchos me miraban asombrados, y entonces comprendí que eso era lo que yo sentía hacia ti, eras mi ejemplo a seguir y deseaba pasar el todo el tiempo que pudiese a tu lado para continuar escuchando cada uno de tus consejos.
A medida que pasaba el tiempo era más consciente de lo que me intentabas transmitir. A veces no entendía bien por qué lo decías, simplemente pensaba que eran consejos que tenía que guardar para más adelante, quizá nunca me harían falta.

Y pasaron las noches, y los sueños, y los años. No solo mi forma de escucharte era diferente, las personas que me rodeaban ya no parecían las mismas. Me sorprendía, porque las más cercanas a mí iban desapareciendo, nuestra forma de mirarnos era muy distinta a la de antes y cada palabra que decían sobre mí daba vueltas en mi mente continuamente. Me repetías constantemente que no me preocupase, y que recordara aquello que tanto me gustaba escuchar “eres perfecta tal y como eres”. Sorprendentemente era algo que siempre me ayudaba a demostrar lo importante que es quererse a uno mismo, unas simples palabras que hace un tiempo escuché de ti. Unas simples palabras de las que poco a poco dejaban de saltar chispas de magia.

Algo había cambiado, ya no era igual que antes. Fue entonces cuando empecé a recordar aquellas frases que nunca llegué a comprender del todo, aquellas frases que pensaba que nunca utilizaría. “Hay personas que dejan de ser ellas mismas por tratar de encajar”, al oírlo, pensé que era algo que nunca me ocurriría, pero al verlo, supe que nunca dejaría de pasar. Noté el gran cambio cuando pasé de verlo a vivirlo. Sentía que era yo la que me engañaba por intentar impresionar. Dejaba que todo lo que decían sobre mí influyera en lo que hacía. Y entonces me dí cuenta, había roto mi promesa, la promesa que te hice cuando todavía era una niña. Juré que el primer consejo que me diste lo iba a tener presente siempre, pero no lo hice. Me miraba en el espejo y reiteradamente pensaba en algo de lo que hubiesen dicho sobre mí. Trataba de evitar escuchar a esas personas, pero cada vez era más complicado.

Al mirar hacia atrás, recordaba todos los planes que hicimos juntos, y que por culpa de dejarme influenciar por los demás, nunca se cumplirían.
Pero al fin y al cabo, somos dos personas diferentes: la que te escuchaba y admiraba antes, y la que simplemente ahora te ve como uno más. Esa esencia de cuando era pequeña siempre permanecerá dentro de mí, esperando a que llegue el momento para volver a salir.

Yo había notado cambios en ti, y tú habías notado cambios en mí, poco a poco la distancia en la cama era más grande. El día que tus pies tocaron el suelo, te diste la vuelta para mirarme y tus ojos se despidieron. Ambos sabíamos que nuestro tiempo juntos había llegado a su fin. Hoy, 15 años después, nos decimos adiós.
Gracias por todo, osito de trapo, nunca me olvidaré de ti.

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6

Titulo:

Autor: Andrea Torres Ceamanos

Centro docente: IES Victoria Kent

Sus ojos me miraban con rencor. Sus manos, atrapadas en mi cuello, hacían cada vez más fuerza, provocando que mis pulmones no se llenasen con el aire suficiente para sobrevivir. Su cuerpo, joven, torpe y delicadamente entrenado, temblaba como un niño aterrado, tenía miedo. La escena, silenciosa y oscura, la cual ya se había repetido un par de veces con anterioridad. Daba miedo. Ambos teníamos miedo. Yo por ella y ella por sí misma.

Hay una leyenda china que dice, que los que están destinado a estar juntos se conectan por un hilo rojo, un hilo irrompible y cuyo destino no se puede alterar. Todos, y cada uno de los habitantes de la Tierra, terminan encontrado y enamorándose de ese ser destinado. Incluso, si uno muere el otro morirá tiempo después, para que ambos se encuentren en la otra vida. Si este hilo me conectó a ella, la persona que más quiero y aquella que me ha dado todo lo que tengo, debido a mi inutilidad como hombre, ¿por qué me estás intentando matar?

Mis ojos soltaban lágrimas, pues sabiendo todo lo que ella hizo por nosotros y sabiendo lo mucho que aún me amaba, me daba pena terminar de este modo. Su respiración se aceleraba. Sus manos, me estrangulaban…Todo iba a terminar

—Si muero yo —cogí algo de aire, el poco que podía entrar a mis pulmones-. Si muero, tú mueres.

Mis últimas palabras. Mi último recuerdo. Mi última lección.

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7

Titulo: La mancha en las sábanas

Autor: Sebastián Rodríguez Sánchez

Centro docente: Colegio San Pedro Claver

Agosto 30: Tras tomar las últimas píldoras de opio a tempranas horas de la mañana, puedo sentir mi respiración normal de nuevo, es la única manera de recuperar un fragmento de mi alma. Una sensación maravillosa corre por mis venas. Me encuentro en el baño, recostado en mi esquina preferida mientras escribo mi olvidado diario, estoy somnoliento pero tengo que ir al trabajo no hay más discusión. Descolgué la chaqueta, abrí la puerta y me rodeó el frío aliento de la ciudad durmiente. No tengo idea de porque retome mi diario, quizás la necesidad de hablar con alguien que valiera la pena, no ellos desde luego.

Tome diferentes estaciones por toda la ciudad hasta llegar al hospital, siempre en alerta de todas las personas enfermas y con superficialidad sofocante. Tan pronto llegué al establecimiento fui directamente a los bastidores para médicos con prisa para vestir el uniforme de conserje, abrí mi casillero y tomé la réplica de las llaves, colgué la chaqueta y desayuné mientras leía el periódico mientras esperaba el amanecer. El reloj marca las 6 de la mañana, mi turno había comenzado.

Después de que un paciente muere, yo tengo que limpiar las negligencias de los médicos, ensucio mi uniforme de polvo y sangre sin quejarme. Terminando la jornada ya a media noche cerca de la habitación 212 mire el reloj del piso 2, al principio la aguja me pareció lenta pero a medida que me acercaba llegó un punto donde se detuvo permanentemente. Extrañado tome el reloj y lo manipule escrutando el motivo, pero fui incapaz de hallarlo. Tras devolver el reloj al marco escuche susurros dentro de la 212, lívido, olvidé inmediatamente el reloj e intranquilo abandoné el piso. De camino a bastidores, me encontraba fatal, me costaba respirar, abrí la puerta y dentro me encontré al doctor Aleksi, el me detuvo y entre susurros tuvimos una conversación.

—¿Te encuentras bien? —Dijo el veterano médico con su expresión de permanente superioridad y carisma que me irrita.
—Doctor ya tiene las píldoras, hoy es final de mes.
—Deberías dejarlo, además es 29 de agosto.
—Imposible.
Aleksi se quedó en silencio pero continuó hablando poco después.
—Puedo adelantarte el pago pero necesito que limpies unas sábanas.
—No se van a ordenar solas las cosas, acepto y no me vuelvas a decir que hacer ambos sabemos que esto es en parte tu culpa.
—Nunca me escuchas, las sábanas están en la lavandería, cesto rojo.
—Ya entendí—Dije sin ganas, desde ese momento empecé a sentir un fuerte zumbido en el oído o eso creo.

En la lavandería, el sonido se hizo mayor con una molestia constante. Abrí el cesto, había unas sábanas blancas, al revisar con más profundidad vi una mancha roja, sospeche que era sangre pero ya he lavado cosas parecidas antes, desconcertado, decidí no seguir indagando aunque la sábana desprende un Aroma de putrefacto de sangre en el ambiente aun tenia mi frasco vacío me fascino la idea de guardar la esencia en el frasco. Decidí Encender la lavadora y con delicadeza eche mucho suavizante. Al terminar de lavar la mancha seguía ahí y lo más tétrico se había extendido su resina rojiza por toda su superficie, miré con desprecio la prenda, protesté y maldije. Para luego sentarme en un rincón. Al levantarme de nuevo para la revancha decidí lavarla a mano, mi corazón ansiaba sangre y rebelión. Al terminar de lavar revisé minuciosamente si había desaparecido lo hizo y quite la etiqueta de 212, tras un par de minutos de plancha al vapor, el trabajo estaba perfecto salí victorioso de la lavandería con dos moscas acompañándome quizá por las manchas de rojo carmesí en mi cuerpo. Regresé a los bastidores en estado de inconsciencia tomé el nuevo frasco de opio, sabiendo que sería mi último día de trabajo tarareando una canción la escuché en la radio, mi estado eufórico me había hecho olvidar el malestar que padecía, fue una grata sorpresa.

Agosto 31: Todas las mañanas hacia la misma rutina, sin darme cuenta mi vida se había drenado. Hoy tras tomar todas las pastillas e inclinarme ante el espejo vi con terror que la mancha siempre estuvo en mis manos. Antes de dormir, en la absoluta noche, oí los susurros de nuevo, ahora en las paredes todas esas ritos entiendo hacía a quien o que van dirigidas, me desvelaron una cruenta verdad. Antes del amanecer me dieron unas, hoy me dirigiré hacia el norte donde están los pinos nevados. Hoy antes de salir vislumbre a través de la ventana a una pareja joven corriendo bajo la cruel nieve oí que estaban escapando, pero sería mentira. ¿Hacia dónde irían?

Ya llevo una docena de kilómetros fuera de la ciudad, mi frasco me susurraba “No tendrás miedo al mundo” cuide el frasco con recelo, acariciando el frasco rojo. vagaba por la carretera mirando perdidamente al sol, el frío viento sopla sin piedad pero continuo escribiendo mi diario. La mancha de mis manos ahora se extiende por todo mi cuerpo, mi cuerpo ahora dividido por el pigmento rojo contrasta con la gélida nieve.

Mis fragmentados huesos envenenados tiemblan al mínimo roce con la brisa, el sol se ocultaba bajo las colinas mientras los últimos rayos del sol se cuelan a través de las ramas de los pinos. Veo figuras en la nieve y en las colinas, aquellas siluetas negras flotan periféricas mientras observan mudas, esperando mi muerte. El frasco me volvía a susurrar sonaba feliz, ella tenía razón.

Tengo el recuerdo intacto de mi infancia cuando aquellas enormes chimeneas transportaban los cuerpos inmóviles de mis padres fusilados. Ahora después de 40 años nadie se acuerda y siguen adelante, los escombros se limpiaron pero la amargura se acumuló en mi vida, es tiempo de ir con ellos, caí al piso derrotado y en pose fetal espere mi muerte, junto al corazón en el frasco y un viejo diario. sólo entonces comprendí que yo siempre fui la mancha en las sábanas.

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8

Titulo: La estación

Autor: Mauro Puentes Méndez

Centro docente: I.E.S. Francisco de Ayala

El café de la estación estaba tan próximo a las vías que cuando llegaba un tren, temblaban las cristaleras y las tazas y los platos. Todos los clientes levantaban las manos de las mesas, atónitos, y sonaba durante unos instantes, un crescendo imperioso que llegaba a su clímax unos momentos antes de que el tren pasase furioso y todo quedase sordo.

La dueña del café, Ania la Vieja, como todos acostumbraban a llamarla, no levantaba la vista de las cuentas y seguía tatareando aquella canción mil veces tocada, que nunca conseguía quitarse de la cabeza. Una vez, uno de sus clientes, freudiano de ideología, le dijo que era su subconsciente que le pedía volver al instante primero que escuchó la canción, pues había algo que debiera emerger de la psique. Ania soltó una carcajada ruidosa y le sirvió otra taza de café amargo, y se fue hipando detrás del mostrador. Pero cuando el freudiano pagó la cuenta y se fue, Ania levantó la cabeza del fregadero y se perdió entre los recuerdos. Quizás, aquella Ania tan joven, sonrosada y llena de vida, quería decirle algo… ¡Quién supiera!

Ania no era supersticiosa, claro que no, pero era comedidamente practicante. Matemáticamente, si pudiese medirse. Todas las noches, cuando los trenes se iban a dormir a su madriguera silenciosa, Ania era la última en salir. Se quitaba el delantal, se ponía su abrigo y cerraba la puerta acristalada con llave. Y mientras sus manos hacían aquel movimiento tan conocido, sus ojos se encontraban con aquella anciana que había secuestrado su vida. Y por un instante, solo un instante, Ania jugueteaba con la idea de arrojarse a las vías hasta que el tren llegase a su tempo.

Pero solo un instante. Después recordaba todo lo que tenía que hacer al día siguiente, deslizaba la llave fuera de la cerradura y arrastraba sus pies hasta la salida de la estación. Llegaba al bajo, dos calles más allá, donde vivía, y otra vez, abría con llave.

De una sola habitación y pobremente decorado excepto por un crucifijo de madera, solo había una cama, un sofá y al fondo una cocina. Un biombo daba un poco de dignidad al cuarto de baño.

Encendía la tele, y se preparaba un güisqui con hielo en un vaso. Los cubitos tintineaban mientras se acomodaba en el sofá, y cuando acababa el noticiario apagaba la tele.

Normalmente, se encontraba a oscuras. Le gustaba esa sensación. Si tuviese alguien con quien hablar, le diría que ella sabía que era como se sentía uno al morir. Oscuridad, y plata entrando por la ventana. Hielo en la mano y fuego en la garganta. Y silencio. Mucho silencio.

Durante unos instantes, disfrutaba de la sensación. Después se levantaba a encender la lamparilla de noche, y rezaba sin dirigirse a nadie en particular, con la vista clavada en el crucifijo. Hasta las dos. Después, ella suponía que Dios tendría sueño. Apagaba la lamparilla, se arropaba, y cerraba los ojos. Y normalmente se dormía, pronto, agotada de trenes y de tazas.

Pero el día que el freudiano vino no se durmió. Esta vez, sí que se dirigió a Dios. La última. Le preguntó por la cancioncilla, y el futuro.

Finalmente, se arropó. Estaba oscuro, pero no conseguía dormirse. Su cerebro estaba aullándole a su conciencia.

¿De dónde vendría la melodía?

Sin poder dormir, encendió la lamparilla, saltó de la cama y se quedó muy quieta, frente a frente el crucifijo. Extendió la mano, y lo descolgó. Y lo guardó en la cómoda. La pared estaba desnuda y las sombras eran más alargadas y deprimentes. Pero no se arrepintió. Se metió entre las sábanas y tardó minutos en dormirse. Al día siguiente, se compraría un cuadro impresionista, sí, eso haría.

Y Ania no volvió a pensar en arrojarse a las vías nunca más. Simplemente, no pensaba en más que pedidos, en desayunos y en pagos. Llegaba a casa y dejaba la tele hasta las dos pasadas. Y se iba a dormir con tres vasos de güisqui entre sus venas. Y dormía como un bebé.

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9

Titulo: ¿Qué has visto?

Autor: Nerea Aceituno Arrayás

Centro docente: IES Don Bosco

Sale con su furgoneta en medio de la noche de un sábado, a la hora clave en que muchas chicas regresan a sus casas después de estar de fiesta. Se coloca en una calle oscura por la que apenas pasan coches, y aparca sin llamar la atención.
Espera paciente a que venga alguna joven sola; sin embargo, la primera que pasa no termina de convencerlo. Demasiado mayor. Vuelve a quedarse solo y, a la cuarta, va la vencida. Una chica rubia, de no más de un metro sesenta y cinco, sin mucho maquillaje y vestida con una falda muy corta, camina hacia él. Debe de tener unos quince años, así que es la presa perfecta. Se esconde y, cuando la tiene a un par de metros, la ataca por la espalda, le tapa la boca para que no pueda gritar y la monta en la furgoneta. Todo en menos de veinte segundos.

***

Cuando el coche frena y el hombre abre el maletero, arrastra a la joven hasta el interior de una pequeña casa de campo en medio de la nada. No hay luces y, en mitad de la noche, es incapaz de divisar lo que hay a un par de metros. Ella grita, cada vez más segura de que nadie puede oírla; da patadas, gime, pide por favor que la deje.
—¡No diré nada! ¡Por favor! ¡No me hagas nada!
Pero él no escucha, no atiende. Cierra la puerta, y prende una pequeña luz. La chica ve una chimenea y una pequeña mesa con dos sillas. Hay juguetes de niños por todas partes. Un puzle sobre la mesa, dibujos y colores, bloques de construcción desperdigados por el suelo…
—¡Socorro! ¿Hay alguien? ¡Ayuda, por favor!
Su voz se mezcla con el llanto, pero no se da por vencida. Está claro que allí hay algún niño. Casi no ve que, junto a la pared, hay una pequeña piscina de plástico que no debe cubrirle por encima de las rodillas.

***

—Quítate la ropa —le espeta.
Ella llora aún con más fuerza y trata de oponerse, cuando él se acerca y comienza a estirar de la falda. Pero no tiene tiempo que perder. No puede correr el riesgo de que la echen de menos y la encuentren antes de que haya terminado con su objetivo. Es menuda, así que la carga y, aún sin terminar de quitarle la ropa, la mete en la piscina.
—No te preocupes. Te dejaré ir tan pronto como terminemos, siempre y cuando hagas lo que yo te pido. ¿Entendido?
La chica asiente sollozando pero, antes de que le dé tiempo a responder, el hombre la empuja sobre los hombros y la sumerge en el agua. Ella patea y hace aspavientos con los brazos. Trata de inhalar pero, en lugar de aire, traga agua y comienza a toser. Expulsa el agua solo para tragar más. Se llena la garganta, los pulmones… hasta que de pronto se queda inmóvil.

***

Dos minutos después, el cuerpo de la joven se sacude con un espasmo enorme cuando sus pulmones luchan por expulsar el agua, por echarla a golpe de tos. Al fin la reanimación cardiopulmonar ha dado sus frutos.
—¿Qué has visto?
La joven no entiende la pregunta. Trata de recordar. Aquel hombre, la furgoneta, la piscina.
Tiembla. Esta vez de miedo.
—¿He.… he muerto?
—Casi. Has tenido el corazón parado durante varios minutos. ¿Qué has visto?
La chica no responde, presa del miedo.
—No sé… —Vuelve a sollozar, y las lágrimas se mezclan con su respiración, todavía débil.
No ha funcionado. Tiene la tentación de volver a meterla en la piscina, pero entonces la ve… Está demasiado débil. Puede ser que no consiga reanimarla una segunda vez. Se ha prometido a sí mismo que sería capaz de todo pero, al imaginar cómo sus ojos jugaban con aquellos bloques que ni siquiera se atreve a recoger, no puede. Vuelve a montarla en la furgoneta, y la deja en el mismo lugar donde la cogió, sin preocuparse siquiera de que nadie los vea.
El esfuerzo no ha valido la pena. De regreso vuelve a recordar a su hija en aquella cama de hospital donde le regaló su último aliento. Murió entre sus brazos, tras meses luchando, y él no pudo hacer nada. Ni siquiera sabe si sufrió, porque no se atrevió a preguntárselo. Solo la vio cerrar los ojos, lentamente, como cuando de niña se quedaba dormida antes de llegar a la cama. Se quedó mirándola mientras de sus ojos brotaban las lágrimas, como quien espera que despierte de un momento a otro.
Tenía la esperanza de que esa chica le pudiese contar qué hay detrás de ese último latido, pero no lo ha hecho. Y solo queda una forma de saberlo. Pulsa el acelerador hasta el fondo y da un volantazo.

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Titulo: Tú y yo, efímeros

Autor: Irene Martínez Barros

Centro docente: IES Carlos Casares

Un paso, dos, recuerdos e imágenes, caminar por la calle y acordarte de todo y nada, momentos efímeros comparados con años. Querer experimentar la sensación vertiginosa de estar en caída libre, el estómago dado la vuelta, mariposas recorriendo tu cuerpo, el ruido de los coches sonando, hombres discutiendo y luego nada, no siento las manos.

Manos, entro en la ducha y sólo puedo verme las manos, ¿cómo algo construído tan meticulosamente puede verse tan frágil? Como si se me desprendiera la piel a tiras, a trozos, como cuando las hojas caen de los árboles, y abres los ojos y ya no es otoño, es invierno, con el frío y con las malas rachas. Como cuando no tienes nada pero no pierdes el brillo en tus ojos, el pequeño destello que indica que estás viviendo y no sobreviviendo, un parpadeo y puedes pasar de ver todos los tonos del amarillo, a ver solo el blanco y el negro. Supongo que era eso lo que veía en mis manos, la esperanza. Pero solo los valientes se acercaban a ver lo que callaban mis ojos e indicaban mis manos. Porque como dice Chris Pueyo en Aquí dentro siempre llueve: “cuando te rompen el corazón en mil pedazos y te agachas a recogerlos, solo hay novecientos noventa y nueve trozos”. Y a mi me lo habían destrozado, ¿quién se acercaría a ver las cicatrices de mis manos?

Al principio me decía palabras bonitas, me hacía sentir importante,me hacía sentir única, me hacía sentir como si viviese en una montaña rusa. Como si tuviera mil opciones y aún así prefiriese quedarse conmigo, y al final del día eso era lo que importaba, que él me amase de una forma incondicional, irreversible, que yo fuese su todo y su nada. ¿Entonces, por qué odiaba cuando me tocaba?

A veces el ser humano es tan egoísta, que cuando ve algo que está nuevo tiene la necesidad de destrozarlo. Él estaba como nuevo y yo estaba tan rota, tan consumida por las voces que comían mi cabeza, me atacaban día y noche, pintando mi cuerpo de rojo, la ansiedad recorriendo cada parte de mi cuerpo, dejando marcas por él, las ojeras de mis ojos y las cicatrices de mis manos. Y al final esas cicatrices pasaron a ser suyas. Cada lágrima mía era suya, cada problema mío era suyo, cada ataque mío era suyo. Pedí ayuda a gritos y me lo entregaron a él para que me sanara, pero nadie me explicó que una tirita no sana una herida, sino que la herida tiene que sanar sola. Así que cada vez que me tocaba, que tocaba ese cuerpo frágil que podía deshacerse con el simple roce de piel contra piel, entonces lo odiaba, porque tocaba una cáscara vacía, una cáscara de sombras de lo que algún día fue, y yo sabía, lo sabía y no dije nada, pero al final ¿como avisas a alguien de que lo vas a acabar por romper?

A veces el amor es veneno, ¿lo sabías? Y yo estaba infectada. Él seguía prefiriendome por encima de todo, y al final del día era eso lo que importaba, pero ya no importaban los días, porque le quería tanto que le odiaba. Cuando una persona se rompe una pierna, usa muletas, y cuando no va a poder caminar nunca, usa una silla de ruedas. Pues yo me equivoqué y lo usé como mi silla de ruedas, ¿que iba a hacer cuando se marchara? Si mis piernas ya no funcionaban, y mis manos acabarían por caerse a cachos. Porque cada vez que le tocaba le hacía daño y por eso lo odiaba. Porque las sombras de mi cabeza no podían quedarse solo en la mía, eran como esos piojos, les gustaba invadir lo que veían bonito, las sombras le invadieron a él y de repente también eran suyas. Y yo no podía seguir viendo los destellos blancos de sus manos. Porque el reflejo de esas cicatrices aumentaba.

Y entonces, un paso, dos, recuerdos e imágenes, caminar por la calle y acordarte de todo y nada, momentos efímeros comparados con años. Querer experimentar la sensación vertiginosa de estar en caída libre, el estómago dado la vuelta, mariposas recorriendo tu cuerpo, el ruido de los coches sonando, hombres discutiendo y luego nada, no siento las manos.

Él estaba en una montaña rusa de emociones, y yo había decidido colgarme boca abajo de la luna, experimentar la caída libre, caer desde el borde y cuando llegara abajo y ya no estuviera, poder sentarme y ver desde arriba como sus emociones sin mí se asentaban. Porque al final del día él ya no tendría por qué sentir mis manos.

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Titulo: Fábrica de sonrisas

Autor: Jimena Mª Martínez Piñar

Centro docente: Colegio La Salle San Ildefonso

Mis padres debían tener demasiado tiempo libre, porque un nombre más raro que el mío no existe. Lo odio, pero es mi nombre. Me llamo Lena, se parece a pera, pero yo odio la pera. Bueno, y las manzanas, y la calabaza, y el pepino, y las zanahorias… en realidad solo me gustan las fresas. Ojalá me hubieran llamado Fresa, pero mis padres dicen que eso no es un nombre. Me parece mal, deberían haberme dejado elegir mi nombre, por algo es mío, ¿no?

El caso es que he despertado con un problema. Mi madre no lo sabe aún porque sigue durmiendo, mi padre tampoco porque ya ha salido a trabajar. Faltan dos horas para entrar al cole, y no sé qué dirá mi madre cuando despierte en unos veinte minutos y vea que he perdido a mi sonrisa. Creo que es algo malo, porque cuando mis compañeros no sonríen significa que están mal. Debo encontrarla urgentemente, porque si no, mamá se va a poner a buscarla como una loca por toda la casa como cada vez que pierdo una de mis zapatillas. Incluso esto es peor que perder una zapatilla, porque de esas hay muchas, pero yo solo tengo una sonrisa.

He llegado a la puerta del cole sana y salva, mi madre me preguntó que por qué tenía esa cara de pepino y yo le respondí que odio el pepino. Se echó a reír, creo que pensó que estaba medio dormida todavía y no me preguntó nada más, cosa que agradezco porque si no, se habría dado cuenta que no encuentro mi sonrisa.
Solté la mano de mi madre cuando Lisa agarró mi mochila contenta.
—Diviértete cielo— dice mi madre dándome un beso. No sonrío porque no puedo, así que solo asiento con la cabeza y saludo a Lisa. Entonces juntas entramos por la puerta.
Lisa es mi mejor amiga desde la guardería, nos hicimos amigas porque un día ella estaba comiéndose una galleta bajo la mesa y sin querer mordió mi pierna pensando que era su galleta. Yo no me enfadé, de hecho me hizo gracia, y no a cualquier niña de dos años le hace gracia que otra le de un mordisco en la pierna. Por lo que nos hicimos mejores amigas.
—¿Y bajo la cama?— susurra Lisa en medio de la clase después de contarle toda la historia.
—Sí, he mirado hasta en la nevera— le respondo triste.
—Pues cuando mi hermana no encuentra algo, se va a comprar otro igual. Pero claro, no existen tiendas de sonrisas, así que tendremos que buscar la fábrica.
—¿Qué?
—Una fábrica fabrica cosas, y tú tienes que fabricarte una sonrisa nueva porque la tuya no está— me explica ella convencida. Me llevo un dedo a la barbilla pensativa.
—Bien— acepto —¿Dónde está eso?
—No sé— Lisa se encoge de hombros —le pregunto a Fran.
Entonces mi amiga le da un codazo a su compañero de al lado para llamar su atención.
—Fran, ¿tú sabes dónde está la fábrica de sonrisas? Es que a Lena se le ha perdido la suya.
Fran me mira por encima de su hombro y sonríe.
—Eso es culpa de Ulises, ¿no te hace caso, verdad?— me pregunta. Mis cachetes se ponen muy rojos y bajo la cabeza —no te preocupes, cuando se me perdió mi sonrisa, Olivia me acompañó a la fábrica de sonrisas y ya ves, ahora es mucho más grande que antes— cuenta señalando a una chica de pelo muy enredado y piel chocolate que se encuentra en el pupitre de atrás —pero no recuerdo dónde está la fábrica, preguntadle a Hugo, él la perdió el año pasado.
Asiento y me estiro para tocar el hombro de Hugo, él mueve su cabeza hacia mí.
—Hugo, ¿tú sabes dónde está la fábrica de sonrisas?— susurro —No encuentro la mía.
—Cuando me pasó eso, se lo dije a mi abuelo y él fue a buscarla. No sé dónde está, pero sé que hace unas sonrisas muy brillantes— responde seguro señalando la suya. Yo suspiro decepcionada y vuelvo a colocarme bien en mi silla. Lisa me mira expectante, pero niego con la cabeza.
—Lo mejor va a ser que avises a Ulises, igual él puede conseguirte una nueva— propone ella.
—Creo que se me perdió cuando le ví hablando con Kler, no creo que sea una buena idea.
Kler es la chica más guapa de clase, y yo pienso que a Ulises le gusta.
—Hazme caso, tu mejor amiga siempre tiene razón— insiste Lisa. Yo lo pienso unos segundos.
—De acuerdo— acepto al final.
En el recreo me acerco a Ulises dudando, lo que me anima a hablar con él es ver a Lisa incluso más nerviosa que yo detrás de la columna más cercana en el pasillo.
—Ulises— lo llamo con mis piernas como flanes. Él se gira hacia mí y me dedica una gran sonrisa, cosa que me da un poco de envidia, porque él sí puede sonreír.
—Hola Lena— me saluda —¿pasa algo? Has estado muy seria toda la mañana— se interesa por mí nada más verme.
—Mi sonrisa se ha dado a la fuga— aclaro —a todos los que les ha pasado eso, solo personas especiales les han devuelto sus sonrisas— digo y miro a Lisa que se parte de risa con los pulgares en alto —y he pensado que igual tú podrías ayudarme, porque tampoco encuentro la fábrica de sonrisas— suelto de golpe. Él se ríe y agarra mi mano.
—¡Claro! Es fácil— dice. Mis cachetes se enrojecen y Lisa abre la boca como si estuviera comiéndose un melón —me encanta tu nombre, es muy original— confiesa sin más.
Una ligera curva convierte mis labios en una sonrisita, Y él sonríe también.
—Todos perdemos nuestra sonrisa de vez en cuando- advierte Ulises —es normal.
Entonces miro otra vez a mi amiga y no puedo contener la risa cuando la veo saltar y chillar en bajito de emoción. Creo que para mí, existe más de una fábrica de sonrisas.

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Titulo: Vita et mors

Autor: Aitor León Monge

Centro docente: I.E.S. Julio Verne

VIDA

Oí la voz de una mujer : «felicidades es niño» dijo.
Desde ese instante, volvió todo a mi mente pero, sin embargo, este no es mi cuerpo ; no entendía nada hasta que dejé de llorar y reconocí a mi antigua alma gemela , la cual se situaba al lado derecho de mi madre, esta persona no es otra que la, que 86 años después , sigue siendo mi guía, referente e inspiración
Aunque mi mente se ha encargado de eliminar todos los recuerdos , no ha sido capaz de borrar mis sentimientos y admiración hacia ella, por eso, en estos momentos en los que me es posible apreciar ese inmenso túnel y su posterior luz, quiero poder recordar para siempre el camino que solo ella me ha regalado. Antes, quiero narrar una de las pocas leyendas de las cuales mi mente todavía tiene conciencia; esta aseguraba que, en este túnel, el cual no puedo parar de visualizar se manifestaba la mujer más importante de tu actual vida y, en mi caso, como no puede ser de otra forma, era mi querida hermana.

MUERTE

En ese momento, cuando mi cuerpo ya no poseía ninguna cualidad al igual que mi mente, vi una luz resplandeciente, apareció una mujer anciana vestida de luto la cual reconocí inmediatamente, no tardé en darme cuenta de donde estaba, por eso le supliqué quedarme con los siguientes argumentos, le dije a aquella señora lo siguiente: «no puedo irme ya que dejaría a mi familia sola» a lo que ella, con voz tenue, me respondió: «sois una familia no solo una persona» mi segundo argumento fue el siguiente: «me quedan muchas cosas por hacer » a lo que ella me rebatió: «quién te ha insinuado que no las podrás hacer» con argumentos y contraargumentos estuvimos horas; pero, finalmente, acepté mis destino y extendí mi mano hacia la suya arrugada cuyas marcas hacían la forma de un río el cual se dividía en dos caminos que volvían a ser uno más tarde y oí la voz de una mujer: «felicidades es niño» dijo.

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Titulo: Diario de mi estancia en Nueva York

Autor: Adriana Pérez Llambrich

Centro docente: INS Candelera

Principios de verano de 1929, 19 de junio, más concretamente
Me encuentro en Southampton, tierras inglesas, rumbo hacia un viaje que, sinceramente, creo que necesito. Necesito salir de aquí, liberarme, cambiar de vida aunque sea por unos pocos días. También tengo la ambición de aprender un poco de inglés y me he marcado como objetivo renovar mi obra. No me marcho solo, mi buen amigo Fernando de los Ríos emprende esta aventura conmigo, es más, fue él quien me propuso acompañarle.

En estos instantes, estoy sentado escribiendo estas notas en un banco, a punto de embarcarme en un transatlántico llamado Olympic, el cual es gemelo del famoso Titanic, esperemos que no acabe como él.

26 de junio – Nueva York
Hemos llegado, ha sido complicado, pero ya estamos. Digo esto porque nuestra llegada a las Américas estaba prevista para el día de ayer, pero el tiempo no estuvo de nuestro lado y una fuerte niebla nos retrasó este momento 24 horas.

Paralelamente, espero que estos días por aquí me sirvan para desvincularme de mi ambiente habitual, en el que también incluyo a mis amigos, romances pasados y dejar de pensar por instantes en la dura crítica que he recibido últimamente, la cual me ha afectado más de lo que yo creía aún más si esta desdichada proviene de personas importantes para mí, como es el caso de un catalán cuyo nombre no vamos a nombrar para no hacer de este diario de viajes un texto melancólico con sentimientos de por medio.

Julio de 1929 – habitación de la residencia Furnand Hall, campus de la Universidad de Columbia
Ha pasado un mes desde que llegamos y, la verdad, no he escrito durante este período por el simple hecho de no malgastar mi estancia por esta tierra estando pegado a una libreta. Eso no significa que no esté tocando la pluma en todos estos días, al contrario, me estoy inspirando y escribiendo algunos versos simples que me surgen, y los plasmo a escondidas, ya que para mi, el acto de escribir, como más íntimo, mejor. Sin embargo, mi buen amigo y compañero de esta aventura, Fernando, me pilló un día en mi máxima concentración, y, al percatarse de lo que yo hacía, comentó divertido que porque no los publicaba a la vuelta a España, y que los podría titular Relatos de un poeta por la ciudad de Nueva York. No le hice mucho caso y alegué que no tenían el valor suficiente para ser leídos por el público, personalmente, no creo que yo en vida los vea publicados, aunque el título me gustó, eso sí, creo que lo acortaría.

También puedo decir que he estado en comunicación con mis padres, hemos intercambiado cartas, dónde les he descrito mi travesía como [seis días de sanatorio] y que actualmente estoy como me gusta estar; [negro negrito de Angola].

Desde mi habitación, la 617, puedo observar a los jóvenes jugar a un deporte muy típico de aquí, el rugby, y me alegra decir que puedo disfrutar de las vistas que me ofrece Manhattan.

Septiembre de 1929 – residencia John Jay Hall
Con el inicio del nuevo semestre, me he mudado, pero sigo estando cerca de la anterior. Desde el piso 12, donde me encuentro, soy capaz de ver todos los edificios de la universidad, el río Hudson y un lejano panorama de rascacielos blancos y rosados. A la derecha, tapando el horizonte, un gran puente en construcción, de fortaleza y agilidad increíbles.

Octubre de 1929, biblioteca de la residencia John Jay Hall
Está decidido, dejo las clases de inglés. Abandono, me rindo y todos los sinónimos posibles para decir que ya no puedo más con esta lengua. Me conformaré con hablarla de forma chapucera si tiene que ser así.

Finales de enero de 1930 – casa compartida con mi amigo Rubio Sacristán
Como he dicho en la ubicación, estoy viviendo con José Antonio y puedo decir, que esta estancia me está encantando. Es bárbara la inspiración que me hacen tener los teatros neoyorquinos, como dije recientemente en una de mis cartas hacia mis padres, que aquí es muy bueno y muy nuevo y a mí me interesa en extremo. Sin embargo, el único problema con el que me topo siempre es el mismo, el dinero; pienso que a alguien con inquietudes artísticas como las mías los 100 dólares que me pasan son insuficientes, pero bueno, no vamos a reprochar nada.

Marzo de 1930, Nueva York
Aquí me encuentro otra vez, 9 meses después de mi primera intervención en este cuaderno y creo que mi aventura por tierra americana ha llegado a su fin. No estoy triste por ello, sino todo al contrario. Esta ciudad y sus sitios han conseguido que pueda alcanzar el objetivo que yo me marqué el día de embarcarme al barco. Ha sido una de las experiencias más útiles de mi vida, este tiempo ha cambiado mi visión sobre mí mismo y mi arte. Al ser esta mi primera visita al extranjero, ha sido mi primer encuentro con la diversidad religiosa y racial, las grandes masas urbanas y el mundo mecanizado. Este viaje ha representado mi descubrimiento de la modernidad. He explorado el teatro, paseado por el barrio de Harlem con la novelista negra Nella Larsen, escuchado jazz y blues, conocido el cine sonoro, leído a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y, uno de mis mayores recuerdos de esta aventura, ha sido llevarme hacia España una serie de relatos escritos en mi estancia aquí. No se porque, pero tengo buenas expectativas sobre el futuro del conjunto de versos al cuál aún no le he puesto título. Quizá me decanté por esa opción que me dió mi primer acompañante de esta travesía, pero aún tengo que sopesar la decisión.

Aquí me despido, pero no para poner rumbo a España, sino para emprender otro viaje hacia Miami, con destino final en Cuba, donde quiero seguir descubriéndome y hallar mi tan apreciada libertad.

Hasta pronto, espero

Federico García Lorca

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Titulo: Siempre la misma historia

Autor: Sonia Negrín Díaz

Centro docente: Colegio Decroly

PRÓLOGO

Ese respirar profundo, que tanto anhelo.
Esa sensación de vivir, y no de sobrevivir.
Ese camino de flores, que ahora, es un pozo sin fondo.
Esa certeza de que hay un mañana, y ahora no saber si hay un hoy tan siquiera.
Ese momento de mirarse al espejo sonriendo, se convierte en solo ver mi reflejo en las lágrimas que dejo.
Esa gente de siempre, que ahora es inexistente.
Ese sentimiento de ser libre, se ata a las cuerdas con las que vivo.
Esa ilusión de ver el atardecer, se convierte en observar mi techo.
Ese bocado de magdalena por la mañana, ahora es un bocado de culpa.
Esa sonrisa que era como el sol de mi día, ahora es una tristeza que me atormenta.
Ese pensar, que se ha convertido en sobre pensar.
Esa sensación de fundirse con alguien en un abrazo, que ahora lo sustituye un edredón.
Esos pensamientos de «puedo hacerlo´´, ahora son simples recuerdos.

SIEMPRE LA MISMA HISTORIA

Mis días la verdad es que eran un poco monótonos, pero bueno, me daban para ser feliz, o eso creía. Como cada mañana, fui al baño, me lavé la cara, hice pis, luego fui a la cocina, desayuné, fregué los platos de la cena del día anterior y por último me fui al salón a ver la tele. Más tarde me iba a dar mi paseo mañanero, solo, con mis pensamientos. Era algo que me quitaban de la rutina y no era persona, era indispensable, me hacía desconectar y a la vez conectar. Llegaba a casa, me duchaba y estaba un rato con mis perros. A la hora de comer venían algunos de mi familia, comíamos, hablábamos y después de recoger se iban. Me volvía a quedar solo. Escogía un libro que me acompañaría a lo largo de la tarde, me ponía de fondo música y a disfrutar. Cuando se iba haciendo de noche tenía dos opciones: me asomaba al balcón a observar a la gente e inventar conversaciones que podrían estar teniendo con voces alternativas; o bajar a dar un paseo y sumarme a la multitud, nunca se sabe si serás el protagonista de la historia de uno de tus vecinos que están asomados a sus balcones. Ese día me decanté por bajar a dar una vuelta. Empecé a caminar con el mismo rumbo de siempre, pero de repente me vino una nube gris a la mente, esta no tardó mucho en dejar caer rayos que dejaban cao a mi cabeza: ¿Eres feliz? ¿Estás conforme con lo que tienes y con lo que eres? ¿Estás solo? Hubo uno que marcó el final de la tormenta, pero el principio de mi fin: ¿estás a tiempo de cambiar? Era algo difícil de saber, uno ya tenía sus años. Creo que hasta ahora os estáis imaginando a una persona de la etapa adulta temprana. Ahora pensad en vuestros abuelos, ¿a que encajan algunas de las cosas que he dicho con su rutina? Aunque ya no estén, muchas veces les tocaba estar solos. Es una realidad que siempre intentamos evadir, o simplemente no pensamos porque estamos muy centrados en nosotros mismos. Me desvié de mi camino habitual, me planté frente a la puerta de mi portal y busqué mis llaves en mi bolsillo, el cual me parecía un pozo sin fondo, así haciendo imposible la tarea de tranquilizarme. Al llegar a casa solo me planteé una cosa: ¿Qué hago? Me fui a dormir repitiendo esas preguntas continuamente en mi mente.
Al día siguiente me levanté como cada mañana, fui al baño, me lavé la cara, hice pis, luego fui a la cocina, desayuné, fregué los platos de la cena del día anterior y por último me fui al salón a ver la tele. Más tarde me iba a dar mi paseo mañanero, solo, con mis pensamientos. Era algo que me quitaban de la rutina y no era persona, era indispensable, me hacía desconectar y a la vez conectar. Llegaba a casa, me duchaba y estaba un rato con mis perros. A la hora de comer venían algunos de mi familia, comíamos, hablábamos y después de recoger se iban. Me volvía a quedar solo. Escogía un libro que me acompañaría a lo largo de la tarde, me ponía de fondo música y a disfrutar. Cuando se iba haciendo de noche tenía dos opciones: me asomaba al balcón a observar a la gente e inventar conversaciones que podrían estar teniendo con voces alternativas; o bajar a dar un paseo y sumarme a la multitud, nunca se sabe si serás el protagonista de la historia de uno de tus vecinos que están asomados a sus balcones. Ese día me decanté por quedarme en mi balcón y crear películas, cual Pedro Almodóvar. Los protagonistas siempre eran adolescentes, que eran los que más abundaban por mi zona, a causa de vivir cerca de un parque. Había todo tipo de historias: realistas, amorosas, pesimistas, de ciencia ficción, etc. Pero todas tenían algo en común: que siempre me acababa olvidando de ellas, así haciendo un bucle mis tardes y mi vida.
Todo esto lo escribo desde una residencia, en la cual estoy viviendo debido a mi Alzheimer. He tenido que renunciar a algunas cosas: estar con mis perros, mi paseo mañanero por las mismas calles, comer en mi salón con la familia… Sí, es una enfermedad dura, pero he sido capaz de superarla anotando todo lo que hago, digo, pienso, incluso rutinas, historias…; y ahí me he dado cuenta de la importancia y la fuerza que tiene la literatura sobre todos nosotros en nuestro día a día. Tanto que ha sido capaz de salvarme la vida.

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Titulo: Una Noche en Toledo

Autor: Germán Espluga Notario

Centro docente: Colegio Santa Francisca Javier Cabrini

El amargo sabor de las últimas gotas de cerveza despierta una sonrisa áspera en el cansado rostro del capitán de alguaciles. Con un golpe brusco deja la jarra sobre una mesa pequeña y mohosa, que silencia momentáneamente el barullo a su alrededor. En una silla frente a él, su compañero da un respingo entre murmullos y ronquidos y un tabernero ya entrado en años se acerca con otra gran jarra.
—Llena, ¿no? —pregunta el alguacil, seco.
—¿Un mal día, Alonso? —responde el tabernero con una carcajada ronca. Deja la nueva jarra frente a él y recoge la vacía.
—No me haga hablar, —añade Alonso disimulando una sonrisa de camaradería, mientras hace un gesto indicando que se siente a su derecha. —¿Alguna novedad interesante?
—Unos mozos robaron ayer un par de botellas de vino un poco pasadas; unas estúpidas ratas que se llevan desperdicios, nada que me quite el sueño.
Siguieron hablando acaloradamente, interrumpidos únicamente por palabras incoherentes que el otro alguacil susurraba sumergido en un sueño ebrio.
Entonces, silencio. Una sombra enorme avanza tirando sillas y mesas, apartando a borrachos, pisando botellas de cristal a su paso, empuñando una espada tan larga como un hombre adulto, que zarandea de un lado a otro. Pasan quince segundos antes de que el gigante alcance su mesa. Quince segundos que Alonso podría haber utilizado para desenvainar su arma, despertar a su compañero o al menos soltar su cerveza. Sigue mirando atónito cómo la sombra se abalanza sobre él y aparta la silla de un golpe con la empuñadura de su arma. Cae de espaldas tirándose el líquido de la jarra sobre el uniforme. Se levanta cuando el torbellino humano alcanza la barra. El jefe de alguaciles, aún sorprendido, le lanza la jarra al cogote, que, aunque detiene al gigante no logra dañarle. El capitán desenvaina la espada.
Una mirada. Otra vez silencio. Ambos inmóviles. La espada del rival se alza, el alguacil interpone la suya ante su cara; el acero al contacto despierta chispas y el duelo empieza. La espada de Alfonso se desliza por el aire intentando contrarrestar pura fuerza bruta. Esquiva, lanza una estocada y se vuelve a alejar, antes de contraatacar con un tajo diagonal. El gigante se defiende con facilidad. Blande su arma como si fuese papel, confiando en su tamaño y potencia.
El capitán se empieza a cansar cuando la daga atraviesa el aire, rozando su oreja derecha, lo que arranca una maldición de su interior. Una mujer entra con paso dócil. Ignorando la pelea en el centro del local, recoge el puñal e inocente se apropia de las monedas que descansan tras la barra. Los gritos del tabernero alertan a Alfonso, aunque apenas consiguen que el otro alguacil se zarandee, sin inmutarse. El capitán se acerca de espaldas a su atacante, aprovechando el breve despiste que los gritos le causan. Este, intenta reorientar el filo de la espada y acaba desequilibrado. El capitán le golpea con el codo en la cara y aprovechando que se tambalea, lanza un corte rápido y preciso a su brazo. Desarmado y humillado, el gigante se zafa con un empujón del alguacil y escapa por la puerta seguido por la mujer. Sin vacilar, Alfonso los sigue.
El frío viento de la noche de Toledo estremece al alguacil. Un par de heridas manchan de rojo su uniforme, pero ningún corte es grave. Un rastro rojo avanza calle abajo y, sigiloso pero armado, empieza a seguirlo. No ha llegado a la esquina cuando una sombra se abalanza sobre él desde los cielos, como un búho cazando a su presa. Unas botas aterrizan sobre sus hombros empujándole hacia delante. Con un par de pasos consigue recuperar el equilibrio y se da la vuelta. Sin mucha dificultad, la sombra frente a él le desarma y sostiene su daga a escasos centímetros de su garganta. Los rubíes de la empuñadura reflejan la poca luz de las estrellas con destellos bellos pero salvajes e imprevisibles; como la mujer que lo blande.
—¿Osas acercarte a mí con un arma?
—Tu hermano me ha cortado —Susurra molesto Alfonso como respuesta.
—¿De mal humor? —pregunta guardando el puñal en un bolsillo oculto en la manga mientras su sonrisa crece.
El rostro del alguacil evoluciona hasta convertirse en una mirada cálida y alegre, sonríe, perdido en los ojos color ámbar, siempre alerta, de la mujer.
—Te he echado de menos, —pronuncia al cabo de un rato. Las palabras resuenan por los negros callejones, perdiéndose en los rincones más ocultos de Toledo y alcanzando a la ladrona, que poco acostumbrada a palabras amables, retrocede.
Pasa un segundo. Dos. Ninguno se atreve a moverse o pronunciar sonido. El capitán da un paso al frente, cuidadoso, dudando, como si pudiese caer en cualquier momento. Pasan más segundos antes de que dé un segundo paso, más lento e inseguro. Están a menos de un palmo de distancia, el tiempo se ralentiza. De repente, el eco de unos pasos en la lejanía resuena y una voz se eleva llamando al capitán. La mujer da un pequeño brinco apartándose y dice tras un leve carraspeo:
—Debería irme. Tu compañero llegará pronto.
Da un par de pasos hacia la oscuridad, se da la vuelta y desaparece.
El mal humor vuelve a inundarle. Con la cabeza gacha recoge su espada y comienza a caminar siguiendo la voz de su amigo, por las calles vacías de Toledo. Demasiado vacías. A pocos metros de su compañero, un susurro dulce, que rápido se lleva el viento, nace de una sombra en los tejados:
—Mañana al alba bajo el puente de San Martín.
Una sonrisa se dibuja en el cansado rostro del capitán y, aunque invisible a sus ojos, también en el de la sombra sobre él.

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Titulo: Una noche estrellada

Autor: María Nogales Cid

Centro docente: Corazón Inmaculado

Una pincelada.
Otra.
Y otra más.

Los diferentes tipos de azules se mezclan, cada uno evocando un lugar, una historia.

Mi mano se mueve sola, guiada por un pincel, el cual insiste en embadurnarse de colores, una y otra vez.

Poco a poco, va tomando forma. El vacío del lienzo se va llenando lentamente. El blanco se tiñe de colores.

Los lienzos me recuerdan a las personas. Todas empiezan como una simple tela y poco a poco, se van llenando de formas. Cada persona deja su pincelada, de un color y tamaño distinto. Todas las personas te dejarán una huella. El lienzo se empapará o se rasgará accidentalmente, pero siempre acabará siendo arte. Un baile entre la belleza y la soledad. Un eclipse entre el sol y la luna.

He terminado con los remolinos de azules, así que me levanto de la cama.
Este lugar no es igual a mi estudio de arte. Lo echo de menos. Las aburridas paredes de un hospital no se pueden
comparar con las maderas crujientes y las paredes color del sol en mi estudio.
Al menos aquí puedo pintar siempre. Nadie me impedirá la entrada.

Comienzo a caminar alrededor de la habitación, observando los diversos bocetos inacabados en el suelo. Me siento como ellos. Unos trazos inacabados, que al ojo humano no causan ningún sentido. Una idea poco definida, al punto en el que pasa a ser una interpretación. Intento no pisarlos. Ya los acabaré luego.

Varios lienzos yacen al lado de mi mesa con pinturas. Algunos de los lienzos retratan paisajes con colores brillantes, haciéndome anhelar mi libertad. Otros cuentan con autorretratos, cada uno más extraño que el anterior. Todos conservan una cosa. Les falta una oreja.

Los autorretratos no son divertidos de pintar. Son una búsqueda de ti mismo, que siempre acaba sin respuesta.

Pintas los ojos.
¿Cómo me ven? ¿Cómo les veo yo? Los ojos, la parte más bonita del cuerpo. No solo te permite ver más allá de los demás,
si no que también permite ver a los demás quien eres.

Pintas la nariz.
¿Alguien olerá algo y se acordará de ti? ¿Eres como una brisa en la playa o como un campo de girasoles?
Pintas la boca.
¿Alguien estaría dispuesto a escuchar todas las palabras que salgan de ellos? ¿Alguien soñará con poder colapsar toda su pasión
contra ellos?

Cada vez que acababa un autorretrato me gustaba preguntarme si alguien querría tenerlo colgado en su habitación. Lo que no
me gustaba tanto era la respuesta.

Me acerqué a mis botes de pintura y vi los ojos de los doctores vigilándome a través del cristal de la puerta. Me observan, preparados para actuar si se me llegase a ocurrir consumir pintura amarilla. Cada vez que me preguntan el porqué, respondo que es porque es un color alegre y espero obtener así toda la felicidad que echo en falta. Es mucho más fácil que confesar que espero que
ese sea mi último día. Tomar materiales, inventos capaces de crear belleza y transformarlas en cosas tan banales como el
sufrimiento o la muerte tiene algo llamativo. Por eso tomo pintura amarilla. De todas formas, los humanos hacemos igual con todo ¿o me equivoco?

Vuelvo a la cama y vierto los colores en la paleta. Negro, blanco, amarillo. Las gotas se expanden por la paleta, igual que el
agua se expande por la tierra y los pensamientos se expanden por la mente.

Comienzo por el negro. Un ciprés sin hojas se alza lentamente desde la tierra. De una pequeña semilla a un gran árbol.
Extendiendo sus ramas hacia el cielo, sosteniéndose con la punta de sus dedos, solo para ver si puede llegar más cerca del vasto cielo que se abre ante sus ojos.

Paso al amarillo. Un montón de puntitos que se transforman en estrellas.
Para muchas personas, las estrellas son símbolos de esperanza.
No podría estar más lejos de la realidad.
¿Qué son las estrellas si no las muestras de las decepciones de las personas?
Millones y millones de deseos lanzados al firmamento, observando poco a poco el planeta y cómo se resquebraja.
Un cementerio de ilusiones y esperanzas, que continuarán brillando hasta el fin de nuestros días, solo para recordarnos que fallamos en conseguir lo único que no podíamos comprar. Pero eso no quita que sean bonitas. Nosotros disfrutamos de ver bolas de gas ardiendo. Supongo que esa es la naturaleza humana.
Ignorar el mal y solo mirar lo que nos interesa.

Acabo con el blanco. Lo mezclo con otros colores, aclarándolos. Hay muchas personas «blancas». Personas que iluminan la vida de
los demás, les aclaran todo, mientras que sin darse cuenta, al dar todo de ellos están oscureciendo su propia existencia.

Finalmente he acabado. Cuando se seque, le echaré barniz, para protegerlo de todas las adversidades de la vida, en el mismo modo en el que me hubiera gustado que me protegiesen.

Solo espero que esta pintura no acabe olvidada.

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Titulo: La alegoría de la capa

Autor: Yousra Rouba Benzerouali

Centro docente: IES Gonzalo Ballester

La cultura se ha convertido en cenizas y el pensar se ha esfumado con el fuego cuando arden las letras. La felicidad de los ignorantes se convierte en un ideal que se persigue y el ser humano cae en la banalidad de la mecanicidad y el hastío de la rutina.
Los prejuicios y las mentiras son capas adornadas que rodean nuestros ojos. Estas capas filtran la información externa y la convierten en información erróneamente bonita. Posteriormente llega a nuestro cerebro y es procesada sin entendimiento alguno. ¿Cuál es el problema?
La principal dificultad es que la dueña de la capa es la sociedad y los prejuicios y la manipulación residentes en ella. La capa ayuda a omitir el trabajo de pensar y ver las cosas con más rapidez, pero en cambio no se apreciarán ni con más claridad ni con más veracidad. La capa permite enfocar un adorno, pero no el objetivo real, que en este caso es la verdad.
El segundo problema y, quizá más grave, es que en esta capa reina el color azul, la ornamentación está hecha de todas las tonalidades de este. De fondo, hay una persuasiva voz que marca unos patrones que no son dictados a la fuerza, no están diseñados claramente, pero que en cambio las notas melodiosas y mágicas de los patrones embelesan al oyente, y le hacen creer que el color azul de su capa es el más preciado, y que en otras capas no existe el mismo color, ni la misma voz, ni los mismos adornos bellos y extravagantes que reinan en la suya. Este es el rol de la sociedad y de los mitos existentes en nuestras vidas reales. De aquí deriva el racismo, etnocentrismo y los prejuicios implantados que hacen al oyente pensar que está en lo correcto cuando ni siquiera está pensando por sí mismo.
El tercer problema es que cada vez que se ve algo con claridad, la melodía de la capa se ensombrece. Las tonalidades azules se oscurecen hasta el punto en que el temor a la oscuridad se agudiza y el espantoso ruido es el que comienza a imperar en el interior. Por tanto, y también por costumbre, la reacción que provoca en la persona es volver a dirigir la mirada hacia el punto incorrecto. Es una clara representación del enfado de la sociedad cuando decides pensar algo distinto a lo que ellos piensan. Es un ejemplo de las personas que prefieren no usar el cerebro por miedo a ser atormentados por el entorno, la sociedad y los mitos que ésta comprende.
De esta forma, se puede comprobar que la capa se halla bien incrustada en las raíces del cerebro. Arrancarla de cuajo supondría un desangramiento mortal. Sin embargo, hay un secreto oculto, un botón que es capaz de desbloquearla.
En primer lugar, la persona en cuestión debe tratar de no enfocarse en la decoración, en los engaños que nublan la vista y tratar de enfocar un objetivo que permita vislumbrar algo con claridad. Es una tarea costosa. Si alguien está acostumbrado a pensar algo de una determinada forma, es dificultoso eliminar ese pensamiento. Una vez se haya logrado, se ha superado la tarea más compleja, puesto que se habrían activado dos facultades muy importantes no usadas por el cerebro con anterioridad: la razón, que se ha empleado para tomar conciencia de que la capa no permite ver con claridad y también la fuerza de voluntad, usada para concentrarse al máximo para apreciar la realidad con transparencia.
En segundo lugar, cuando ya se ha enfocado con claridad la verdad, la voz melodiosa se torna furiosa y comienza con su banda sonora de terror con el único objetivo y pretensión de transmitir su desaprobación con un atisbo de esperanza de activar un sentimiento de culpabilidad que no vencerá a la persona que trata de deshacerse de los prejuicios y la maliciosa sociedad.
La capa puede ser desactivada por un botón situado en la parte trasera del cráneo. Después de duros esfuerzos tratando de ver más allá de la decoración engañosa y percibir algo de realidad, la persona que ha sido encadenada por la capa comprende que tiene manos que nunca ha sido plenamente consciente de su uso. Las ha utilizado como autómata, para servir y alimentar los mitos y maldades de la sociedad. Pero no hay que apresurarse a hacer un desprecio total hacia ellas. Al tener esa visión clara y consciente, el individuo ya sabrá emplearlas, esta vez no para alimentar los mitos de la sociedad, sino para alzarla, situarla justo en el punto medio de la parte trasera del cráneo y apretar ese botón para liberarse de la pesada carga que le ha supuesto la capa.

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Titulo: El cuaderno de Gael

Autor: Dieter Gael Sánchez Soriano

Centro docente: Moriel

Me llamo Gael, y mi tía Sol dice que escriba, porque me ve triste desde que mi mamá Lulú se fue a Guadalajara y que escribiendo me voy a desahogar ¿Qué es desahogar? Pero yo siento que no estoy triste ni enojado, solo que ahora me aburro mucho por las tardes. Anoche me enojé porque no me gusta el huevo tierno y Sol dice que desde que mamá se fue me he puesto flaco. Pero es que con Lulú no tenía que decirle como me gusta el huevo.
Sol, insiste en que tardo mucho viéndome en el espejo en las mañanas, que me quedo mucho rato, pero es que me cepillo los dientes como dijo mi mamá. En las noches me da calor y no hay nadie que abra la ventana, Lulú sabía que sentía calor y ahora me la paso despierto viendo la ventana, pero no quiero levantarme porque me da miedo y escucho que Sol también está despierta en su cuarto.
Tampoco me gusta ir con mis amigos de escuela porque los juegos ahora son aburridos, pero eso ¿qué tiene que ver con que Lulú ya no duerme con mi papá? ¿Por qué es tan malo no dormir juntos? Yo no puedo dormir con Luciano cuando vamos a la casa de mi abuela Virita. ¿Por qué hablan en voz baja o se quedan callados cuando entro a la cocina y escucho que hablan de Lulú? Y tampoco entiendo porque eso es estar triste.
Mi tía Sol, pasa mucho tiempo frente al espejo de su cuarto desde que regresó a la casa, antes vivía en un edificio con elevador, también está muy flaquita; ya no le tiemblan los cachetes cuando se ríe, creo que mi tía Sol debería de escribir para desahogarse.

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Titulo: Las vidas que nunca viviré

Autor: Marta Pérez Paterna

Centro docente: IES Pedro Peñalver

Nunca podré vivir todas las vidas que quiero. Nunca podré leer todos los libros de mi interminable lista, o cumplir todos los sueños que me gustaría.
Duele crecer y darte cuenta de que algún día tendrás que dar el pésame a los “tú” que nunca fueron.
A aquellos que has tenido que sacrificar para convertirte en la persona que eres ahora. A esa que pensó en dedicarse a la música. A la que durante meses intentó reflejar su propia historia en un libro. O a la que intentaba encajar, por miedo a la soledad.
Quizá de esta última aún quede un poco.
Vivimos pensando en lo que nos convertiremos pero es igual de necesario darnos cuenta de lo que dejamos atrás. Entender que somos un árbol que necesita cambiar sus hojas en otoño. Aunque a veces soltar las hojas duela. Incluso si esas hojas son personas, y nuestro otoño conlleva muchas lágrimas.
Al fin y al cabo, son esas lágrimas las que harán que nuestro árbol siga creciendo.
Por mucho que algunas parezcan imantadas a nuestras ramas, en ocasiones son esas mismas las que nos impiden crecer.
Dejar atrás la vida que no tendrás por esa oportunidad que dejaste pasar, y que nunca volverá. O esa otra que no llegarás a vivir por no haber dado el paso aquella noche.
Porque si hay algo que nos obliga a tener que despedirnos de todo lo que nunca seremos, es el miedo. Ese miedo al qué dirán, a decepcionar, el miedo a que se cansen de ti, que hace que frente a los demás seas otra persona, y que al mismo tiempo hace que te sientas como en casa cuando simplemente puedes mostrarte tal y como eres.
Esa es la sensación que dan a veces los libros; un lugar seguro donde puedes ser tú, y que hace que te olvides, aunque sea por unas horas, de todo lo que te rodea.
Que te hace entender que tal vez no eres tú el problema, simplemente no estás eligiendo la vida que quieres, sino la que “viene por defecto”.
Tantas vidas perdemos con cada suspiro.
Tantas que no pueden contarse.
Tantas, que cuando estemos justo donde queríamos, agradeceremos haberle dicho adiós a todas, una por una.

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Titulo: Historia del buscón en el siglo XXI

Autor: Álvaro Castillo Fernández

Centro docente: IES Isabel la Católica

1. Del extraño suceso que viví.
Sepa vuestra merced que la narración que sigue es un sinsentido.
Desperteme en una plaza desconocida en donde comencé a ver muy inusuales cosas. Tenía construcciones, calzadas y materiales desconocidos. Los edificios eran más grandes que cualquier palacio o iglesia que hubiera visto. Había mucha gente y vestían prendas muy variopintas.
Fruto del miedo por todo aquello que me rodeaba eché a correr sin comprender qué hacía ahí. En mi carrera me crucé con un objeto extraño de color grisáceo, del tamaño de un carro, pero que se movía solo y tenía personas en su interior. Casi me estampé con él, mas logré esquivarlo.
En ese momento comencé a gritar pensando que me hallaba en una pesadilla y al tiempo aparecieron dos hombres vestidos de azul. Acercáronse a mí y preguntáronme por mi situación. Vestían unas ropas por mí nunca antes vistas, mas intuyo que eran alguaciles, pues me prendieron. Sin embargo, no portaban espadas, pero sí grillos.
Mientras me llevaban comprendí que aquella situación no era un sueño.

2. En que exploro el nuevo mundo.
Me llevaron en uno de esos objetos que se movían solos. Durante el trayecto observé que la plazuela donde desperté era lo más cercano a mi realidad que encontraría. Al ir por las calles veía construcciones aún más grandes y extrañas, sin comprender cómo se mantenían en pie. También me sorprendió la inmensa cantidad de esos carros especiales que había.
Metiéronme los alguaciles en un edificio, el cual intuí que sería una prisión. Preguntáronme el nombre, a lo cual respondí: —“Están vuestras mercedes ante el marqués de San Lorenzo”. Naturalmente mentí sobre mi auténtico nombre como llevaba haciendo desde antaño. Riéronse de mí y tomáronme por loco, mas en un despiste suyo hui por la puerta por donde entré. En la huida, evitando los pasos por dónde iban los carros fantasmales a gran velocidad, aprendí cómo cruzar los dichosos caminos.
Viéndome enloquecer por el lugar en el cual estaba decidí no cuestionar nada de lo que encontrare, con el fin de sobrevivir.
El día fue oscureciendo, y cuando pensaba que necesitaría encontrar un refugio donde pasar la noche, una gran cantidad de velas gigantescas que se distribuían a lo largo de toda la calle se encendieron solas. Conseguían alumbrar todos los lugares, de forma incomprensible.
Finalmente llegué a un puente enorme donde decidí pasar la noche.

3. En que recibo muy importantes consejos.
En el dicho puente encontreme con una persona muy agradable. Preguntome cómo había terminado en aquel lugar y se sorprendió por los ropajes que vestía. Las prendas de esta persona eran también distintas a las de la mayoría. Con ello intuí que era similar a los mendigos de mi realidad.
Esta amable persona comprendió que estaba perdido y diome valiosos consejos: —“Si quieres sobrevivir por estas calles tienes que conseguir algo de lo que vivir. Pide dinero a la gente, y teniendo en cuenta tu ropa, no será difícil. Intenta robar móviles, que si los vendes bien ganarás algo de dinero. Si tienes mucha hambre siempre puedes ir a un restaurante, pedir lo que quieras y huir sin pagar”.
Estuvimos un rato conversando y resolvió todas mis dudas sobre este nuevo mundo. En esto pasé la noche y al amanecer me fui a buscar fortuna.

4. De los hechos y desgracias que me sucedieron.
Durante varios días de recorrido por la ciudad, que descubriría que era la corte, realicé algunas acciones picarescas y sufrí otras desgracias.
Entre ellas, un día que me hallaba hambriento probé la estratagema del restaurante. Aunque se rieran de mi vestimenta, dieronme comidas exquisitas, nunca antes probadas por mí. Conseguí huir sin ser prendido, aunque fui apaleado por los dueños.
También en una ocasión conseguí hurtar un “móvil” a un grupo de jóvenes despistados. Sin embargo, más tarde apareció otro grupo que fumaba unos cigarros con un olor pestilente. Quitáronme el “móvil”, diéronme una paliza y riéronse de mi habla, aun siendo el suyo peor que la germanía.
Ese mismo día entré en un túnel extraño donde salté una valla y vi un carro enorme en el cual subí. Movíase a una velocidad asombrosa, tanta que en cuanto se detuvo y abrió mágicamente sus puertas, salí despavorido.

5. En que se da un inesperado encuentro.
Al salir de ese lugar encontreme con un señor que me preguntó por mis ropajes. Esperando que me diera de comer y viéndolo algo ingenuo, le dije que no podía hablar del tema en público. Así, me llevó a su hogar.
Como todo en ese mundo; materiales, colores y objetos me resultaban desconocidos. Sentome en una mesa y ofreciome una comida sabrosísima. El señor estaba encantado con mi habla: –“Parécese mucho al de los clásicos que acostumbro leer”, dijo con una sonrisa.
Llevome a sus aposentos donde tenía una amplia colección de libros, según él decía, ordenados cronológicamente. Reconocí desde Fernando de Rojas hasta Lope de Vega, pasando por Cervantes y Góngora. Desconocía a los escritores que para él eran contemporáneos de Lope. Entre todos ellos llamó mi atención uno llamado Francisco de Quevedo, situado entre Góngora y Lope, y que desconocía.
Siendo su autor favorito, contome lo que sucedía en una obra suya llamada El Buscón, la cual tenía mi sobrenombre. La obra narraba detalles de mi vida como el oficio de mi padre, barbero que cortaba más bolsillos que barbas, o las burlas que hice durante mi estancia en Alcalá. Me mencionó detalles de tal manera que incluso me avergonzaron.
Fruto de la situación me mareé, y el buen señor me acostó en una cama. Estaba demasiado confuso, pues no entendía como ese libro podía existir. Además, quedé trastocado al ver lo poco honrosa que era mi vida vista de fuera. En estos pensamientos me dormí.
Al despertar encontreme de nuevo en la galera que había embarcado desde Sevilla para emigrar a las Indias e iniciar una nueva vida

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Titulo: Un Dios menor

Autor: Telmo Giménez Yago

Centro docente: Los Olivos English School

No es fácil ser un vampiro adolescente. Te despiertas en medio de la noche y no hay nada que hacer. De lunes a viernes, la televisión solo da programas de crímenes o teletienda. Las calles están desiertas, salvo por algún repartidor en bicicleta o abuelos paseando al perro. Si quieres algo que llevarte a la boca, te toca pasar por alguna gasolinera. Y no esperes un gran menú; o bollería, o pan descongelado. Con suerte, unas rosquilletas. Sólo se puede confiar en las farmacias 24h.
Al principio, la mejor solución era pedir un Globo. La comida venía a casa, pero había que convencer al mensajero que entrara. Que no gritase. Que dejara de intentar llamar al 112. Y limpiarlo todo, claro. La sangre es lo que tiene. Mancha. Entre la discusión en la puerta, el forcejeo y no poder reposar la comida… No se disfruta.
Encima, el móvil no para de sonar. Que si dónde estás, que si los clientes llaman porque no les llega el pedido, que si la aplicación dice que la moto no se mueve… Y todo eso, mientras con una venda o un paño intentas taponar la herida para que el chaval no se desangre. No es fácil presionar de forma constante durante quince minutos con tanta notificación del teléfono hasta que el coagulante de los colmillos hace su papel. Aquello se cierra, sí, pero deja marca. Salgo a caja de tiritas por semana.
Luego toca despejarlo para evitar un fallo cardiaco. Los hay que se despiertan bien, amnésicos. Otros, histéricos o quejándose del dolor. El problema es que a la mayoría le fallan las piernas. Y no es plan de que vayan por ahí con moto, patinete o, peor aún, en bici. Hay noches que me ha tocado amordazarlos y salir a terminar las entregas yo mismo. Soy una criatura demoníaca de la noche, pero tengo mi conciencia.
Eso sí, lo peor es darles una lección nutricional para que se recuperen pronto. Falta de hierro y glóbulos rojos, ya sabes. Y los problemas no hacen más que aumentar. Que si yo no como pescado. Que qué son los berberechos. Que vaya asco eso de los mejillones… Menos mal que lo del pollo y la ternera lo pillan. Al menos, no le hacen ascos a una hamburguesa. Sea lo que sea, lo que lleve dentro. Y sí, también he tenido peleas con algún vegano. Suerte que los garbanzos y los frijoles tienen una buena cantidad de ácido fólico.
Supongo que entenderéis por qué acabé comprando la cena en las gasolineras. El problema es que, por mucho que mi cuerpo se regenere con el descanso, estoy gordo y tengo granos. Exceso de azúcares y grasas saturadas, según Google. Bueno, eso y falta de ejercicio. Estoy enganchado a las redes sociales. Lo reconozco. Hay muchos colgados de la conspiración en la red. Si supieran todo lo que yo sé.
Últimamente, he optado por ponerme ropa deportiva y bajarme a correr. Lo que pasa es que hacer ejercicio, da más hambre. Algún runner cae antes de irme a dormir, pero entre la carrera y que no tienen sustancia, llenan menos que un chupito de enjuague bucal.
Los fines de semana son otra cosa. La gente inunda las calles. Y como la electricidad está por las nubes, entre los escaparates apagados y las farolas de luz tenue, me lo ponen a huevo. Puedo moverme a mis anchas. Acercarme sigilosamente a mi presa. Y darme más de un susto, la verdad.
A ver, ya os he confesado que no soy como Beckham. Pero es que los filtros de Instagram no son nada comparado con lo que oculta una capucha o una capa de maquillaje a corta distancia. Recordad dos cosas. Una, que tengo una visión más desarrollada que vosotros, simples mortales. Y dos, que la comida entra por los ojos. Vamos, que el aspecto importa. Tanto rollo con el emplatado, de dónde creéis que viene.
A mí, me gusta la comida templada y la prefiero 0,0. No quiero problemas con los cuerpos de seguridad ciudadana. Un adolescente en patinete a altas horas de la noche es como un oasis para un policía sediento de multas. No es por el dinero, me da igual. Es porque hace unos cien años que no me he renovado el carné. Preguntas incómodas, agentes desaparecidos, inseguridad ciudadana, controles de carretera… viejas experiencias que no quiero recordar.
En fin, tanto rondar la calle, he descubierto que hay gimnasios que abren hasta tarde. Y ahí sí, evitando los retoques y los esteroides con piernas, encuentras alguna joyita. Sangre con sabor a Red Bull, gracias a los ejercicios de cardio y el exceso de bebidas estimulantes. Y, si no hay mucho ambiente, una sauna para ponerla en su punto de cocción.
Igual no maduro nunca, pero, es que soy un adolescente perpetuo. Y el que me convirtió no tenía muchas luces. Sólo recuerdo que le gustaban los vagabundos y los zombis que salían del after hours antes de amanecer. Una noche se fue a la playa de fiesta y nunca más supe de él. Probablemente sus cenizas se perdieron entre la arena.

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Titulo: Halloween

Autor: Izarbe Guallart Mora

Centro docente: IES Sierra de Guara

Lo ha vuelto a hacer. Es Halloween y me ha dado un susto de muerte. He doblado la esquina con mi disfraz de hada madrina y ella estaba allí, esperándome con su sábana de fantasma, sus ojos encendidos en luces de calabaza y su voz lúgubre y embalsamada. He corrido como en otras ocasiones, descalza, devorando con mis pies los adoquines, olvidando la aspereza de mi callejón sin salida.

No tarda en volver a casa. Llama a la puerta. La acompaña una bolsa de papel destartalada, donde los caramelos no se convertirán en un recuerdo dulce y perecedero. Abro temblorosa a sabiendas de sus pretensiones. Quiere seguir jugando por las calles, no quiere volver a su casa. Me impregna con su hedor a truco o trato. A cambio de trasnochar por última vez, acepto una última sorpresa que no me desvela.

Sale huyendo llevada por el diablo. No me ha dado tiempo de agarrar la sábana bajo la que tantas noches ha dormido, y acabar con su disfraz de una vez por todas. Es más rápida que el viento, se desvanece como un buen recuerdo. Me asomo a la ventana, es un ánima sin rumbo en busca del aullido de la luna llena.

Un cubo de agua fría nauseabunda me despierta. Mi olfato estaba navegando en el mayor de los sueños, en su perfume de chocolate, mientras yo remaba con un churro de azúcar cristalina. Mis agudas cuerdas vocales sacan a mis padres de la cocina.

—¿Qué ha pasado cariño? —me preguntan.
—Ha sido mi hermana.
—Es imposible —me responden.
—¿Y por qué es imposible?
—Porque está muerta.

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Titulo: Éxito aplastante

Autor: Javier Martín Salazar

Centro docente: I.E.S Mediterraneo

¿Saben lo frágil que es el orden?, una palabra mal dirigida o una acción en el momento equivocado puede llevar a que la tranquilidad desaparezca y la opinión de la gente cambie radicalmente. Pero a veces, esa brecha que desencadena el caos no es causada por error si no a propósito, pudiendo convertir una marea irracional en un cauce destructor con un fin señalado.
El verdadero valor de un imperio no está en su presente, más bien está en lo que quedará de él cuando el caos lo reduzca a recuerdo. Por eso esperé aquella tarde en mi escritorio, en el piso 366 del rascacielos más alto jamás construido por el hombre, con una taza de café burbujeante en la mano izquierda y un detonador en la derecha, mientras miraba los pasillos vacíos transmitidos por las cámaras de seguridad hasta el monitor de mi mesa. La masa creía poder llegar a mi e igualarme a ellos, pero no podían darme más igual sus pretensiones, mi vida se había basado en preparar este momento, un gran final, un broche de oro con el que pasar a la historia, la muerte no tiene valor si nadie te recuerda después, ya fuera bien o mal.
La vida de mis guardias en la puerta, la de mis empleados cuando la seguridad de la organización se deshizo, la de los cientos de personas que había destrozado, la de mis padres la noche que vi mi futuro claro, toda había valido la pena y había sido cuidadosamente guiado por el hilo de oro de mi destino. Aquellas personas que intentaron frenar lo inevitable cayeron a mis pies públicamente o se hundieron en las mareas del recuerdo en un canal oscuro de las alcantarillas, y aquellas que me apoyaron ya fuera por miedo o pretensiones tuvieron su recompensa, un final casi tan glorioso como el mío dado por mi propia mano cuando dejé de necesitar sus inútiles discursos sobre abandonar el planeta, ¿quiénes se creían que eran para ignorar un regalo tan maravilloso como un sello en la historia?
Sí, toda la sangre y cuerpos que establecieron mi camino cumplieron su destino, ser simples escalones para mi. En realidad nunca importaron, ni siquiera yo importo, no quiero morir, no quiero que todo esto sea un simple cuento en un libro de historia que yo nunca podré ver, ¿DE QUÉ SIRVE EL ÉXITO SI NO PUEDES DECIDIR CÓMO IRTE DE ESTE MUNDO?.
No, no, no, yo soy diferente, tengo el control, lo tengo todo bajo control. Mi muerte se fundamentará sobre lo mismo que mi vida, los cuerpos de aquellos que intentaron decidir cuando debía acabar mi show. Mi mayor logro, esta torre, será lo que aplaste el sello de mi destino, mi éxito será aplastante hasta después de mi final.

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24

Titulo: ¿Las diez?

Autor: Julia Hernández García

Centro docente: IES Alfonso X el Sabio

Eran las diez. El viento helado azotaba sin piedad los indefensos árboles de la calle. La lluvia y el granizo caían con estruendo sobre tejados y aceras. Después de una caminata bajo la lluvia y el frío de la noche, llegué por fin a casa.

Entré chorreando, saludé a mi gato, él me devolvió una mirada furtiva, e intenté encender las luces. No funcionaron, así que no tuve más remedio que subir con cuidado las oscuras escaleras para ir a ponerme ropa seca.

Poco después fui a la cocina, me serví en un plato lo que me quedaba de la tortilla del mediodía y me la comí en el salón, totalmente a oscuras, mientras escuchaba el sonido de la tormenta. Cuando mis párpados estaban empezando a perder la batalla contra el cansancio decidí lavarme los dientes, ponerme el pijama y acostarme. Tardé muy poco tiempo en dormirme.

Al día siguiente me desperté a las diez y cuarto. Hacía tiempo que no dormía tan bien. Sin embargo, había algo raro. El reloj marcaba las diez y cuarto, pero no parecía de día. Estaba muy oscuro.

Abrí la ventana. Había dejado de llover, pero seguía siendo de noche. La brillante luna llena, burlona, me observaba asomada entre dos nubarrones desde el oscuro cielo nocturno. Cerré la ventana y fui a mirar otro reloj de la casa. Las diez y cuarto. Busqué otro. Las diez y cuarto. «¿Qué demonios está pasando?», pensé.

¿Acaso alguien le había cambiado la hora a todos los relojes de mi casa? Algo desconcertada, decidí preguntarle la hora a mi vecina. Llamé a su puerta. Mientras esperaba una respuesta, me arrepentí de molestarla a esas horas. Al momento caí en que no sabía qué hora era realmente, así que no sabía si estaría dormida o despierta. Tras esperar sin oír ningún sonido de dentro de la casa ni ver ninguna luz encenderse, entendí que estaría dormida y que simplemente yo estaba tan cansada que había confundido la hora. Aun así, también estaba bastante segura de que había dormido mucho.

Decidí no pensar más en aquello. Era tal mi aturdimiento que había salido con el pijama puesto. Volví a casa. Saludé a mi gato, que seguía mirándome con rechazo, y me dirigí al salón. Tras esta conmoción dudaba que pudiese volver a conciliar el sueño aquella noche, así que decidí ver un poco la televisión. Cuando iba a encenderla caí en que, al igual que las luces, no iba a funcionar por la tormenta. Por tanto, volví a subir las escaleras para obligarme a seguir durmiendo.

Ya me había tapado hasta la cabeza con el edredón cuando, para mi sorpresa, oí tres golpes secos en la puerta. No respondí. Dieron otros tres golpes. «Qué insistencia», pensé. Ahora sí que tenía curiosidad. Bajé de nuevo las escaleras, no sin cierta vacilación, hasta llegar de nuevo frente a la puerta. Di un suspiro, y abrí.

No había nadie.

Una broma. Había sido una simple broma de niños. Tenía que ser eso. Aun así seguía teniendo curiosidad, así que decidí salir a investigar. Recorrí mi calle buscando a un grupo de niños que estuvieran escondidos por allí para evitar que les descubriera en su travesura, pero no vi nada. Me di la vuelta para volver a casa y vi algo que me sorprendió. La puerta de mi vecina ahora estaba abierta. Mis pies se movieron automáticamente, dispuestos a entrar en la casa. Yo no puse resistencia. Me asomé para ver si ella estaba dentro. No la vi. Entré, me quedé quieta en el recibidor y pregunté en voz alta si había alguien. Al no obtener respuesta decidí seguir avanzando por el pasillo hasta el salón. Estaba todo muy oscuro y como no parecía haber nadie en casa, me dispuse a encender la luz. Nada. Allí tampoco funcionaba. Conforme mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad alcancé a distinguir un marco de fotografía. Sin embargo, estaba vacío. Eso sí que era raro. Entonces instintivamente empecé a buscar un reloj. Lo encontré. Daba las diez y diez.

Un escalofrío empezó a recorrer mi espalda hasta llegar al cuello. Ahora sí que no entendía nada. Quería salir de allí. Al asomarme al pasillo alcancé a ver que la puerta ahora estaba cerrada.

Estaba asustada. Corrí por el pasillo hacia la puerta. Corría y corría pero no llegaba al final. Cada vez lo veía más lejos. Ahora estaba aterrada. Convencida de que me había quedado atrapada allí dentro, dejé de correr. Volví al salón y miré la hora. Las diez y ocho. Como no sabía qué hacer me dirigí hacia la puerta de la cocina. La abrí, pasé y cerré, con la mirada fija hacia el suelo por miedo a lo que me podría encontrar allí. Poco después, cuando me calmé, alcé la mirada. Había salido de la casa.

La calle era diferente. Las farolas brillaban ahora con una luz más tenue. Otras titilaban. Otras directamente se habían fundido. Había empezado a llover con fuerza otra vez. Hacía muchísimo frío y se oía el gruñido de un temible trueno desde la distancia. Volví a entrar en mi casa.

Ahora todo era completamente distinto. Los muebles estaban en sitios diferentes. Mi gato me miraba con ojos enloquecidos y el cuerpo encogido. Cuando llegué al salón empezaron a sonar las campanadas de un reloj. Enseguida se sumaron otros relojes hasta que finalmente se formó un coro demencial. La orquesta de campanadas se intensificó hasta convertirse en un ruido ensordecedor. Casi al borde de la locura, salí corriendo.

Eran las diez. El viento helado azotaba sin piedad los indefensos árboles de la calle. La lluvia y el granizo caían con estruendo sobre tejados y aceras. Después de una caminata bajo la lluvia y el frío de la noche, llegué por fin a casa. Otra vez.

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Titulo: La Iglesuela del Tiétar

Autor: Mateo Elvira Illán

Centro docente: IES Sierra del Valle

El cielo teñido con yema de huevo, contrastaba con unas cuantas nubes negras como el alquitrán, clavadas en sus posiciones por un aire inmóvil, sin sentimientos, sin vida. Debajo se extendía un paisaje daliniano con la misma paleta de colores, donde solo se distinguían la sombra de una montaña lejana y la silueta de un puñado de chopos deshojados.
Me senté bajo uno de los árboles a escuchar la melodía que entonaba un variopinto grupo de pájaros. Los agudos de los carboneros se cruzaban con los silbidos de los jilgueros y de vez en cuando intervenían un desafinado rabilargo. La desordenada canción me dejó en un estado de agradable ensimismamiento, se notaba que los músicos llevaban ensayando toda su vida.
Salí de mi trance en cuanto las aves echaron a volar. Los preciosos sonidos que embelesaban mis oídos, habían sido sustituidos por un escándalo compuesto de balidos provenientes de un rebaño de ovejas, que llevaban un ruido caótico e insoportable con ellas.
Escalé al árbol para distinguirlas mejor. Todas eran negras, merinas, con el pelo apretado formando bucles, ninguna salía de este esquema. Me confundía. En medio de la masa marrón, destacaba una oveja que caminaba desganada. El restos de animales formaban una burbuja a su alrededor evitando tocarla y le clavaban miradas de desprecio. ¿Qué cómo sé cuándo una oveja mira con desprecio? Se nota. Mis ojos se abrieron como platos al ver como a la oveja blanca se le empezaba a caer la lana y ella ayudaba en la tarea a mordiscos. Cuando quedó totalmente desnuda le empezó a brotar de la piel el mismo abrigo que llevaban las demás. En menos de un minuto no se distinguía del resto.
El rebaño se alejaba, pero después de la escalofriante situación que había presenciado, no podía dejar pasar la oportunidad de saciar mi curiosidad. Descubrí al pastor que guiaba al rebaño. Un niñato enclenque, con expresión soberbia y mirada que avisaba de que el zagal creía saberlo todo.
Mandaba a las ovejas que solo mirasen en una dirección y ellas religiosamente obedecían. En una ocasión, uno de los rumiantes se desvió del camino marcado y el muchacho, en vez de parar para redirigirle, alentó macabramente al resto de ovejas a que corriesen, aplastando así al pobre animal. Contemplé como el chico se divertía con el ser moribundo, mientras seguía su camino.
Tras un rato de camino llegamos a un prado surrealista. El suelo no lo cubría un manto de hierba, en cambio estaba sembrado de libros que salían de la tierra. El pastor dirigió a sus ovejas por el campo. Estas caminaban devorando el papel y aplastando las carcasas. No pude evitar derramar una lágrima cuando agarré un poema de Machado en el que apenas se distinguía la firma del autor, escondida entre los bocados de los animales.
En medio de la explanada se alzaba un cerrillo en cuya cima crecían un montón de plantas suculentas. Algunas ovejas miraban con deseo los vegetales, pero ninguna se atrevía a subir, ninguna quería sobresalir ante los ojos del resto de animales. Preferían seguir las directrices del pastor y aguantarse el gusto.
Yo, sí que subí y por fin pude ver las intenciones del pastor. El rebaño iba encaminada hacia una caída mortal a escasos cien metros de distancia. Intentando evitar la catástrofe empecé a gritar como un loco. Como era normal lo único que conseguí fue que el pastor me mirase con una expresión de burla. Él sabía que yo no tenía ninguna influencia sobre ellas, que solo oirían lo que él quería que oyesen. Corrí todo lo que pude, hasta colocarme en frente de las primeras ovejas. Frenaron el paso. Al pastor le había cambiado la cara, ya no me miraba divertido por mi patetismo, sino que sus ojos expresaban rabia y pocas ganas de entablar una conversación. A las ovejas tampoco les hacía gracia que molestasen a su líder, le idolatraban. El chico arreó a las ovejas del fondo, todas ellas corrieron con mucho gusto hacia mí.
Cuando cientos de patas pasaban corriendo sobre mí, clavándome sus pezuñas, haciéndome retorcer de dolor, yo solo podía pensar: ¡qué pena de ovejas! Que no ven más allá de la lana de sus congéneres, que permanecen sordas a todo ruido que no sea los gritos del pastor o sus propios balidos. ¡Pobres ovejas! Viven en su falsa utopía, donde todas creen querer lo mismo sin necesidad de pensárselo y desprecian a quien les ayuda y muerden sus salvavidas. ¿En qué cabeza cabe la existencia de un ser como el pastor? Que sin tener mayor conocimiento, que el de su propia maldad, conduce un rebaño entero de ovejas ¿en qué mundo se puede ver una cosa así?

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Titulo: La estrella matutina

Autor: Rodrigo Alcáñiz Casas

Centro docente: IES Manuel de Falla

Azuzó al caballo para que fuese más rápido. Le clavó las espuelas a los costados y el animal relinchó y cogió velocidad. Empezaba a clarear por el este, la luna blanca aún en el cielo, borrosa, pero algo empañaba las primeras luces del alba. Leonardo alzó la vista al firmamento: ahí seguía, esa enorme estrella, brillante como un sol y con una cola rosada, dejando una estela tras de sí. Aquello le preocupaba; sentía, en lo más profundo, que era una señal para él, para regresar a casa. Su gran caballo negro avanzaba a buen ritmo. El viento helado les daba de frente, revolviéndole al muchacho los finos y lisos cabellos castaño claros, cubiertos por la capucha de su cálida capa azulada, ondeando al viento. A ambos lados del camino se extendían los campos de labranza, a los que empezaban a acudir, cansados, los campesinos del feudo. Leonardo los contempló con pena. Los entendía muy bien. En su familia también eran campesinos. Solo él había aspirado un poco más alto, al marcharse de aprendiz de herrero a la ciudad. De ahí venía.
Leonardo escrutó el horizonte hasta alcanzar ver, allá a lo lejos, las casuchas de su pueblo natal. Tuvo que forzar mucho los ojos, pues la luz era escasa; el cielo se estaba ennegreciendo, la estrella matutina aún emitiendo una luz apocalíptica de mal agüero. Pero lo peor era que conforme se acercaba al pueblo, un polvo de cenizas parecía flotar en el ambiente. Olía a quemado, pero que él supiese, nada ardía. Sin embargo, al llegar al centro del pueblo, comprendió lo que sucedía. Tiró con fuerza de las riendas del caballo, que se encabritó. Y no le extrañó, puesto que él también estaba aterrado. En medio de la plaza, un enorme dragón, verde esmeralda, echaba humo por la nariz, lo que causaba aquel humo tan peculiar. Leonardo echó un vistazo a su alrededor y descubrió a su madre muy cerca de él, que lo miraba, aterrada. Apartó la vista de él con premura, pero era demasiado tarde. Toda la gente que allí había congregada enmudeció mientras una mujer de una tez muy pálida y ropajes bordados en oro y plata, con una mano acariciando las escamas del dragón, descendió los escalones de la plaza hasta llegar a él. Leonardo no retrocedió. Se irguió y demostró una valentía que apenas sentía.
—¿Quién sois vos? —su voz sonó muy segura. Esto lo reconfortó.
La mujer sonrió, cogiéndole la cara entre las manos. Tan de cerca Leonardo apreció que su piel, más que blanca, era de un color azulado. Aquella mujer debía de ser de muy alta cuna.
—Eso no os incumbe, chico. Solo debéis saber que vais a veniros conmigo.
—No iré con vos a no ser que me digáis qué queréis o quién sois —y para demostrar que iba en serio, tocó la empuñadura de la espada que le colgaba del cinto.
—Está bien, como deseéis. No quería decirlo delante de todo el mundo, pero vos lo habéis querido —sonrió como una bruja antes de soltar de golpe—: Vos, joven muchacho, sois mi hijo, y yo soy la bruja de las montañas. Así que vendréis conmigo sin rechistar.
Leonardo se quedó de piedra. Había oído muchas leyendas, contadas por bardos, de la cruel bruja de las montañas y su temible dragón, que aparentaba estar tranquilo en ese momento. Pero eso era imposible, ella no existía, eran todo cuentos para asustar a los niños, y desde luego, él no era su…
De pronto sintió una mano aferrándole el brazo. Era su madre, con los ojos empañados en lágrimas.
—Madre…
—Es cierto, hijo. Ella es tu verdadera madre. Ha vuelto a por ti. Un día, tu padre te trajo envuelto en una manta. Que eras un bebé abandonado, dijo. Más tarde me contó que había debilitado a la bruja de las montañas, y que algún día querría venganza. Pero nunca imaginé… Se echó a llorar.
Una furia terrible recorrió a Leonardo. Encolerizado con aquella bruja, desenvainó su espada. La desconocida solo rio.
—Adelante. Enfrentaos a mí.
Leonardo se abalanzó sobre ella, lanzándole estocada tras estocada, pero la bruja se defendía de sus ataques con hechizos, siempre defendiéndose, nunca atacándolo, y Leonardo pronto estuvo agotado. Pero no iba a rendirse; no se marcharía con ella, acabaría con su vida por todos sus crímenes cometidos. Si aquella táctica no daba resultado, emplearía otra. Así, bajó la espada, la envainó y se postró de rodillas delante de ella, ante el asombro del populacho.
—Mi señora, vos ganáis. Me rindo. Iré con vos gustosamente.
Ella alzó las cejas, impresionada, y le tendió la mano. Atravesaron la plaza y se acercaron al dragón. Leonardo vio, entonces, que la bruja se dirigía hacia un pequeño carruaje, atado a la bestia. Se acercó a ella todo lo que pudo; era su oportunidad. Antes de que la mujer pudiera abrir siquiera la portezuela de la cabina, le clavó un puñal en la espalda, hundiéndoselo hasta la empuñadura. Pero antes de morir, la bruja se giró y, con su último aliento, le lanzó una maldición.
Leonardo se llevó las manos a la garganta, asfixiándose. El rostro se le amorató, y, cuando su familia y amigos acudieron a socorrerlo, no pudieron hacer nada por él. Ya estaba muerto.
El dragón se alzó con un tremendo rugido y comenzó a sobrevolar la plaza en círculos.

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Titulo: En sus pupilas

Autor: Adela Martín Rodrigo

Centro docente: IES La Estrella

En sus brillantes pupilas, mi rostro se ve borroso, oscuro. Pero el miedo que hay pintado en él es perfectamente distinguible. Casi palpable.
Sé que apesto a terror. Y sé que él lo huele. Igual que sé, y él también sabe, que mi vida terminará hoy, aquí y ahora, y que estos momentos de pánico son los últimos. Pronto, solo quedará mi cuerpo destrozado, y mi recuerdo en las mentes de aquellos que me conocieron. Espero que por lo menos sea un buen recuerdo, aunque no las tengo todas conmigo.
He escuchado en cientos de ocasiones que, antes de morir, la vida de uno desfila ante sus ojos. Aguardo pacientemente a que eso suceda, pero la película de mi existencia no se reproduce. Ante mí solo están esas pupilas oscuras rodeadas de color en las que me veo reflejado como nunca antes me he visto. Y en mi mente hay un solo pensamiento: me arrepiento.
Me arrepiento de muchas cosas. Cada arrepentimiento es una astilla, una marca incandescente en lo más hondo de mi ser.
Mi visión está borrosa. Los negros ojos son solo manchas oscuras frente a mí. Vuelve a enfocarse, pero lo que distingo no es a aquel que acabará conmigo, sino a mí mismo. De nuevo, no soy capaz de ver más que formas de bordes diluidos. Enfoco otra vez. Ante mí, los ojos de mi futuro asesino, y en ellos, mis ojos.
Me sudan las manos. Me tiemblan. Las tengo en los costados, apretadas en puños, las uñas clavadas en las palmas, dejando marcas que nada serán comparadas con las heridas que pronto surcarán mi cuerpo. Es entonces cuando una caricia, sutil como el viento de verano, se desliza por mis nudillos. Sé que estoy llorando. Los recuerdos me envuelven. Estoy ante la muerte, y al mismo tiempo estoy ante todo lo que lamento no haber hecho, ante lo que lamento que nunca haré. No es la película de mi vida. Es la película de la vida que no viví.
Lamento no haber aceptado esa propuesta. Me arrepiento de no haber explicado lo que sentía. Duele el no haber sido capaz de mostrar honestidad. Pero ante todo, un recuerdo predomina. Unas palabras que se atascaron en mi garganta. Lo que nunca dije. Lo que ya nunca diré.
Si algo me perseguirá por el resto de la eternidad, si hay alguna eternidad de la que puedo esperar algo, es eso. Si pudiera volver al pasado. Si pudiera esquivar a la muerte. Si…
Un sentimiento se alza por encima de los demás. Es doloroso. Es real. Es desesperación. No se puede retroceder en el tiempo, no se puede rehacer lo ya hecho, no se puede vivir en una jaula de recuerdos, pero, mientras se viva, se pueden cambiar las cosas.
Solo que yo voy a morir.
Todo mi cuerpo tiembla. Estoy lleno a rebosar de sentimientos. Se derraman por todos mis poros. Inundan el ambiente con su olor.
Mi reflejo me devuelve la mirada. Las negras pupilas no se separan de mí. Ya nada importa, y, al mismo tiempo, todo lo hace. Todo y nada cruza mi mente. ¿A qué debería dedicar mi último pensamiento? ¿A quién?
Tiemblo, lloro, sonrío, no grito, mi interior brama. Los recuerdos se difuminan, se mezclan en un torbellino. No estoy viendo pasar la vida por delante de mis ojos, pero todos los sentimientos que he experimentado me embisten a la vez, y eso se parece mucho. Supongo que mis últimos momentos se podrán describir como intensos.
Respiro hondo.
No sucede nada.

El tigre, después de una última mirada, se retira. Ya no veo mi reflejo. Los espejos de sus pupilas están lejos. Supongo que, después de todo, estos no serán mis últimos momentos. Hay tanto por hacer…

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Titulo: El poema del corsario

Autor: Diego Amador Gallardo

Centro docente: IES Antonio Serna Serna (Albatera)

¿Quién le da voz a las reflexiones de un moribundo? ¿Quién sino él?
En tales cavilaciones se hallaba Bernard de Lussan, aguardando la llegada de los guardias que lo conducirían al lugar de la ejecución. El corsario se consideraba a sí mismo un apátrida, y había sido declarado culpable por numerosos homicidios y saqueos a diversos navíos de la corona francesa, con notable éxito durante décadas. Sin embargo, sus medios habían quedado obsoletos, y las velas de su galeón nada habían podido hacer contra las poderosas embarcaciones que, alimentadas por carbón, tenían como objetivo acabar con los últimos reductos de piratería en las colonias. El capitán continuaba con sus reflexiones cuando abrieron la celda, y antes de que pudiera reaccionar, dos soldados lo forzaron a caminar hacia el lugar donde se encontraría con su destino. Las miradas reprobadoras de los asistentes curiosos lo juzgaban sin piedad. Algunos incluso se atrevían a escupirle, pero él no se inmutó, su mente se encontraba muy lejos de allí. Podía vislumbrar con una exactitud asombrosa el rincón de la celda donde había dejado su manuscrito. Se maldijo una vez más. Había estado redactándolo durante sus largas horas de cautiverio, en un deteriorado pergamino que había conseguido esconder en su bolsillo y que, como él, comenzaba a quedar obsoleto en un nuevo mundo emergente donde lo hecho a mano cada vez tenía menos valor.
Recordó la estrofa que daba final a su obra, y la recitó una y otra vez hasta que el tacto frío de la hoja recién afilada segó su voz.

A los tres días de la ejecución, mientras realizaba la guardia rutinaria por las celdas de los presos, uno de los soldados que había acompañado al capitán a la guillotina se detuvo al pasar por la celda donde este había estado recluido, pues le pareció ver un pergamino desgastado y perjudicado a causa de la humedad en una esquina de la misma. Se extrañó. Los presos no tenían permitido introducir ninguna pertenencia, y si pudiesen hacerlo, lo último que llevarían encima sería un pergamino, ¡Si ni él mismo sabía escribir! Se acercó, curioso, y tomó el manuscrito con un cuidado impropio de su profesión, pues aunque nunca lo diría en alto, llegó a sentir interés por aquel extraño pirata. Había escuchado lo que se decía de él, y le inspiraba temor y admiración a partes iguales. Tuvo ante sí a uno de los últimos ejemplares de una especie ya casi extinta, y ahora tenía en sus manos lo que probablemente fuesen sus últimas reflexiones antes de ser ejecutado. Aunque su obligación era destruir todas las pertenencias de los condenados a muerte, un instinto profundo y primitivo le impulsó a guardar tan valioso documento, así que lo escondió en el sótano de su hogar, tras una pared falsa donde guardaba sus posesiones más preciadas. De forma inconsciente él sabía que los versos esbozados sobre ese pergamino tenían un significado poderoso, y aunque no fuese capaz de entenderlo, parte del alma del corsario aún vivía en estos.
Décadas después, en tiempos de la Gran Guerra, un bombardeo alemán dejó en los cimientos la ya maltrecha vivienda donde antaño residió el soldado.
Prácticamente nada en su hogar sobrevivió al ataque, y meses después los soldados franceses se adentraron en los restos con el objetivo de encontrar algo de valor, hallando tan solo un mal conservado pergamino que, sorprendentemente, era completamente legible. El teniente del pelotón, Albert de Lussan, no vaciló y, para levantar la moral de sus agotados combatientes, leyó el poema con creciente asombro mientras comprendía la naturaleza de este:

«Dirijo mi reflexión a quién de tanto he oído hablar
en el mar que ayer fue mío, pensé en tu cielo, el cuál esquivo
y hallando versículos varios de poder y de dominio
considero necesario sincerarme ante tu altar.

Sé que real fue aquel lucero que me guió en la oscuridad
como reales fueron las velas que el libre viento hizo agitar
mas de que tú vivas no hay pruebas, lo cuál prueba mi verdad
no lloraré rezos ni salmos, no va conmigo suplicar.

¿Y qué hice mal, mi buen señor
no era mi menester acaso disponer de salvación?
La causa que abracé fue eterna, triste, y quizá incierta,
también yerma, como la tierra por la que lucha cada nación
y que ignorando el que no tiene dueño, venden luego al mejor postor.

Bendita insolencia la que nos movía, a mí y a mi tripulación.
Su dominio fue infinito, y su resistencia tal
que desde Jamaica hasta Orleans
mi caminar fue, y jamás en vida contemplé
corsarios más gallardos que los que a mi lado vi remar.

Mas es escaso el palpitar tembloroso en mi pecho, y pronto cesará
a la palestra me dirigen aquellos a quienes vencí
y no sufrí al conocer mi castigo, es más, reí
si como bien dijo Espronceda, colgaré de alguna antena
quizá en su propio navío, al que hoy me condena a mí.

Y doquiera que mi alma se dirija, iré tras ella
buscando la infinita dicha que se me prohibió vislumbrar.
y vive Dios que lucharé ¡Rayos y centellas!,
aunque el tiempo ahogue mis gestas y las haga olvidar.

Y haré ver que mi existencia, aunque convulsa, fue existencia
pues en mil años no se hablará de otro desgraciado más feroz
fui el más oculto de tus miedos, y en el desván de tus temores
aún lustros después de muerto, se seguirá escuchando mi voz.»

Atónito, Albert observó la firma del poema, y en una metáfora sublime dejó caer su fusil para poder sostener el frágil manuscrito con ambas manos.
El abajo firmante no era otro que su bisabuelo, Bernard de Lussan.

¿Obró la mano divina a la que Bernard despreciaba en favor de su obra?
Escépticos como yo lo negarían sin dudarlo, de no ser por el hecho de que ahora mismo, de algún modo, su poema ha llegado a este concurso, y al leerlo, él vive, como viven sus gestas…

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Titulo: ¿Dónde quedó el amor?

Autor: Laia Malo Castro

Centro docente: Montessori Palau

Noto como un fuerte dolor atraviesa mi estómago, dejándome sin aire. Inconscientemente mi cuerpo se dobla en dos, profiriendo un débil alarido de dolor.
Me llevo las manos a la zona dolorida mientras alzo la cabeza. Ante mí se alza el rostro de un desconocido. Sus ojos azules se muestran inquisitivos, y su boca está formando un rictus de preocupación. Su entrecejo fruncido tampoco ayuda mucho a suavizar sus facciones.
—¿Te encuentras bien?
—La próxima vez podrías tener más cuidado.
Las palabras no terminan de salir de mi boca cuando le paso el balón que instantes antes impactaba contra mi estómago. Lo veo agarrarlo con facilidad, sin apartar esos claros ojos de los míos. Entonces caigo en la cuenta de que yo también me encuentro hipnotizada mirándolo sin ningún reparo. Me obligo a apartar los ojos de, aunque aún no lo sé, mi futuro marido.

Siento un fuerte impacto contra mi cabeza, haciéndola rebotar con violencia hacia atrás. Noto un escozor ascendiendo por la mejilla, y el metálico e inconfundible gusto a sangre inunda por completo mi boca.
Toco la zona herida con las manos, mientras intento no reír. A mi lado, mi marido también muestra una mueca extraña en el rostro, delatando su intento de ocultar la sonrisa. Miro la farola con la que me acabo de golpear y, a pesar de que el dolor aún persiste, no puedo evitar lanzar una carcajada.
—Deberías andar con más cuidado. Las farolas no se van a apartar, tienes que hacerlo tú. – entonces mi marido sí que se pone a reír sin tapujo alguno.
—Ja, ja, muy gracioso.
Le muestro una sonrisa ladeada e irónica, puesto que los dos sabemos que parte de la culpa de que me haya golpeado también es suya. Yo sola no me hubiese golpeado si no hubiese estado más pendiente de mi acompañante que del camino. Veo como mi marido alarga la mano para acariciar mi mejilla, en la que ya se insinúa un moratón. Me aparto levemente al notar como una ola de dolor me atraviesa la mandíbula.
—Ven, vamos a ponerle hielo a eso.
Agarro con gusto la mano que me tiende, agradecida por tener un hombre que me cuide tanto.

Mi pierna cruje tras el fuerte golpe. Caigo inmediatamente tras prescindir del apoyo de una de mis extremidades. Mi cuerpo golpea con fuerza el suelo, pero el dolor no llega a mí; me quedo enfrascada en el sonido de mi hueso crujiendo tras romperse.

—¿Pero cómo puedes ser tan torpe?
No me molesto en contestar a mi marido, solo me concentro en absorber el olor que deja su piel, para intentar no centrarme en el persistente dolor de mi pierna. Me gusta estar en brazos de mi marido, su amplia espalda sujeta a la perfección mi peso, y sus fuertes brazos agarran con seguridad mis piernas. Apoyo mi cabeza en el hueco entre su cuello y sus hombros, y descanso mientras escucho los latidos de su corazón. Es relajante oír esa monótona melodía, me distrae hasta que llegamos al hospital.

Los siguientes golpes llegan seguidos. Patadas, puñetazos, bofetadas. Ya ni siquiera trato de defenderme, la experiencia me ha demostrado que es peor. Sitúo los brazos sobre mi cabeza, tratando de proteger como puedo esa zona. El dolor acude a mí con cada golpe que recibo, aunque intento aguantar todo lo que puedo.
Cuando por fin deja de golpearme, respiro tranquila, pero con tan solo esa simple acción, todos mis huesos se quejan. Ahora, tirada en el suelo con todo el cuerpo dolorido, me pregunto dónde quedó el amor.

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Titulo: Historia de un mendigo

Autor: María Sánchez Vicen

Centro docente: Agora Sant Cugat

Con las primeras luces del alba, un hombre vestido completamente de negro recorre con paso cansado una callejuela silenciosa y muy empinada. Gruñe y maldice su mala suerte. Se siente exhausto, cada día que pasa es más consciente de su edad. Cuando llega a su destino, el sol comienza a salir y los primeros rayos iluminan las hojas de los árboles todavía cubiertas de escarcha. Se detiene a admirar el paisaje, siempre le sorprende su belleza. Pero hoy ni la naturaleza le reconforta, le perturba su obra inacabada. Cree que la visión, fuerza y entrega que le guiaba en sus anteriores proyectos ha desaparecido para siempre.
Los obreros comienzan a llegar y el silencio se rompe con sus voces. Con desagrado recuerda que tiene una reunión con el Conde Güell. El Conde, como siempre, está alterado, los atentados recientes le preocupan y exige saber si alguno de sus obreros es anarquista. Al hombre de negro le resulta irrelevante la ideología de sus trabajadores, sólo puede pensar en que ha perdido la inspiración y que no sabe cómo continuar su obra. Al igual que en todas sus reuniones, terminan discutiendo.
Exasperado y abrumado busca un lugar tranquilo donde recobrar la paz. Entre las encinas y pinos encuentra un sencillo banco de piedra y madera donde se sienta. Sólo oye el sonido de las ramas movidas por la brisa. Saca un carboncillo y una libreta y comienza a dibujar. Ejerce tanta presión que lo parte por la mitad. El sonoro chasquido reverbera en el silencio.
Cuando el hombre de negro, enfadado, levanta la vista del papel descubre entre la maleza enmarañada a un viejo, desastrado, sucio y harapiento que le contempla fijamente. El mendigo comienza a hablar.
– Aunque Usted me vea así, hace unos años, era un joven despreocupado. Vivía en una de las mejores zonas de Barcelona, rodeado de lujos. Tenía una mujer bellísima, Beatriz, que en su vientre llevaba a mi heredero. Adoraba las fiestas, ir al Liceo y, sobre todo, jugar en el Casino. No había día que no apostara jugando a las cartas. Una noche, uno de mis amigos me invitó a una cena para caballeros en su casa. Como teníamos por costumbre, después de una copiosa comida, comenzamos una partida de naipes. Esa noche no tenía demasiada suerte e iba perdiendo una pequeña fortuna. Noté que un anciano me contemplaba con desagrado y, con tono gélido, le pregunté si quería algo.
El anciano se me acercó y se presentó:
—No me conoces, soy Andreu Amella y fui socio de tu padre. Veo que gastas el dinero muy alegremente
—No es de su incumbencia lo que yo hago con mi dinero- repliqué.
El anciano me miró fijamente y me dijo:
—Tu padre y yo, hace muchísimos años, éramos socios, pero nuestra fábrica no iba demasiado bien. Alguien le habló a tu padre de un negocio muy lucrativo. Cuando me lo contó, me negué rotundamente a participar. Quería fletar un barco, cargarlo con telas, alcohol y fusiles para ir a la costa centroafricana y allí intercambiar esta mercancía por esclavos. Después, llevarlos a Cuba para venderlos a los grandes terratenientes que siempre necesitan mano de obra para trabajar en las explotaciones de caña de azúcar. Tu padre se metió en este negocio y dejamos de ser socios. Él se hizo rico y yo no.
Respiró profundamente, me miró con enorme desprecio y concluyó:
—Así que, querido joven, ahora sabes de dónde viene ese dinero que derrochas tan alegremente.
Me quedé sin palabras. Estaba horrorizado. Nunca me habría podido imaginar que mi padre fuera capaz de comerciar con seres humanos, aunque, realmente nunca me pregunté cómo mi familia se había enriquecido tan rápidamente.
Abandoné la fiesta y pedí a mi chofer que me llevara lo más rápidamente posible a mi casa. Necesitaba abrazar a mi mujer. A medida que nos acercábamos, vislumbré un reflejo anaranjado que iluminaba la noche y noté un intenso olor a quemado. Ahogué un grito, mi casa estaba en llamas.
El fuego consumió mi hogar a una velocidad vertiginosa y todo lo que yo amaba desapareció en un instante. Perdí a Beatriz, a mi hijo no nacido y descubrí que mi padre había traficado con personas.
Aquejado por el dolor, la tristeza y los remordimientos, repartí entre los pobres toda mi herencia y me juré no volver a tocar el dinero. El dinero siempre está manchado de sangre porque para que alguien lo gane otro ser humano ha de ser explotado.
Al acabar la historia, el mendigo, se levanta y, sin decir una palabra más, se va.
Gaudí, que así se llama el hombre de negro, está impactado y, lentamente, comienza a imaginar cómo será su obra. Construirá un parque que rinda tributo a la naturaleza, sin someterse a los intereses económicos de todos aquellos burgueses que lo único que buscan es enriquecerse a cualquier precio.
Nunca más volvió a ver al mendigo

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