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Euforia, de Elin Cullhed - Zenda
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Euforia, de Elin Cullhed

Embarazada de su segundo hijo, Sylvia Plath se embarca, junto a su marido Ted Hughes, en el bucólico proyecto de renovar una antigua rectoría en el campo donde criar a sus pequeños. La vida para Sylvia es idílica en apariencia, pero su gran deseo de escribir se ve frustrado por las obligaciones de madre y...

Embarazada de su segundo hijo, Sylvia Plath se embarca, junto a su marido Ted Hughes, en el bucólico proyecto de renovar una antigua rectoría en el campo donde criar a sus pequeños. La vida para Sylvia es idílica en apariencia, pero su gran deseo de escribir se ve frustrado por las obligaciones de madre y esposa. Completamente prisionera de su amor por Ted, cuando este la abandona para huir con su amante, Sylvia comenzará a escribir frenéticamente en un estado de dolor, fiebre y euforia que abrirá la etapa de mayor esplendor artístico de la poeta, haciendo que su nombre pase a la historia. Euforia (editorial Navona), de Elin Cullhed, le ha valido el prestigioso August Prize y el reconocimiento del mundo editorial europeo.

Zenda adelanta las primeras páginas del libro.

***

7 de diciembre de 1962, Devon

7 RAZONES PARA NO MORIR:

1. La piel. No volver a sentir jamás la piel de mi amado hijo Nicholas, cuando hace el payaso en la cama y le rozo la espalda con la nariz. Frieda, que necesita que le hagan cosquillas para sentirse viva y se tranquiliza con una carcajada que después la purifica. Mi piel forcejea con la suya y sabe que seremos siempre la misma carne por los siglos de los siglos amén. Oh, no volver a sentir jamás sus palpitantes pulsos que nacieron de mí. Nunca podré dejar de vivir para ellos, por mucha piel de Ted que posean, esa piel de serpiente que abre sus fauces y aprisiona la presa entera en su boca hasta que te ahoga.

2. El tiempo. Quiero ver crecer a mis hijos y limpiarles las rodillas mientras aprenden a montar en bicicleta; quiero desatarme el nudo del cuello y reírme de él a la cara (solo porque las serpientes son patológicamente egocéntricas) cuando busca la siguiente presa y yo estoy ocupada viviendo. Quiero chupar una piruleta y sentir que el azúcar y el tiempo se disuelven en mi interior; quiero despertarme un día de verano, tener una taza de café en la mano y ponerme a escribir como alma que lleva el diablo hasta que el tiempo se detenga y esté protegida, fluctúe como el agua del mar y me perdone. Tiempo, quiero que me perdones. También deseo sentir cómo el tiempo consigue que todo sea jodidamente perdonable; cómo logra que las fresas vuelvan a caer produciendo ese sonidito, «plaf» (aunque la muerte esté tan cerca y lo que sigue sea la descomposición); cómo hace que la gente se despierte de nuevo sobre sus almohadas y finja una vez más que todo está bien. Dios, ahora me siento tan bien…; ahora que voy a morir. Veo todo con mucha más claridad que antes. Siempre viviré para morir; es como la heroína, como el furor de ver a un antiguo amor perder todo el oxígeno porque ha consumido por completo el aire que rodeaba su armadura. La piel de serpiente muda; la piel palidece como un trapo olvidado en una playa británica. Yo, en cambio, prefiero la inmolación: estoy convencida de la superioridad del fuego como metáfora de mi propia vida. Oh, el fuego que no puede recibirse con los brazos abiertos. Oh, alerta, porque el fuego ha alcanzado la escritura de un hombre vivito y coleando que él confunde con material para el premio Nobel. Digo: el futuro me recordará. Así que no he de ser piel, tiempo ni principios de los sesenta, porque el tiempo se transformará en mí sin que yo tenga que hacer nada. Prístino, como una palabra sublime en una resplandeciente página de poesía. Ted dejará las páginas de mi libro impolutas, igual que he hecho yo con su horrible camisa. Se marchitará como la manzana del paraíso en el lodo otoñal. Una de las manzanas silvestres japonesas que tenemos aquí.

3. No volver a follar ni a sentir el calor de la estaca mientras se abre camino por mi carne, me convierte en animal y me anula. No tendría que morir si alguien quisiera follarme todos los días, ja, ja. No citéis esa frase, pero sentíos libres de enseñársela a mi madre, el ser humano menos follado de la historia (y, por lo tanto, rancia, reseca y banal; mirar a través de ella es como mirar a través de un vaso de agua; mi madre es un vaso de agua, necesario para la supervivencia pero profundamente aburrido y sosamente predecible; me ha hecho ser desdeñosa respecto a la muerte y odiar a las mujeres, cuando son precisamente ellas las que podrían ayudarme; me ha hecho sentir como si no necesitara agua, como si estuviera más allá del agua, no soy una criatura que necesite agua, no soy un mamífero, estoy por encima de ti que tienes una sed mortal, odio el agua, ¡prescindid de mi vaso de agua diario!).

4. CONCEDÉRSELO. Concederle que he muerto y que todas sus profecías eran ciertas. «Sería más fácil si estuvieses muerta», como me dijo entre dientes el pasado verano con el fin de armarse de valor para dejarme. «Tú y tu rayo de muerte, anhelas la muerte de un modo especial», y me gruñó diciendo que yo lo mataba todo. No quiero concedérselo. Quiero estar de pie en el centro del círculo, y brillar y vivir. Si no lo hago yo en mi vida, ¿quién lo hará entonces? No quiero regalarle la historia de mi vida y que él declare: «Sí, niños, vuestra madre era una persona especial, no siempre estaba bien, amaba la vida cuando fluía hacia ella como el oro, pero la vida también tiene aristas afiladas, frialdad y bacterias en marzo, y se rompe. Tenemos que honrar su memoria, niños, debemos contar sus historias y todos los años, cuando florezcan los narcisos, podremos coger un ramo en su honor. La voz de vuestra madre, Sylvia, era profunda y fuerte, pero nunca consiguió abandonar su cuerpo e imprimirse en el papel, por eso ansiaba desesperadamente apagar su cuerpo y dejar que fuera su espíritu el que siguiese adelante. Lo que ha escrito para la posteridad tenía más valor para ella que su vida con nosotros». Bla, bla, bla. ¡Que le jodan! No quiero darle los mejores años de mi vida. Para que Olwyn, su hermana mayor, se quede ahí de pie con sus piernas de hierro y los brazos cruzados, y afirme: «Oh, sí, lo he dicho desde la primera vez que la vi, no llegarás lejos con esa mujer, Ted. Su frágil fortaleza, ese velo de duelo que le cruzaba la cara y que desaparecía con tanta facilidad con el uso del sarcasmo, que hacía temblar todo su ser, y que convertía una gran sonrisa en una simple mueca. Una pequeña diabla, Ted, un bomboncito, una norteamericana débil con el corazón recubierto de celofán. La poseerás un tiempo, después se derretirá como el azúcar bajo la lluvia. ¡Créeme!». Y él escuchaba a su hermana, se venía arriba y pensaba: «Sí, fui un tonto por intentar amarla, porque no podía ser amada». Cuando la realidad es que en su casa no hay espacio para el amor. Su hogar, de donde viene, donde trabajas, sonríes y resistes, ese lugar en el que los sentidos, la estética y el modo en el que interactúas NO IMPORTAN. En su casa no hay cultura de ningún tipo, no hay nada noble, no hay refinamiento alguno; allí eres chabacano y grosero, y tienes malos modales. ¿Cómo voy a tener yo la culpa de ser alguien que podría amar y ser preciosa, y que entró en esta casa, su hogar, en su Inglaterra, en esta cruda herencia de carbón y ropa sucia? Quería dar lo que tenía, mi ingenio, mi conocimiento, mi don para las palabras y las cosas que veía. Observaciones. Pero mira: el mundo no quiere chicas bonitas y trabajadoras hechas de oro. El mundo no las soporta. El mundo quiere muchachas duras y retorcidas como Olwyn, el tipo de mujer a la que los hombres no aman, que han venido al mundo para abrirse su propio camino, mujeres europeas de la posguerra que saben lo que significa cavar, pero que desconocen el refinamiento intelectual, y la experiencia de enseñar a muchachas en la Smith, y escribir poemas increíblemente geniales en su tiempo libre. Sienten celos, ¡madre mía, los celos que sienten de alguien como yo!, y aun así son las que llegan a la cima, las triunfadoras en la vida, aunque no soporten lidiar con un hombre, con los niños, y continuar con el linaje real, abrirse de piernas de par en par en la cama y expulsar al mundo un magma reluciente. Olwyn nunca sacrificará una mierda porque jamás se quemará. Se quedará ahí de pie y sonreirá, se aguantará la sonrisa y aguantará, y dejará que la vida le pase por encima hasta que se muera. Nunca va a dar un paso al frente de su propia vida para reformularla, dictarla, moldearla en maravillosas formas, proveerla de criaturas nuevas. Por lo tanto, consigue evitar sentir que el mundo no soporta su fortaleza, su demoledora belleza, su genio. Se reirá de mi muerte, suspirará con mi muerte y envidiará mi muerte porque ¡nunca será tan valiente!

5. El océano y las rocas. Caminar bajo la luz pura una tarde en Winthrop y recoger piedras para mi padre, tener siete años y sentir que la naturaleza que encuentro para él nos une con más firmeza que cualquier otra cosa en el mundo. Los misterios que le regalo los descubriremos nosotros y los cultivaremos con cuidado, como si fuesen los secretos del corazón. El océano me acaricia las piernas bronceadas, y bajo el calor desprende un olor feroz a sal y a algas mojadas, y él me invita a dar un paseo para buscar las conchas más bonitas, las piedras más suaves, de las que más tarde me contará algo. La playa y mi padre, el océano, su eternidad. Quiero a mi padre. Sé que nací de él, que me dio el misterio y la palabra: sinceridad. Cuando he regresado a Winthrop, he dejado de percibir la grandeza de las playas y el océano me aburre; sé que tengo otras tareas aguardándome. Creo que redescubriré la calma y el brillo de la infancia, pero el resultado es simplemente que veo a través de ella y que la traiciono con mis nuevos ojos. Así que quizás esta no sea una razón para vivir. Aunque mis hijos amaran el océano tanto como yo, nunca conocerán a mi padre, su abuelo; nunca dispondrán de sus enormes manos para posar pequeñas piedras redondas. Es, y no es, una razón para vivir, mi padre. Quiero cuidar su recuerdo, defenderlo y dejar que mi cuerpo sea transportado hasta el final de los tiempos como si fuese el ancla de su barco naufragado. Pero también quiero evitar ver el océano, las rocas, las conchas convertidas en fantasmas. Y sentir el traqueteo de la muerte rondándome el cuello.

6. Frieda, ay, Frieda.

7. Nicholas.

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Autor: Elin Cullhed. Traductora: Ainize Salaberri. TítuloLos sueños asequibles de Josefina JaramaEditorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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