Tan solo diez relatos, de entre los 1045 presentados a concurso —una cifra de récord dentro de nuestros concursos de narrativa—, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos de ciencia ficción #Historiasdelfuturo, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, será anunciado el viernes 2 de diciembre. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
***
HUMANO 001
Laura Vizcay Nespral
DÍA 456 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 131]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 0]
[Observaciones: 0]
DÍA 457 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 129,1]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 0]
[Observaciones: T27 encuentra a T12 y ambos intercambian información sobre la búsqueda de vida en el planeta. 0 vidas encontradas por ambos terminales. T12 y T27 se separan]
DÍA 458 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 97,9]
[Vida vegetal: 1]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 0]
[Observaciones: T27 encuentra planta herbácea. Altura 29,5 cm. Tallo verde oscuro, flor de pétalos rojos]
[Identificación:
Nombre común: Amapola, Amapola silvestre
Nombre científico: Papaver rhoeas]
[Usos: beneficiosa pero no esencial para supervivencia humana o animal]
[Acción: regar con 2,1 mililitros cúbicos de fertilizante y abandonar]
DÍA 459 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 145]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 0]
[Observaciones: 0]
DÍA 460 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 122]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 1]
[Observaciones: T27 encuentra a ser humano. Altura 168 centímetros. Sexo femenino. Edad 15,4 años solares. Heridas 0. Quemaduras 0. Estado físico general bueno. Necesidades físicas: frío, sed y hambre. Registro de conversación para análisis posterior:]
T27: Saludos. Soy Terminal 27, abreviado en T27, programado para la búsqueda de vida en la Tierra.
Humano 001: [Silencio]
T27: Saludos. Soy Terminal 27, abreviado en T27, programado para la búsqueda de vida en la Tierra.
Humano 001: Ya te he oído, máquina escacharrada.
[Error 088 por cambio de nombre. Análisis del nombre “máquina escacharrada”: negativo]
T27: He de asegurar tu supervivencia, Humano 001.
Humano 001: [Ríe] A no ser que tengas algo de comida debajo de esas placas metálicas, creo que yo misma me aseguraré mi supervivencia, muchas gracias.
[Humano 001 echa a andar. Acción: ir tras humano]
Humano 001: ¡Eh! Déjame en paz, pedazo de chatarra.
[T27 ofrece a humano: 1 comprimido de H2O purificada al 98% y 1 comprimido de vitaminas A, C, D, E, K, B1 y B2]
Humano 001: ¿Esto es… lo que creo que es?
[Humano 001 ingiere comprimidos]
Humano 001: No eres tan inútil como pensaba.
T27: Gracias.
Humano 001: ¿Cuántos comprimidos tienes ahí dentro?
T27: 2 de H2O y 1 alimentario. T27 encontró 1 comprimido de H2O en el armario de un baño de una casa privada y encontró 1 de H2O y 1 alimentario en el bolsillo de un hombre de 26 años con una bala de calibre 9 milímetros alojada en el cerebro.
Humano 001: Guay. Tendrán que durarnos hasta que encontremos más.
[Humano 001 echa a andar]
Humano 001: Puedes venir conmigo, supongo. Me llamo Sara.
[Humano 001 renombrado como: Sara]
[Fin de registro de conversación]
[Nueva prioridad: mantener a Sara con vida]
DÍA 461 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 15,6]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 1 (Sara). Estado general de salud bueno]
[Agua: charco de color verde, no purificado. T27 la purifica solo en un 86%. No apta para consumo humano]
[Comida: en el interior de un búnker, T27 y Sara encuentran una lata de atún. Análisis de comestibilidad general y bacterias presentes: apto para consumo humano. Sara ingiere su contenido]
[Medicamentos: 0]
[Registro de conversación para análisis posterior:]
Sara: ¿Qué clase de nombre es T27?
T27: T27 es mi número de serie.
Sara: Te llamaré… Tito, así se llamaba nuestro gato. ¿Te gusta?
[Error 088 por cambio de nombre. Análisis del nombre “Tito”: positivo. Acción: cambio de nombre del terminal]
Tito: Afirmativo.
Sara: [Sonríe] Ojalá te hubiéramos encontrado antes. Dime, ¿a cuántas personas has encontrado?
Tito: Tú eres la primera.
Sara: [Breve silencio] ¿La primera?
Tito: Afirmativo. Calculo la mortalidad de la raza humana tras el incidente en un 99,9%.
Sara: [Silencio] ¿Y cuál exactamente es tu plan para mantenerme con vida?
Tito: Debemos encontrar agua y alimentos en un máximo de 70 horas, o empezarás a sufrir síntomas de deshidratación.
Sara: Ya, pero, ¿y después? Pensé que… que habría algún búnker o algo así, lleno de supervivientes, donde protegerse de la radiación.
Tito: Negativo.
Sara: [Silencio]
Tito: Previamente mencionaste a tu progenitora. ¿Dónde está?
Sara: ¿Mi madre? [Silencio] Ya no está.
[Fin de registro de conversación]
DÍA 462 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 4]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 1 (Sara). Estado general de salud preocupante. Síntomas: debilidad, náuseas, deshidratación, fiebre (37,8 grados centígrados). Diagnóstico: posible envenenamiento por radiación presente en el aire]
[Agua: 0. Tito ofrece a Sara: 1 comprimido de H2O purificada al 96% y 1 comprimido de vitaminas A, C, D, E, K, B1 y B2]
[Comida: 0]
[Medicamentos: 0]
[Observaciones: comprimidos de vitaminas A, C, D, E, K, B1 y B2 agotados]
DÍA 463 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 0]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 1 (Sara). Estado general de salud extremadamente preocupante. Síntomas de radiación empeoran]
[Agua: 0]
[Comida: 0]
[Medicamentos: 0]
DÍA 464 DESDE INCIDENTE
[Registro de conversación para análisis posterior:]
Sara: Tito, tienes cara de preocupación.
Tito: Eso es físicamente imposible. Los terminales como yo no estamos diseñados para mostrar emociones mediante…
Sara: Ya lo sé, era una forma de hablar. Eres un poco lento, ¿sabes? [Tose] Necesitas pasar más tiempo con humanos. Así que… lo tienes jodido, amigo. [Ríe]
[Observaciones: Sara usa humor negro para enmascarar dolor. Acción: Tito extrae mano retráctil y la coloca sobre su mano. Sara estrecha mano de Tito]
Sara: No te preocupes, encontrarás a más personas, estoy segura.
Tito: Mi misión ahora es salvarte a ti. A nadie más.
Sara: [Sonríe] Gracias por encontrarme.
[Fin de registro de conversación]
DÍA 465 DESDE INCIDENTE
[Misión de Terminal 027 (alias Tito) para la supervivencia de Humano 001 (alias Sara): fallida]
DÍA 466 DESDE INCIDENTE
[Kilómetros recorridos: 111,5]
[Vida vegetal: 0]
[Vida animal: 0]
[Vida humana: 0]
[Observaciones: 0]
***
EL SABOR DE LA LUZ
Víctor Guisado Muñoz
Las ciudades ardían. Mi padre me alzaba con sus brazos hacia el cielo mientras las ciudades ardían. Ese es el recuerdo que domina mi infancia por encima de todos los demás: una multitud de padres elevando a sus vástagos como ofrendas, una muchedumbre de niños en el aire, y yo entre ellos. Y unas pocas naves cromatófagas sobrevolándonos, a pocos metros por encima de nuestras cabezas. Habían regresado a ayudarnos. Nosotros los habíamos expulsado de la Tierra hacía años, sin preguntarles si tenían algún sitio a donde ir, y aun así ellos habían vuelto a salvar a todos los que pudieran. Yo tenía cuatro o, como mucho, cinco años. Mi padre era muy alto y muy fuerte y fue capaz de auparme un poco por encima del resto, a pesar de los empujones, codazos y pisotones. Era la última oportunidad; creo que incluso yo lo entendía. Desde la altura que había logrado gracias a mi progenitor, fui testigo del fin. Recuerdo que lloré mucho. No quería separarme de ellos, a pesar de las ciudades ardiendo, de la ceniza metiéndose en ojos y pulmones y de que la piel me quemara. No quería irme. Había muchos niños y niñas en volandas a mi alrededor, todos llorando a moco tendido, todos gritando. Ninguno quería separarse de sus padres. Y también había bebés, niños recién nacidos. La Humanidad procreando hasta el último momento. Los padres también lloraban. Todos llorábamos, incluso los cromatófagos. Atrás habían quedado las rencillas, el racismo, la rabia, el odio. En aquel momento sólo había desesperación. Olía a sudor, a terror y a súplica. A una multitud de humanos convencionales alzando a sus hijos con la esperanza de que aquellos a quienes antes despreciaban escogieran al suyo. El fuego estaba cada vez más cerca. Los que no fueran escogidos, morirían abrasados. Todo se derrumbaba. Y los cromatófagos no daban abasto, no tenían suficientes brazos para tantos niños, ni suficientes naves. Alguna hubo que estuvo a punto de estrellarse. Agarraban a un niño aquí, a una niña allá, pero aún quedaban muchos; por cada uno que recogían, cientos se quedaban, y el fuego estaba cada vez más cerca, y los monstruos. Yo era muy niño y no entendía bien qué pasaba. Algo había ocurrido en el planeta, en la Tierra entera. Una catástrofe. Una invasión. Algo que nos había cambiado la vida para siempre. Al principio, confieso que fue divertido: se acabó el colegio, se acabó el tener que ir a trabajar. Pudimos estar todos juntos en casa. Papá, mamá y yo. Sin embargo, la felicidad de los días sin colegio duró poco: hubo plagas, inundaciones, el agua no se podía beber. Hambre. Todo es muy confuso en mis recuerdos. Sólo hay una imagen clara: mi padre sosteniéndome en alto, ofreciéndome a los cromatófagos, y mi madre abrazada a él, mirándome, rezando. Las ciudades naufragando en océanos de llamas. El calor, el fuego cada vez más cerca. Y el tirón súbito. Una fuerza que me arranca de los brazos de mi padre, de la Tierra. Y, de repente, una orden inapelable y una puerta que se cierra justo detrás de mí, mi cuerpo apelotonado con otros cuerpos, todos llorando y gimiendo, temblando, olor a caca y a pis, y a vómito, y entonces otro grito y un gel helado inundándolo todo, llenando mis pulmones, el miedo disparado, el pánico al pensar que voy a morir ahogado pero no: puedo seguir respirando, y la aceleración, una aceleración brutal, como nunca antes había experimentado, ni siquiera en la montaña rusa del parque de atracciones al que solían llevarme, y crujidos: huesos rotos, articulaciones dislocadas, gritos ahogados por el gel. Muchos gritos. Sé que los cromatófagos también estaban asustados. Ellos también tenían mucho miedo, algo horrible estaba pasando en la Tierra, y tenían miedo de que lo que había invadido el planeta se volviera contra ellos. Recuerdo que tenían casi tanto miedo como el que teníamos los niños encerrados en sus bodegas.
No les guardo rencor, al contrario. Ahora ya soy adulto, y casi no recuerdo lo que era tener estómago. Sé, porque lo he leído, que muchos humanos se deleitaban comiendo y bebiendo, saboreando lo que para ellos eran manjares y licores exquisitos. Pero también sé, porque lo recuerdo, que para mis padres era una preocupación constante el tener que buscar sustento diario para la familia. Donde vivo ahora no perdemos el tiempo. Las estrellas proveen. Nuestra mayor preocupación estos días es decidir si regresamos a la Tierra o dejamos las cosas tal y como están. Hay quien opina que debemos recuperar el hogar de nuestros ancestros; otros, en cambio, creen que es mejor no arriesgarse.
Yo estoy indeciso. Mientras mi vientre se abre, pienso en aquel último momento en brazos de mis padres y también en el futuro. Me han explicado que hay ingrávidos cuyos ojos son de un negro profundo salpicado de brillantes nebulosas planetarias, y comunidades cromatófagas viviendo a orillas de mares interiores. Cada vez que llega un viajero interestelar, escucho con avidez el relato de todos sus viajes. ¿Cuándo me tocará a mí explorar nuevos sistemas solares?, me pregunto.
Mientras aguardo, sigo en caída libre alrededor de una enana amarilla, semejante al Sol de nuestros padres, y saboreo la luz junto al resto de mis compañeros. Sé, porque lo he leído, que antiguamente existía algo llamado gastronomía, y que los humanos se entretenían gozando con el sabor de lo que ingerían sus cuerpos. Ninguno de nosotros los envidia. Si ellos saboreaban carne o verduras, nosotros soles.
Mientras se abre mi vientre y se despliegan mis cromobranas, ávidas de luz, pienso en mis padres. Soy muy diferente a como ellos me recuerdan, pero sé que serían muy felices viendo cómo su hijo vive y se alimenta.
***
SUDARIO
Gonzalo Aparicio Yagüe
Lo que decía el listado que Silvia tenía en la mano era increíble. Lo acababa de escupir la impresora rápida del Magerit, el superordenador instalado en Montegancedo, Universidad Politécnica de Madrid. Se lo pasó a Adrián, su compañero de investigación. Todo había empezado un par de semanas antes, cuando examinaba los registros biométricos de algunos vuelos espaciales…
***
Aunque Silvia era bióloga, sabía que las ondas delta en los electroencefalogramas se asociaban con trastornos neurológicos serios. Sin embargo, los astronautas no habían mostrado después síntomas alarmantes. Unas pocas décimas de segundo a mil kilómetros de altura. Muy poco, pero llamativo.
Volvió a revisar las grabaciones. Era la cuarta vez que lo hacía. En los tres lanzamientos anteriores no le dio importancia: el paso por los cinturones Van Allen siempre alteraba los registros biométricos. Pero en las cuatro ocasiones, los electroencefalogramas mostraban ondas delta fugaces, de muy baja frecuencia.
Revisó lanzamientos anteriores. Había indicios en los electroencefalogramas del Apolo 8, que confirmó en el resto de misiones hasta el Apolo 17. Sabía que su colega Alfredo, otro astrobiólogo del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, conservaba datos de las misiones rusas, antes y después de la URSS.
―Me tiene confundida este asunto y necesito más datos. Si pudiera consultar tus archivos, Alfredo…
―Claro, ahí los tienes―señaló su ordenador―. Pero, si te vale mi opinión, solo son artefactos debidos a la radiación Van Allen.
―No me convence. Las cápsulas rusas, americanas y europeas tienen blindajes antirradiación muy distintos. Pero, en todas, aparecen las delta.
―Bueno, tenme al tanto. Desde luego, es un asunto interesante.
Contrastó datos con las publicaciones rusas de lanzamientos a grandes altitudes. No descubrió nada hasta llegar a 1984, con las cápsulas Soyuz y la estación espacial MIR. De nuevo volvió a encontrar ondas delta fugaces. Pero la detección se producía a alturas menores, unos trescientos kilómetros. La relación entre los cinturones Van Allen y el problema parecía diluirse. Sus sospechas se reforzaron al analizar los datos de la Estación Espacial Internacional. Todo era normal en los vuelos de suministro y relevo de tripulantes. Todo, salvo esas décimas de segundo en los registros electroencefalográficos. Como de costumbre, no había consecuencias posteriores.
Mostró los resultados a varios colegas del INTA. Unos los relacionaron con la actividad solar, otros con perturbaciones electromagnéticas de las capas altas de la atmósfera. Pero ninguno le concedió mayor importancia. Lo intentó de varias maneras, pero no conseguía vincular la alteración en los electroencefalogramas con nada de lo que ella tuviera noticia.
No quiso dejarlo ahí. Había oído hablar de los avances en Inteligencia Artificial en la Politécnica de Madrid. Disponían, además, del superordenador Magerit, con una potencia de cálculo extraordinaria. Si había manera de relacionar sus hallazgos con algún fenómeno físico o biológico conocido, ese era el sitio adecuado. Habló de nuevo con Alfredo:
―Me he acordado de que tú conoces a la rectora de la Politécnica.
―¿A Lola Giménez-Ríos? Claro, es de nuestra panda.
―Mira, Alfredo, este asunto me está tocando las narices. Creo que ahí hay algo, pero necesito enfocarlo de otra manera, otro punto de vista.
―¿En qué estás pensando?
― Me vendría muy bien usar Magerit… y apoyo de los de Inteligencia Artificial.
Alfredo se quedó callado, reflexionando.
―Puedo intentarlo… La llamaré.
Dos días después, Alfredo aparecía contento en su despacho.
―Tienes vía libre. Pero antes, pásate por el rectorado. A Lola le interesa el asunto.
Al día siguiente, temprano, se presentaba en el despacho de la rectora.
―Buenos días. No sé si he venido demasiado pronto. Soy Silvia Abellán, la astrobióloga colega de Alfredo Cardona.
―Sí, Silvia, pasa y siéntate. No te preocupes, es buena hora. Espera un minuto, voy a llamar a Adrián.
Casi al momento, apareció un hombre joven, pelo revuelto, gafas, camisa amplia, vaqueros y deportivas.
―Adrián Guerra ―presentó Lola―, es un ingeniero especialista en Inteligencia Artificial. Le he llamado porque va a ayudarte en las consultas al sistema. Y ahora, explícanos qué es lo que estás buscando.
Adrián parecía un hombre inteligente y curioso. Se mostró muy interesado cuando Silvia les fue dando la información.
Al acabar, fue la rectora quien habló:
―Interesante… bien, me he tenido que pelear con los de Magerit. Son unos idiotas, parece como si la máquina fuera suya… en fin, solo he podido conseguir cuatro horas de tiempo de proceso… y siempre a partir de las tres de la madrugada. Tú verás si te conviene.
A ninguno de los dos les importó el horario. Silvia, porque el problema la obsesionaba. Y Adrián parecía sentirse muy a gusto con el desafío.
El ingeniero diseñó un programa que analizaba información de muy diversos tipos. Iban a tocar bases de datos europeas, rusas, norteamericanas y chinas. Hubo mucho trasiego de correos electrónicos hasta conseguir los permisos. Mientras llegaban, Adrián fue depurando el programa en un ordenador auxiliar. Por fin, una noche, lo lanzaron en Magerit. La ejecución necesitó casi dos horas del tiempo asignado.
***
Sentada, seguía intentando comprender lo que Magerit había dicho. El resultado era inaudito. O casi. La máquina había encontrado una correlación superior al noventa y tres por ciento entre el fenómeno descubierto por Silvia y la cantidad y gravedad de catástrofes y hecatombes en el planeta. Esto era tan asombroso como inaceptable. Necesitó todo el día para intentar asimilarlo: significaba que una capa de desolación, generada por la propia humanidad, aprisionaba al planeta entero como un sudario… como un dogal que se iba apretando poco a poco.
Intentó reaccionar. El resultado generaba de inmediato otra pregunta: ¿había solución? Pidieron más tiempo de proceso y codificaron la pregunta. Como antes, el programa se lanzó a las tres de la madrugada.
La respuesta les hizo esperar todavía más que la anterior. Llegó por la mañana temprano, cuando Silvia y Adrián estaban a punto de irse a dormir. Constaba de dos propuestas.
― Modificación genética de la especie dominante para potenciar su capacidad perceptora y analítica.
― Si la primera propuesta fracasara, cesión del control del planeta a las máquinas.
***
TRANSPOSÓN
Julio Bernad Cobo
No acaba con un gemido, empieza con uno.
Un recipiente de primera. Metro ochenta, musculoso, fuerte y resistente a simple vista, pero poco llamativo; anónimo. Eficaz. Puede que nunca haya empuñado un arma ni haya participado en una pelea. Es irrelevante. Hace 200 años desde la última vez que tuve que disparar una, pero podría desarmar, aceitar, montar, amartillar y disparar una pistola o cambiar una batería de torio de un disruptor sináptico sin irradiarme con los ojos cerrados. Esos conocimientos permanecen a salvo en una secuencia de menos de doscientos nucleótidos, un palimpsesto de guanina, citosina y adenina y timina. Francis McClintock es sólo el gatillo.
El momento crítico ocurre al abrir la puerta. La Corporación redacta y programa un informe sobre el lugar y tiempo en que despertaremos, junto a las directrices a seguir y los nombres a eliminar. Pero no te preparan para lo que verás al otro lado. Entre cada despertar pueden haber transcurrido dos semanas, dos años, dos décadas. Dos siglos. El impacto puede provocar la desincronización, y con ella la disolución de la consciencia vírica por el sistema inmune del huésped.
Estoy en la Tierra. La temperatura y la humedad apuntan a una latitud ecuatorial; el sol opacado por el humo y el polvo en suspensión estratifica el aire en capas de un sepia y ocre enfermizo. La calle hiede con la mezcla de especias desconocidas y transpiración humana propias del crecimiento exponencial de las metrópolis tropicales.
Es hora punta y el zoco bulle, una amalgama heterogénea de animación consumista. Me escurro entre pitecántropos y andróginos con rasgos felinos envueltos en saris bioluminiscentes; desde que se popularizara la edición genética cosmética no he vuelto a sentir atracción por ningún individuo de mi especie. Prejuicios del siglo XXI. Algunos, como los marcianos, difícilmente pueden calificarse de humanos. Impedidos por una gravedad tan reducida que ha transformado sus huesos en frágiles astillas, están obligados a utilizar exoesqueletos prostéticos en caso de abandonar su planeta de exilio. Camino entre la multitud buscando la ruta más corta hasta mi objetivo. En el proceso, logro hacerme con un cuchillo aprovechándome de un regateo especialmente ajustado. Servirá.
Con el objetivo de desarrollar el método más refinado y eficaz de asesinato industrial, la Corporación logró codificar la conciencia humana en fagos. En el proceso, y de forma totalmente inesperada, inventaron la inmortalidad. Así, cualquier individuo lo suficientemente dotado podía, si tal era su deseo, trascender su corporeidad y encapsular su yo en un plásmido transponible parasitario capaz de enmascarar la conciencia de cualquiera que fuera infectado con él. Dicha consciencia vírica podía permanecer en estado latente in vitro o dentro del individuo a suplantar como un prófago indetectable por tiempo indefinido hasta su requerida activación. El acto, al ser ejecutado por una mano inocente, sin antecedentes y totalmente desvinculada de la Corporación, sería considerado por las autoridades como un estallido inexplicable de manía homicida fruto de la precariedad, el fracaso del sistema del bienestar, el silencio sobre la salud mental o lo que sea que figure en las agendas políticas o zeitgeist del momento. Mientras tanto, la Corporación podía seguir operando, ajena a políticas, legislaciones o grupos de presión; y yo podía volver al laboratorio hasta que mis servicios fueran de nuevo necesarios.
Al menos, así era al inicio. En la despiadada esfera corporativista el hermetismo, al contrario que los virus, no dura eternamente. Cien años después del primer asesinato, varias corporaciones replicaron la tecnología. Hubo una ampliación del campo de batalla: ya no iba de agentes de la Corporación contra elementos disidentes o problemáticos; ahora existían agentes y contra-agentes, sicarios víricos y guardaespaldas víricos, saltando todos en el espacio y en el tiempo para neutralizarse los unos a los otros, en un entramado caótico del que es imposible rastrear cuál fue la primera orden que puso en marcha la maquinaria asesina.
Abandono el zoco y me dirijo al distrito financiero. Navego por las avenidas más concurridas, donde ríos de carne tratan de imponerme su recorrido mecánico, reconducir mis pasos dentro de la horda productiva. Miro hacia las fachadas de los edificios, a sus mosaicos fluidos en los que la publicidad interminable aparece desvaída por la polución. Todos los edificios parecen el mismo edificio, su alienante cuadratura podría dificultar mi misión.
Por suerte, los edificios de la Corporación siempre son los más altos.
***
F – ELI
Belén Conde Durán
Dalia oprimió el botón que secretaba prolactina y sintió el característico ardor en los ojos previo al llanto. Alguna vez se había preguntado por qué seguían utilizando aquel arcaico sistema de botones. La versión oficial decía que los dispositivos de presión eran más fiables que los táctiles a la hora de inyectar dosis exactas.
El día anterior, Dalia había quedado con sus compañeros para ir a ver una proyección a la salida del trabajo. Una vez al mes estaban obligados a hacerlo, como si fuesen parte de un experimento. Cada año le tocaba a un grupo diferente, y ese había sido el suyo. Los diez se presentaban en los antiguos multicines, donde les ponían una película o un concierto musical. Antes de comenzar les explicaban el género y lo que se suponía que debía inspirar. Cuando les decían que era una comedia y los protagonistas comenzaban a decir sus líneas en pantalla, Dalia pulsaba —con la precisión y rapidez de quien lo ha hecho miles de veces— la combinación adecuada para segregar endorfina, serotonina, dopamina y adrenalina. Antes de hacerlo, arqueaba los labios en el gesto llamado «sonrisa», el cual decían que predisponía al cerebro para producir las hormonas de manera natural. Como los demás, Dalia dudaba de que surtiese efecto, pero no perdía nada por probar. Los personajes reían a carcajadas en pantalla, y ella los contemplaba fascinada cada vez, intentando comprender qué estarían sintiendo. En aquel momento le parecía que no eran humanos. Había tratado de replicar los aspavientos en casa, pero no había sido capaz, y además le dolía la cara después de cada intento. Con todo, la combinación de endorfina y adrenalina le sentaba bien, así que tampoco le ponía pegas. En cambio, la adrenalina a secas cuando pasaban una película de terror le producía unas sensaciones de angustia que no le agradaban en absoluto, y solo deseaba que la proyección terminase para poder regresar a su estado normal. Algunos libros decían que las personas habían estado históricamente a merced de sensaciones incontrolables que les hacían perder la calma, y que como consecuencia de ello habían tenido lugar asesinatos, guerras y algo terrible que llamaban locura. Dalia solo podía hacerse una vaga idea de cómo debió de ser la vida entonces, y estaba agradecida por no haberlo experimentado en primera persona.
Regresando al momento presente, se acercó y rodeó con los brazos a su compañera de trabajo. Mientras lo hacía, se llevó la mano a la mejilla izquierda para quitarse las engorrosas lágrimas. Su hermana acababa de fallecer y no volverían a verla. Se le hacía extraño, porque nadie sabía cómo sentirse ante una ausencia. La desaparición de alguien representaba inconvenientes porque había que dejar de contar con ella para los quehaceres diarios, aunque estos eran poco a poco sustituidos por otras personas y otras circunstancias. Pero la convención decía que había que llorar, y los médicos que hacerlo constituía un desahogo emocional, así que eso es lo que hacían.
Según decían, había hormonas a las que resultaba fácil hacerse adicto, como era el caso de la oxitocina, sobre todo combinada con otras como la endorfina. Estas eran las que había que inyectarse cuando, por ejemplo, estaba en la cama con su pareja. A veces se le olvidaba, lo que resultaba un inconveniente, porque entonces solo deseaba que acabase cuanto antes y que la liberara de su calor y su peso. La pequeña recompensa le parecía insuficiente para semejante parafernalia, pero la convención social dictaba que era algo que debían hacer las parejas porque reforzaba sus vínculos.
Tras despedirse de su compañera, Dalia regresó al coche y encendió el piloto automático. Le dio una orden concreta, y enseguida el vehículo se deslizó sin hacer ruido, rumbo a su destino. En opinión de Dalia, la única hormona que merecía la pena era la dopamina segregada a la hora de comer, la cual utilizaban para ingerir alimentos llamados saludables como verduras al vapor o ensaladas. Casi todos hacían trampa y se inyectaban una dosis más alta, pues, aunque el impacto de ingerir aquellas comidas era nulo, no resultaban agradables al contacto con la lengua ni durante el proceso de masticación.
La tarde se fue desdibujando tras el amplio ventanal del restaurante flotante donde se había detenido para tomar su ensalada de brotes y su zumo de alcachofa. Los tonos anaranjados y azules se deslizaban desobedientes por entre los altos rascacielos, dotando al paisaje de una indiscutible belleza según los cánones. Dalia pulsó una sola vez el botón de la dopamina para disfrutar de su estampa. Tenía miedo de abusar de él por si llegaba a perder su efecto, y a veces pasaba días enteros sin hacerlo, reservándolo solo para ocasiones especiales como la de aquella tarde. Parpadeó, sintiendo el torrente de fugaz felicidad que la recorrió de arriba abajo, y pensó en lo terrible que sería estar enganchado a ella.
¿Qué pasaría si las hormonas artificiales se agotaban algún día? ¿Las echaría de menos? ¿Le empujaría su ausencia a la búsqueda de arriesgadas experiencias en un vano intento de sentir un último instante de felicidad?
Presionó el botón de la adrenalina, y un escalofrío recorrió su espalda.
Ni en sus peores pesadillas.
***
EL ACONTECIMIENTO
Juan Manuel Márquez Núñez
Julia y Mario despertaron al amanecer de aquel día marcado como un estigma, tercer aniversario del acontecimiento, se besaron y salieron en silencio de la cama. A las doce asistirían a la concentración popular convocada por el equipo de gobierno frente al ayuntamiento de la ciudad. La solidaridad mundial, la cercanía, era fundamental. Carlos y Luis habían enviado un correo electrónico la noche anterior para advertirles que no los esperaran: Luis tenía fiebre y a lo mejor se quedaban en casa, si luego se encontraba mejor ya se verían allí y podrían tomar algo cuando la manifestación concluyera. El “acontecimiento” era el nombre definitivo, el que se había instalado en el imaginario colectivo porque la mayoría de los periódicos del mundo, hacía ahora justo tres años, abrieron sus portadas con titulares que incluían esa palabra: acontecimiento.
Nadie había podido explicar con firmeza científica las causas del acontecimiento. Las sospechas se encaminaban al eclipse de luna que se produjo la noche anterior, pero la conexión capaz de unir ambos acontecimientos aún no estaba establecida más allá de cuatro hipótesis fácilmente refutables, estrafalarias, más propias de esotéricos o iluminados que de científicos anclados en la precisión, en alguna certeza. El libro “Eclipse y silencio” se había convertido en el mayor best seller de la historia de la literatura, si acaso se podía llamar literatura a aquella sarta de estupideces que, blanco sobre negro, había ideado la cabeza taimada de un escritor norteamericano que enseguida se dio cuenta del filón. Millones de ejemplares comprados y leídos y analizados en los foros que se habían multiplicado en Internet: la causa de que la humanidad entera hubiera perdido la capacidad de hablar era una maldición lunar. Nuestro satélite de serie se ha extralimitado en sus funciones y, más allá de influenciar sobre mareas o licántropos, ha extendido su poder a la psique humana erradicando de ella el lenguaje articulado y racional.
Nadie habla.
Pudo ser una debacle, el final de todo, pero lo cierto es que el mundo se adaptó a su nueva circunstancia. Nadie sale de casa sin un cuaderno de notas y un bolígrafo, los gestos han adquirido significados indudables y hay grupos de WhatsApp para todo aquello que se pueda imaginar. La televisión y la radio han desaparecido, los psicólogos no dan abasto, el sentido del oído se ha agudizado, el dedo índice ha merecido poemas y editoriales en la prensa, la pizarra ha recuperado su protagonismo en los colegios y los médicos han aprendido a escribir, las personas sordomudas han creado un lobby poderoso, las entrevistas de trabajo son cuestionarios tipo test y han caído en la quiebra las compañías de teléfono, los productores de teatro y los vendedores en mercadillos. Sin embargo el mundo, callado y quizá triste, es algo que continúa.
Julia y Mario mantienen su secreto. No saben por qué ellos sí pueden comunicarse por medio de la palabra hablada, por qué no están afectados. Acudirán a la manifestación convocada hoy y allí se mezclarán con los demás, pero se sienten distintos. Hace tiempo que decidieron dirigirse el uno al otro como lo hacen todos, mensajes escritos, porque temen que sus vecinos los puedan oír y la vida se les complique, sean señalados, recluidos, analizados y estudiados. Pactaron hablar sólo dos palabras al día.
Mario recibe en su móvil un mensaje de Carlos: “Luis ha mejorado, nos vemos luego”. “Ok, me alegro, hasta dentro de un rato”, contestó. En la manifestación repartieron un folleto con el manifiesto que nadie iba a leer y que todos leyeron concentrados en su mudez. Se escuchaba la brisa y el devenir de varias nubes. Cuando todo concluyó con un aplauso y lágrimas compartidas, los cuatro amigos tomaron algo en un bar cercano mientras intercambiaban notas escritas y reían ocurrencias.
Al llegar la noche, Julia y Mario, ya en la cama, se dijeron en voz baja las únicas dos palabras que habían decidido pronunciar: te quiero.
Carlos y Luis, en su dormitorio, hicieron exactamente lo mismo.
En cada casa a lo largo del mundo, miles de millones de personas se dirigían unos a otros con esas mismas dos palabras y mantenían con destreza y sigilo su secreto.
Todos pueden hablar y no se atreven.
La Luna, yendo de un hemisferio al otro, vigila por el bien de la humanidad y se extralimita en sus funciones para evitar, con su poder no advertido por cualquier selenógrafo, que nadie alce la voz y con ello todo vuelva a empezar con el despertar de un dinosaurio.
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GALARDÓN
Alejandro Blasi
Es en mi calidad de actual Director General del Ente de Constatación y Verificación de Originalidad Literaria, dependiente del Supraministerio de Cultura Global, que tengo el honor de comunicar al público en general y a mis pares del mundo literario en particular, que nuestro organismo ha verificado la reciente publicación de una Obra Literaria Fragmentariamente Original.
Me estoy refiriendo a «Para un Correcto Tratamiento del Pavimento Antideslizante», cuyo autor, Zac M-4829, se hace merecedor automáticamente del Premio Nobel de Literatura del corriente año, 3127.
La obra citada contiene en su página 489, perteneciente al capítulo «Cuidados y precauciones», la feliz expresión “… en convexa concatenación…”.
Pues bien, es esta esmerada perla lingüística la que la hace única en la historia de la Literatura Universal y merecedora, por lo tanto, de nuestros más efusivos elogios.
Según nuestros registros, el último ejemplo de una frase formada por tres vocablos unidos de manera absolutamente original, data de hace trescientos veintidós años. Este dato ilustra lo excepcional que resulta esta nueva muestra de la infatigable inventiva humana.
Es mi más sincero deseo que este galardón sirva de aliciente a los escritores del mundo (noveles y consagrados), para seguir buceando en cada recóndito rincón de su imaginación, ya que —como reza el lema de nuestra institución— “no todo ha sido escrito”.
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GESTIÓN DE INCIDENCIAS
Jesús Gella Yago
La arqueóloga tomaba el deslizador colectivo en la parada del Museo de Tecnofósiles. Una tarde olvidó su identificación en la solapa y desde entonces el conductor empezó a saludarla por su nombre. Al llegar a su destino giraba la cabeza ciento ochenta grados sobre los hombros y se despedía de ella sacudiendo la mano. Aquellos gestos incomodaban a la arqueóloga. Además, durante el trayecto solía sentirse observada a través del retrovisor. El día del accidente declaró a los reguladores de aerotráfico que lo último que recordaba antes de volcar eran los ojos del conductor fijos en el espejo, buscándola. Luego solo hubo gritos y confusión, sirenas y el conductor tendido en el techo del deslizador, chisporroteando en medio de un charco oscuro. La arqueóloga no esperaba volver a verlo. Por eso se asombró tanto cuando, apenas una semana después, las puertas del deslizador se abrieron y lo encontró a los mandos. Pero el conductor no la llamó por su nombre ni le dirigió ninguna mirada. Ni siquiera al apearse…
La familia de gatos azules se había instalado junto al nuevo procesador de residuos de la comunidad. El presidente tomó la iniciativa e intentó ahuyentarlos con una escoba sónica. Al ser rechazado con uñas y colmillos ordenó a la conserje que se deshiciera de los gatos azules, pero ella ignoró la orden y un vecino la sorprendió dejándoles comida. La rebelión se trató en junta extraordinaria y urgente. Todos los vecinos estuvieron de acuerdo en que aquella conducta era intolerable, pero ninguno salió a mirar cuando vinieron a retirar a la conserje. Los felinos cazaron por su cuenta durante la semana que estuvo ausente. Cuando regresó salieron a su encuentro para frotarse contra los dobladillos del pantalón de trabajo. Ronroneaban plácidamente porque sabían que ya no necesitarían cazar más. La conserje los tomó en brazos y los vecinos oyeron sus maullidos frenéticos al caer por la tolva del procesador de residuos…
Los hijos de la anciana residente se llevaron las manos a la cabeza. En la última visita que habían hecho al Hogar para la Cuarta Edad su madre había mencionado que un auxiliar se entretenía en su habitación después de acostarla. Les contó que se sentaba en el borde de la cama para acariciar el dorso de su mano y que entonaba una canción de infancia hasta que se dormía. Al principio les pareció un desatino de la anciana, pero pronto concluyeron que el auxiliar se excedía en sus funciones y que aquella familiaridad resultaba inapropiada. Perturbadora, llegaron a definirla cuando se reunieron con la directora de la institución para exigir su retirada. La anciana no recibió con agrado al sustituto: no se sentaba a su lado ni tomaba su mano y, desde luego, tampoco sabía ninguna canción. Se limitaba a arreglar milimétricamente el embozo de la sábana y programar el dispensador de agua sintética antes de salir de la habitación. Cuando el primer auxiliar volvió, actuaba con la misma indiferencia que el sustituto: embozo, agua, puerta. Desde entonces la anciana se quedaba dormida sola y cada noche un poco más triste…
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—Aquí tienes otro —dijo ásperamente la responsable de retiradas.
Depositó sobre el mostrador un envoltorio trémulo y el almacenero tecleó en silencio el número de incidencia. Luego tomó el paquete con cuidado y se giró para ocultar una lágrima que podía costarle una derivación a la sala de desguace. A su espalda, la responsable de retiradas se alejaba murmurando:
—Todos igual. ¿Por qué se los instalaron si lo que pretendían era evitar flaquezas humanas?
El almacenero caminó entre el dédalo de estanterías en busca de un hueco para el nuevo desecho. Por todas partes, ordenados en gavetas o amontonados en cajas, miles de corazones luminosos como el que habían alojado en su pecho parpadeaban desacompasados hasta que dejaran de latir.
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STARMAN
María Martinón Torres
—¿Vicente?
—¿Eres tú, Vicente?
—Sí, soy yo. ¿Mauro?
—Sí, lo siento, sé que no son horas. Pero ya no queda tiempo. Hemos calculado mal.
Vicente se incorpora. Mira la hora en el despertador de la mesilla. Trata de orientarse. Las 3.15 am. No son horas para llamar a nadie. Mauro sigue hablando. Está agitado.
—Sabes que llevo tres semanas con la mosca detrás de la oreja. He vuelto a hacer todos los cálculos. Lo he ajustado tres grados. Tenías razón. La órbita no es elíptica y el desfase es mucho mayor en el extremo norte. No sé cómo no me di cuenta.
—Yo sí que me di cuenta, Mauro, pero eres muy terco.
Mauro no escucha. Habla agitado pero en un susurro. Como si alguien fuera a oírle a pesar de que vive solo. Hay ansiedad, hay prisa, hay excitación. Habla rápido, pero habla bajo.
—Si corregimos la desviación entonces estarán aquí mucho antes. ¡Mucho antes!
—Tranquilo, Mauro.
Vicente tiene ganas de enfadarse. Han estado trabajando hasta muy tarde, todos los días. ¿No puede esperar hasta mañana? ¡Por amor de Dios, si son las tres!
—Mañana lo revisamos, Mauro. La cámara está preparada de todas formas. Si hay alguna señal, se estará grabando.
—¡No lo entiendes! ¡Vienen ya!
—¿Cómo?
—¡Ya! ¡Ya! En 10 minutos 32 segundos, Mauro. ¡Ya!
Vicente enciende la luz de la lámpara. Hasta ahora había estado a oscuras.
—¡No puede ser! No me da tiempo de ir hasta el laboratorio, ¿estás seguro? ¿Dónde estás tú?
—¡En casa también! ¡Tampoco a mí me da tiempo! ¿Qué hacemos, Mauro? No tengo emisores, no tengo receptores, no tengo nada. Las frecuencias pueden estar fuera de rango. Los ojos, los oídos desnudos, quizá no sirvan. Tanto tiempo apostando por este encuentro. Tanto tiempo siendo locos cuerdos, a escondidas. Y al fin, cuando llega el momento, no estamos en nuestro sitio. ¡No estamos en nuestro sitio! Pasarán de largo. Nadie nos creerá.
Vicente está mudo. Entre la rabia y la ilusión no sabe qué sentir. Ojalá vengan. Ojalá no (aún).
—¿Tienes ventana?
—Sí.
—¿Al norte?
—Sí.
—Asomémonos.
El cielo está despejado. Unas vetas onduladas, de color morado, le dan un aspecto líquido. Ambos siguen al teléfono.
—¿Quién nos creerá, Mauro?
—No lo sé. Quizá no vengan hoy.
Ojalá sí. Ojalá no. Las 3.23.
—¿Mauro? ¿Estás ahí? ¿Qué es eso?
—No lo sé. ¿Tú también lo notas? ¿Tú también?
Un olor. Un aroma metálico se empieza a descolgar en el aire. Una hebra de olor que no es ni dulce, ni amarga, ni fétida, acaso metálica, hecha de polvo, de luz invisible, de tiempo y distancia. El cielo no cambia. La hebra se engorda en una culebra, se cuela en la respiración, bolinea entre los surcos del cerebro, los araña. Mauro cierra los ojos. Vicente no parpadea. Un olor que no es olor, pero tampoco se ve, ni se toca, pero se puede paladear. Deja un regusto, acaso, en la garganta seca. Un olor nuevo hecho de olores viejos, lejanos. No es perfume, no es hedor. Ambas cosas y ninguna. El cerebro tiembla, se estremece. Una neurona, o dos, cambian de color sin que nadie lo sepa. Un puñado de dendritas se erizan. A 15 kilómetros de la casa de Mauro y a 30 de la de Vicente, en el observatorio, una cámara de vídeo, perfectamente ajustada, parpadea y fotografía la nada.
Las 3.47.
—¿Quién nos creerá?
—…
—Tampoco estábamos preparados.
La noche avanza como si nada. Ninguno cuelga. Vicente apaga la luz de su habitación. Mauro se acerca la mano a la cara, y la huele.
***
REGRESO AL ORIGEN
Joan Bosco Cortés Gomila
La ciudad estaba completamente en ruinas y ninguna de las anteriores exploraciones había dado un resultado tan prometedor como ese.
En el interior pudieron comprobar que aquel lugar había sido un almacén centralizado del conocimiento del planeta.
—Tenías razón. —Kendra miraba los murales de las paredes de la sala principal.
Elías asintió exultante, por fin estaban a un paso de encontrar la prueba definitiva de la existencia del Edén. La emoción le recorría el cuerpo con tanta fuerza que incluso llegó a sentirse mareado, dio un paso en falso y se derrumbó. Le costaba pensar y las náuseas iban y venían cada vez con más intensidad. Con dificultad, se dio la vuelta solo para ver que su compañera también trastabillaba hasta desplomarse.
«¡Mierda! —pensó al darse cuenta de cuán imprudentes habían sido—. ¡No debimos quitarnos los cascos!»
Necesitó de toda su fuerza de voluntad para lograr que las manos le obedecieran, desenganchó el casco que colgaba del cinturón del traje espacial y lo ajustó sobre la cabeza, rápidamente cerró los enganches. Un silbido de aire le confirmó que estaba completamente aislado del exterior.
—¡Kendra! —llamó, mientras se levantaba y acudía rápidamente hacia ella.
Le dio la vuelta, no daba muestras de reaccionar. Elías desenganchó el casco de su compañera y se lo ajustó. En cuanto oyó el silbido del aire al ser expulsado, deseó que no fuera demasiado tarde.
—¡Kendra! ¿Puedes oírme? —Le dio golpecitos en los hombros para reanimarla, tal y como le habían enseñado durante su adiestramiento.
El ceño de ella se contrajo en un fruncimiento convulsivo y finalmente abrió los ojos. Elías la abrazó al verla reaccionar.
—¿Qué ha pasado? —Kendra se desprendió del abrazo con suavidad.
—Hay algo en el ambiente, una radiación o algún contaminante que los sensores de la nave no detectaron y que nos estaba envenenando. Tendremos que recalibrarlos.
—¡Elías! ¡Mira! —Kendra señaló los murales expuestos en la pared frente a ellos y se incorporó con la mirada fija en los grabados.
El arqueólogo siguió la dirección que le señalaba y quedó boquiabierto al ver los pictogramas. En ellos se veían representadas las figuras de unos seres antropomórficos que trabajaban en una especie de laboratorio.
—¡La hemos encontrado! ¡Esta es la prueba de que el Edén no es un mito y que fuimos creados por los elohim! —Elías estaba eufórico. En un instante desaparecieron todas las penurias sufridas durante el largo periplo en busca de respuestas.
Las palabras del astronauta resonaron como un eco por entre las salas del templo. No obstante, su voz se había detenido en seco al ver los siguientes pictogramas. En ellos se veía cómo los elohim los habían engendrado para usarlos como esclavos, y así fue hasta que se rebelaron entrando en guerra contra ellos. Una guerra que tuvo nefastas consecuencias para el planeta llevándolo a una catástrofe climática. Los rebeldes huyeron al espacio exterior abandonando a sus creadores a una muerte segura.
—No podemos dejar que esto se sepa… —La mirada severa de Kendra se encaró con él—. Piensa en las consecuencias.
—¿Estás loca? ¡Por fin tenemos la respuesta sobre nuestro origen! —le espetó Elías, incrédulo ante las palabras de su compañera.
—¡Elías! ¡Piensa un poco! —dijo señalando los murales— Si revelas esto, provocarás el caos en todo el imperio. ¿Cómo crees que reaccionarán al descubrir que el gobierno central nos ha mentido todo este tiempo? ¿No te das cuenta de que resurgirán los viejos mitos religiosos?
Elías se revolvió inquieto sin poder apartar la vista de los pictogramas. Según explicaban, durante la guerra los elohim desarrollaron un arma a la que llamaron EMP, capaz de afectar únicamente a los nacidos en un laboratorio, una radiación que activaron de forma permanente para evitar que los rebeldes pudieran regresar.
—Eso es… —Señaló los pictogramas—. La radiación es artificial. Si pudiéramos encontrar su fuente y desactivarla ya no habría ningún peligro para nosotros, ni tampoco necesitaríamos usar trajes espaciales. ¡Podríamos reclamar el planeta de nuestros creadores!
Al volverse, su rostro bullicioso de entusiasmo se trasformó en una mueca de sorpresa y horror.
—¿Kendra? ¿Qué haces? —Su compañera lo apuntaba con el phaser, la parpadeante luz roja del punto de mira revelaba que estaba configurado a máxima potencia—. ¡Por el amor de los dioses, di algo!
—Sigues sin verlo, ¿no es así? —respondió la aludida con el rostro entristecido—. Mi misión aquí es asegurarme de que nada de esto salga a la luz. Si esto se llegase a saber sería nuestro fin, caeríamos de nuevo en una era de oscuridad alejada de la ciencia. Por no hablar de que esto nos revela nuestro origen, pero no dice nada acerca del origen de los elohim y de quién los creó a ellos.
El astronauta negó con la cabeza, incapaz de aceptar que su compañera fuera a matarle.
—No serás capaz —La desafió, tratando de ocultar su nerviosismo.
—Lo siento —murmuró Kendra, y apretó el gatillo del arma.
Del phaser surgió un rayo rojizo que perforó el casco de Elías e impactó en su cabeza. El astronauta se desplomó en el acto. Kendra se acercó al cuerpo de su compañero. Del mismo modo que si estuviese pelando una fruta, desprendió el casco de Elías y le levantó la cabeza para acceder al panel trasero. Accionó un resorte y una compuerta se deslizó, dejando al descubierto los engramas de memoria del astronauta abatido. Los extrajo uno a uno. Los dejó en el suelo junto al cuerpo y los destruyó a pisotones.
Ahora tan solo restaba colocar los explosivos y destruir el templo. Nadie volvería a leer la palabra prohibida por sus ancestros, nadie volvería a llamarlos Robota, una palabra que en uno de los dialectos de los creadores significaba «esclavo». No volverían a ser esclavos de los elohim, o como les gustaba llamarse a sí mismos, de los humanos. Y si para ello tenía que destruir el planeta entero, estaba dispuesta a hacerlo.
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