En el ambulatorio una anciana me pregunta: “¿A qué hora tiene cita?”. “A las nueve”, respondo. Dios. Ya es la tercera persona a la que se lo digo. Son las diez de la mañana de un lunes tórrido de noviembre. Ha pasado tanto tiempo desde que entró o salió el último paciente de la consulta que nadie sabe si hay alguien dentro. Cinco minutos más y el tipo sentado a mi derecha pondrá a parir al Gobierno, a la Comunidad Autónoma, a la gente sana y, por último, a la doctora Ibáñez. “Desde el divorcio no ha vuelto a ser la misma. Ahora se lo toma con calma”, asegura un hombre que ocupa dos asientos. A mí me la trae al pairo la vida privada de la doctora Ibáñez. Si le ha ido mal en su matrimonio, qué quiere que le haga; que se hubiera casado con la soltería, como hice yo. O que se pida una baja y que la sustituya una de esas médicas portuguesas que envían de vez en cuando y que tan bien tratan a la gente. A mí me encantan las médicas portuguesas. La doctora Gonçalves, la última que me atendió, tenía una novela de mi escritor favorito en una silla de la consulta, junto al bolso: No es país para viejos, de Cormac McCarthy. Por supuesto, me olvidé de mis problemas de memoria (si es que eso es posible) y acabamos hablando del escritor norteamericano. Le dije que los paisajes de sus novelas me recordaban mucho a los pedregales de mi infancia; y ella asintió y sonrió de tal modo que cuando salí del ambulatorio me sentía mucho mejor. Pero ya son las diez y media y la doctora Ibáñez no da señales de vida. Por cierto. Acabo de referirme a mi infancia y a las novelas de Stephen King, ¿verdad? Sucede que cada vez con más frecuencia recuerdo anécdotas lejanas o de la niñez, en detrimento de lo reciente. No recuerdo, por ejemplo, lo que vi anoche en la tele, pero puedo reproducir con pelos y señales el primer capítulo de la serie Autopista hacia el cielo, estrenada en los ochenta. ¡Cómo me gustaba aquella serie, en la que un ángel enviado por el Altísimo se dedicaba a ayudar a las buenas gentes del Oeste de los Estados Unidos de América! El ángel estaba interpretado por un actor llamado Michael Landon, que también protagonizó La casa de la pradera, Bonanza, El coche fantástico y Los vigilantes de la playa, aunque esta última no estoy seguro, creo que estoy mezclando las cosas. Ya he dicho que me falla la memoria y por eso estoy aquí, a merced de la parsimonia de la doctora Ibáñez. A mi alrededor mis compañeros de espera sostienen en sus manos los papelitos de las citas, como si su sola exhibición les sirviera de alivio. Conmovido por esta visión, se me ocurre algo loco. Inspirado por la serie del ángel que acabo de mencionar, me incorporo, me dirijo a la anciana más cercana y le pido que me cuente qué le ocurre, qué le duele. La mujer sonríe sobre un fondo de risas tristes, pero al final se decide y se confiesa. “Desde hace tiempo siento un zumbido en el oído derecho que no me deja dormir”, asegura, y yo me acerco a su oído, lo examino unos instantes y concluyo que no tiene nada. “Deje de ver Sálvame o concédase una tregua, y el zumbido remitirá”, le digo por decir algo. La anciana sonríe, me da las gracias, estruja el papelito y se larga. A continuación el hombre que ocupaba dos asientos se levanta y me dice que a ver si le puedo echar un ojo, que tiene la tensión muy alta. Carajo. ¿A esto nos abocan los recortes presupuestarios? ¿A atendernos entre nosotros? ¿A que un viejo como yo decida de pronto prestar un poco de atención a la gente? Así que ausculto al hombre (se puede auscultar sin instrumentos) y le aconsejo: “No deje de fumar; antes deje el trabajo”. El tipo sonríe como si llevara esperando toda la vida que alguien le dijera eso. Me estrecha la mano, se lleva a la boca un cigarro sin encender y baja a toda pastilla las escaleras que conducen a la calle. Media hora después ya no queda ningún paciente en la sala, excepto yo. He atendido a quienes me lo han pedido; y quienes no, se han hartado de esperar. Pienso en la doctora Gonçalves y caigo en la cuenta de que se parece demasiado a una novia que tuve hace muchísimos años en Tucson, Arizona. ¿A ver si la portuguesa va a ser fruto de mi imaginación y nunca estuve en su consulta hablando de las novelas de Jim Thompson? Pero no me da tiempo a esclarecerlo, porque por fin oigo la voz de la doctora Ibáñez llamándome por el interfono: “Michael Landon, consulta 22”, dice sin ganas la médica.
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