Ando leyendo un libro sobre algunos maestros de la antigüedad clásica, y en él me he encontrado con una teoría bastante fundada y extendida: lo que Pitágoras creó, más allá de una escuela, fue una secta. Al parecer, el filósofo expuso su corriente de pensamiento por las zonas del sur de Italia con notable tiranía. Los discípulos tendrían prohibido comer habas, lucir anillos en el dedo o caminar por lugares transitados. Asimismo, era absolutamente obligatorio borrar la marca del cuerpo al hacer la cama o salir al contacto con la lluvia cuando se levantaba tormenta. Lo curioso es que, si alguien no cumplía estos preceptos, por supuesto era expulsado del grupo y sometido a una presión salvaje. Se evitaba todo contacto social con él, e incluso se levantaba una tumba ficticia con el nombre del descarriado. Pitágoras establecía una división muy hostil entre los miembros de la secta y el resto del mundo: para ellos la única verdad se hallaba en los círculos del movimiento, y lo que hubiese fuera de él era digno de toda clase de vilipendio.
Pienso en Pitágoras al leer los periódicos del día. La política ha conseguido, como el pensador griego, convertir en hostil todo lo que no gravite en torno a una ideología, a una simple idea, o incluso, más pedestre aún, a unas siglas. El último ejemplo lo vemos en la figura de Joaquín Sabina, ínclito progre de siempre, autodenominado rojo con sus cuatro letras, un hombre abrazado a los preceptos de la izquierda desde que el mundo es mundo. Bueno, pues han bastado unas simples declaraciones, donde ponía en duda precisamente el hecho de —terrible sintagma— «ser de izquierdas», para desatar la tormenta. No sabemos si con eso se refería a que ya no siente ese respeto sectario pitagoresco por las actuales corrientes, o si simplemente piensa, como pensamos muchos, que esta izquierda ya no es aquella que gobernó durante casi veinte años este país.
El caso es que, hechas las declaraciones, por supuesto el dogma se le vino encima. Poco importa si Sabina ha glosado con las mejores palabras posibles la vida de millones de personas, poco importa si ese talento que mezcló a San Juan de la Cruz con el paquete de Marlboro ha alumbrado cuatro o cinco de las diez mejores canciones en idioma castellano. Este hombre que le dio a la sintaxis el sitio de honor que merecía dentro de la cultura popular, este genio que le prestó a los cuatro acordes de siempre la máscara de la poesía, pasa a ser por una mera opinión poco menos que un paria, un hombre digno de tener una tumba en vida a la manera de Pitágoras. Allí donde se levantan las corrientes de adoctrinamiento que todos conocemos cada día se quemarán sus discos, se escupirá sobre sus libros, se ciscarán en su figura. Por suerte, a Joaquín esto ya le pilla con las suficientes muescas en el revólver como para mandar a todos estos fariseos, a todos estos fundamentalistas ideológicos, a tomar por las posaderas.
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