No nos sorprendió que Cristina Campos fuese la finalista del premio Planeta 2022. Al fin y al cabo tiene un perfil atractivo como autora, y su Historia de mujeres casadas es potencialmente una novela que puede interesar y llegar a muchas lectoras (y quizás, lectores) al tratar un tema que siempre está encima de nosotros y, con frecuencia, silenciado. Lo que nos asombró, en cambio, fue que una autora inédita, como era hace seis años, vendiera 300.000 ejemplares de su primera novela Pan de limón con semillas de amapola, que luego se llevó al cine, algo no tan extraño, ya que Cristina Campos es directora de casting y la mujer de Jaume Balagueró, el director de Rec.
Esta entrevista es, más bien, una charla sobre la infidelidad, el deseo, el sexo, los hombres y las mujeres, tomando como punto de partida su libro. Abundan los «me ha sorprendido» por parte del entrevistador, y como colofón, una pregunta que se hacen los personajes en la novela, y que formulamos nosotros a la autora; pero antes, una cuestión previa e inevitable.
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—Después de su enorme e inesperado éxito de Pan de limón con semillas de amapola, ¿no se quedó paralizada ante la responsabilidad y la presión que suponía su segunda, y muy esperada, novela?
—No. Yo no tengo miedo al papel en blanco, como suelen confesar los escritores. Eso es algo que no siento, pero soy consciente de los peligros que corro, ya que nunca se sabe cómo va a reaccionar el público. Sé que la novela ha gustado al jurado, al que no conozco, pero no tengo claro lo que va a pasar con mis lectores. Mi primera novela era mucho más suave y la leyeron muchas mujeres mayores. Historias de mujeres casadas, en cambio, es una novela más adulta, más arriesgada, en donde hay bastante sexo explícito, y eso me preocupa, porque no quisiera decepcionar al público. Soy catalana y comprendo que es una putada pagar 20 euros por un libro y que no te guste.
—¿Le sorprendió el éxito de esa primera novela? Porque 200.000 ejemplares…
—Ya vamos en 300.000 y la novela se ha vendido en diez países, además de que se hizo una versión cinematográfica.
—Lo de la película no me extraña. Usted proviene del mundo del cine, tiene muchos contactos y le sería más fácil moverla en ese ambiente de gente conocida.
—No fue así en absoluto. Llevar al cine la historia no tuvo nada que ver con mi trabajo. Lo que pasó es que el Festival de Berlín eligió mi libro como una de las diez novelas del año antes de ser publicado en España.
—¿Por qué?
—Quizás porque Pan de semillas… es un homenaje al pueblo alemán. Marina, la protagonista, es la compañera de vida de un alemán que trabaja en Médicos sin Fronteras y la acción sucede en Mallorca.
—Claro, Alemania, como quien dice. Hay gente que va a aprender alemán a la isla y de paso toma el sol.
—¿De verdad?
—No exactamente, pero podría ocurrir. Parece una buena idea.
—Ese era el gancho, y funcionó. Antes de que la editara aquí Planeta me la quisieron comprar seis editoriales alemanas y finalmente se la di a Random House. De hecho fue una productora alemana la primera que quiso rodarla, pero dije que prefería que la película la hiciese Filmax, la empresa en la que trabajo. Como ves, no tiene nada que ver lo de la película con que yo proceda del mundo del cine. Antes me habían rechazado tres guiones.
—Pues con el guión de Pan de limón con semillas de amapola fue nominada al Goya al mejor guión adaptado.
—Ya ves. Hasta entonces, en el cine español nadie había confiado en mí.
—Son muy distintas sus dos novelas, pero tienen algunos puntos en común, como África, las relaciones familiares, la obsesión por el origen de las palabras, los puntos en lugar de las comas, como insistentemente le recuerda Consuelo Garza, la correctora de estilo de la revista, a Gabriela…
—Mi padre, que llegó a la final del Premio Planeta con Bifronte, decía que un autor siempre estaba escribiendo la misma novela.
—¿Se le puede aplicar a usted?
—Sí, pero dando un paso más, un osado giro de tuerca.
—Me he leído la novela a fondo, la he destripado —puede ver lo machacada y subrayada que está— y no tengo muy claro cuál es el tema.
—El tema es el deseo. La novela trata de la complejidad del deseo y el placer de la mujer. Habla de las mujeres de mi generación, de las de más de 40 o 45 años. No es fácil para este tipo de mujeres admitir, por ejemplo, que se es lesbiana. Ante la sociedad quizás sí, porque ha cambiado mucho, pero no delante de los padres.
—¿Por eso se califica como «amor prohibido» la relación entre Silvia y Zaira?
—Es que Silvia lo siente así, y además quiere a su marido.
—O sea, que el tema Historias de mujeres casadas es el deseo —y la falta de deseo— de la mujer.
—Claramente. Gabriela es capaz de sentir cómo la líbido se le dispara y alborota cuando ve a Pablo todas las mañanas.
—En el fondo es como un amor platónico adolescente. Mi primera novela juvenil, No es un crimen enamorarse, trataba ese asunto.
—Es que el amor platónico puede ocurrir a cualquier edad, y cuando pasa idealizas absolutamente a ese hombre, aunque luego no sea el tipo estupendo que te has montado en la cabeza.
—Precisamente por eso lo normal es que el amor platónico no funcione.
—¡Qué pena que lo veas de ese modo!
—Son las estadísticas y la lógica sentimental.
—Yo no lo vivo así para nada. Cada ser humano es distinto.
—Me pareció muy cinematográfico el tan esperado encuentro entre Pablo y Gabriela. Es de noche. Parece que están solos en la calle. Ella le mira, él se vuelve y, de repente, la besa apasionadamente.
—No es tan elemental. Se pasan casi diez años mirándose y coincidiendo en los lugares, porque Barcelona no es Madrid. Es una ciudad más pequeña y nos movemos por los mismos barrios y ambientes. Yo creo que el encuentro no lo he hecho tan fantasioso, me lo he currado mucho… ¿Te parece inverosímil?
—Puede ocurrir, pero es raro.
—Lo que cuento en mi novela son historias que han pasado, historias de mujeres que me rodean, y yo las manejo un poco a mi modo y a veces trato de suavizarlas. El marido de Cósima, por ejemplo, está basado en un tipo mediocre que se cree un artista, y además es antipático y siempre está de mal humor.
—Eso también me llama la atención: que una mujer como Cósima, una aristócrata con clase y talento, se enamore tan intensamente de un patán como Bosco, que no sólo no le hace caso ni la desea, sino que se va de putas.
—Es que la capacidad de la mujer para amar me impresiona. Tengo amigas muy inteligentes casadas con unos tipos impresentables, que les digo «¿qué ves en este hombre?». No lo entiendo. No te puedo decir nombres, porque me matarían, pero existen más de las que creemos.
—Se patina mucho en el amor.
—Sí, conozco historias tremendas. Si yo hubiera sido muy realista sería más amarga mi novela, pero he querido suavizarla, porque me espantan los dramones. He intentado hacer feliz al lector aunque se trate de una historia dura. Cuando voy al cine o al teatro quiero salir contenta; no me gusta que me dramaticen aún más la vida, que para eso ya están las noticias. En mis novelas busco que el lector pase un buen rato.
—¿Conoce a Ágatha Ruiz de la Prada?
—No.
—Lo pregunto porque Cósima de Sentmenat parece que está basada en ella: es un personaje que procede de la aristocracia catalana, se apellida igual que la madre de Ágatha —Isabel de Sentmenat—, se dedica a la moda —»su primer vestido lo diseñó tres meses antes de cumplir los 18 años», dice en la novela—, le encantan los colores y los mezcla muy libremente, va a su aire y se comporta exactamente igual ante un ministro que ante el portero. Creí que la estaba describiendo.
—¡Oh, no!… (sorpresa) ¡Qué casualidad! Me encanta esa mujer. Creo que seríamos muy buenas amigas. Quisiera hacerle llegar mi novela. ¿Sabes a dónde se la puedo mandar?…
—Pues…
—En la presentación del Planeta estuvo Pedro J. Ramírez y su mujer. ¿Son amigos?
—Yo no diría tanto.
—¡Ah!… (larga pausa) Siempre me ha gustado Ágatha porque es una mujer agradecida de la vida. La miro, la observo y me gusta. A mí me gusta la gente feliz, y eso no tiene nada que ver con la posición o con el dinero.
—Además, su personaje, Cósima, se llama igual que la hija de Ágatha.
—El nombre sí que lo robé: Cósima. Me gusta esa chica y la sigo en las redes.
—Quizás nos estemos desviando un poco de la novela, y ahora deberíamos hablar del tema de la infidelidad, que no es lo mismo en el hombre que en la mujer. O al menos se vive de un modo distinto. ¿No lo cree?
—Sí, yo no generalizo, pero es lo que me he encontrado en la vida. La mujer, cuando es infiel, al menos en mi generación, pone el corazón, el afecto por delante, mientras que en el hombre es algo más mecánico. ¡Qué pena que las mujeres no podamos separar el amor del sexo!
—Muchas mujeres cuando son infieles, y es algo que refleja su novela, lo que pretenden es sustituir a un hombre por otro.
—Sí, aquí Gabriela quiere dejar a su marido, que es maravilloso y la quiere, por Pablo, mientras que éste le dice: «Cuidado, te estoy dando la mejor versión de mí: este sexo increíble que tenemos los jueves en nuestra buhardilla cuando empecemos a convivir se acaba». Y ella también le está dando su mejor cara. Aquí el que tiene razón es el amante: «¿Por qué vamos a estropear esto tan hermoso que tenemos?».
—Pero ella insiste.
—Es que es así. Al menos es lo que yo he conocido. No tengo ninguna amiga que haya logrado compaginar una doble vida. Sin embargo, conozco a varios hombres que la llevan sin ningún problema. En esto de la infidelidad, en algún momento las mujeres perdemos la cabeza y vamos hasta el final, mientras que ellos se frenan. «¿Para qué voy a dejar a mi mujer y a mis hijos? ¿Y luego qué, tener más de lo mismo?».
—Quizás es que los hombres son más simples y no les gusta embarullar su vida. Ya tienen las complicaciones en el trabajo como para encima complicarse y malgastar su energía con otras historias que se pueden llevar sin más.
—En el fondo, en la infidelidad el hombre busca un complemento y la mujer una sustitución, cambiar al marido por otro que, muchas veces, es como una copia del que ya tiene en casa.
—Es lo que suele pasar.
—Soy muy honesta cuando te digo que todo lo que cuento es verdad. La verdad que yo conozco. El tipo de mujer que retrato es el que me rodea. No me he inventado nada. He vivido entre lágrimas a una amiga que me decía: «Mi marido no me toca, no quiere hacer el amor conmigo».
—Me parece lo habitual. En cambio no me resulta tan verosímil el capítulo en el que habla de la nobleza de marido: matrimonios de larga andadura en donde ellos desean fervientemente a sus esposas mientras que ellas pasan sexualmente. Lo normal suele ser al revés. Además he leído que la sexualidad se mitiga en el varón a una edad más temprana que en la mujer.
—¿A qué edad?
—Pues…
—O sea, que a partir de los cuarenta o cincuenta en el matrimonio nosotras queremos sexo y ellos no.
—Algo así.
—No es lo que yo he vivido. Lo que yo conozco son mujeres a las que se les ha acabado el deseo sexual hacia sus maridos. Porque a la mujer se le acaba ese deseo conyugal, y hay que contarlo.
—¿Por qué hace tantas descripciones y tan extensas sobre las relaciones sexuales?
—Porque me divierte.
—Me parece peligroso. Narrar el sexo literariamente es uno de los grandes desafíos literarios, en los que fracasan grandes escritores. De hecho, la publicación Literary Review concede un premio anual, el Bad Sex in Fiction Award, a la peor escena de sexo escrito en una novela con pretensiones literarias (no entran los libros eróticos). Murakami, por ejemplo, ha sido nominado alguna vez, y lo han ganado famosos autores, como Tom Wolfe, Erri De Luca, Jonathan Littell o Norman Mailer.
—¿En serio?
—Creo que es tan solo para novelas en lengua inglesa. O traducidas al inglés.
—¡Ah!
—Me llamó la atención de que el marido de Gabriela se sorprenda, y lo viva como algo insólito, cuando su mujer, tras quince o veinte años de casados, le besa en la boca durante esa especie de ménage a trois que se monta ella en su cabeza al hacer el amor pensando en su amante. Si una pareja no se besa así…
—Es que hay mujeres que no son de comer la boca al marido, y en esa escena sí que lo besa muy apasionadamente, porque es esa imaginación de las mujeres, que cuando hacen el amor con los maridos pueden estar pensando en otras cosas.
—¿Ha vivido en algún país de Hispanoamérica?
—No, ¿por qué?
—Por el empleo excesivo de los diminutivos. Eso del cuerpecito del hombrecito, la rusita, llenita de dolor, una escuelita Waldorf, la botellita amarilla, el banquito, la rebequita, abarrotadido…
—¡Ay, me encanta. Me apoyo mucho en los escritores hispanoamericanos. Los copio. Aprendo a escribir con ellos. En mi primera novela mis editoras me sacaron bastantes. Me gustan los diminutivos, me parece que endulzan el lenguaje.
—En España quedan cursis.
—Ah, es bonito. Hay que embellecer el lenguaje. De todos modos, he aprendido a utilizar mejor los diminutivos en esta novela.
—Pues habrá más de cincuenta, y no sé qué decirle: el quiosquito, el cubito de Rubik, las olitas del mar… Suenan raro.
—Eso es porque tú eres un intelectual, pero yo escribo para un público amplio. Sé que no soy una gran escritora, pero tengo un talento natural. Y si he quedado finalista del Planeta es porque soy valiente: he escrito de la intimidad femenina de una manera que no he sabido encontrar anteriormente. He ganado por ser valiente, no una gran escritora. Es jodido lo que digo, pero es así.
—Cada uno tiene sus talentos.
—Eso es.
—Cuando dice que es valiente hablando de la intimidad y del sexo, tengo una cierta reserva.
—¡Ay, José María! (sonríe)
—¿Puedo comentárselo?
—Sí.
—Dedica muchas páginas a describir relaciones sexuales, pero en el fondo es más de lo mismo: deslizó sus manos entre sus piernas, juega despacio con su lengua, baja lentamente su mano sobre su vientre, le acaricia el pubis, su trocito de placer, la embistió y cosas así… Cosas como él mueve su mano despacio dentro y afuera, él entra y sale con su miembro henchido. Entra y sale. Embestida. Gemido. En fin…
—Te voy a decir una cosa. Voy a quedar fatal, pero te lo tengo que decir. Yo he leído 50 sombras de Grey para escribir mi novela y me me he apoyado en su autora (E. L. James) y en Annie Ernaux.
—En Arnie Ernaux no estoy tan seguro. Ella en cinco líneas te cuenta una felación, un coito anal, una…
—Ya, pero a mí eso no me gusta. Yo tengo que escribir algo que pueda sentir. Las 900 páginas de los tres libros de las sombras de Grey me las leí en diez días porque tengo tres hijos y no me dio tiempo de hacerlo en dos. ¡Qué historia! No podía parar. Me lo pasé en grande leyéndolas. Tenía sus libros en mi mesilla, porque es una bestia describiendo el sexo y excitándote.
—Otra cosa que me ha sorprendido —y se dará cuenta de que su novela está llena de sorpresas o interrogantes para un lector como yo— es que comienza directamente con una escena de sexo entre un hombre y una mujer que no conocemos. Eso es igual que si una película porno se abre con un coito en primer plano. No tiene interés y, por supuesto, no excita. Es pura anatomía.
—Ahí tienes toda la razón: es como cuando te matan a un niño en la primera secuencia de una película. Pero aquí no es lo mismo, y esa primera escena de mi novela te atrapa, porque quieres saber qué le ha pasado a esta mujer y quieres conocer mejor a los protagonistas. Esa escena de sexo quizás sirva para enganchar al lector, pero no para excitar. Excitan más los encuentros de cada jueves en la buhardilla, porque ahí ya te son familiares los protagonistas, llevas trescientas páginas con ellos.
—Tenía muchas más cuestiones, pero la hora ya ha pasado y el tiempo se nos ha echado encima.
—¡Qué pena!
—Para finalizar quisiera hacerle una pregunta como la que le hace Gabriela a Silvia en un momento de la novela. ¿Qué prefiere, que la quieran o que la deseen?
—Yo, que me deseen.
—Exactamente igual que Gabriela. Silvia elige que la quieran y Cósima no responde pero está muy claro que, dado su caso, se decantaría por ser deseada. Quizás sea una pregunta con respuesta variable, ya que suele depender, muchas veces, de la otra persona, de las circunstancias y de la edad. A los treinta años se puede preferir que te quieran, mientras que a los cincuenta…
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Se ha acabado la entrevista y se nos han quedado muchas cuestiones en el cuaderno de apuntes. Hay pasajes sobre los que nos hubiera gustado extendernos y conocer la opinión de la autora, como ese final, algo surrealista, de la boda de Cósima y Bosco, la minuciosa escena en la que Silvia da de mamar en un tren, el discurso del psicoanalista, todo lo relacionado con la endometriosis, o los masajes vaginales preparto que intenta dar Salva a Silvia y que no deben de ser fáciles para un hombre poco acostumbrado.
Otra característica de la novela, y no sabemos si es por una vocación periodística de la autora, es la minuciosa información —información— sobre los temas o asuntos que van apareciendo en sus páginas, ya sea la Feria del Libro de Londres, los requisitos que se necesitan para optar a una beca Fullbright, la producción de algodón en Senegal, la fiesta de los libros de Sant Jordi, un informe sobre la prostitución en Barcelona o los lentes que hay que usar en una cámara réflex para determinadas fotos. Cristina Campos, muy amable, nos dio su correo para que le escribiéramos, pero quizás la entrevista ya sea suficiente.
Así que la cerramos con una doble pregunta extra, y soslayable, para el lector. En Historias de mujeres casadas, en donde abundan las descripciones de sexo, ¿habría algún pasaje que podría ser nominado al premio de Literary Review, el que ya obtuvo Tom Wolfe? Y ¿cuál se elegiría —a título individual— como la mejor y la peor escena de sexo de la novela?
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