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Mary Shelley (I): 1816, los hijos del verano que no fue - Zenda
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Mary Shelley (I): 1816, los hijos del verano que no fue

“Lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”, afirmaba Borges. El efecto mariposa, el azar, el destino, la fortuna… son cuestiones que han fascinado a escritores como Borges o Cortázar. El ser humano no ceja en su empeño a la hora de enfrentarse a la entropía y buscar con...

“Lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”, afirmaba Borges. El efecto mariposa, el azar, el destino, la fortuna… son cuestiones que han fascinado a escritores como Borges o Cortázar. El ser humano no ceja en su empeño a la hora de enfrentarse a la entropía y buscar con desesperación un sentido a todo, incluso a esa teoría del caos que, dicen, rige el mundo. Un caos que no sólo protagoniza el arte, también lo engendra. Mary Shelley ya afirmó, mucho antes de que los dos hombres más brillantes de las letras argentinas vinieran al mundo, que la invención no consiste en crear desde el vacío, sino desde el caos.

Hace doscientos años, en una Europa mermada y sembrada de cadáveres por las guerras napoleónicas, el verano de 1816 no llegó jamás. Los habitantes de aquella época convulsa lo ignoraban, pero aquello era tan sólo el principio de un cambio climático que duraría varios años –1817 fue “el año de los mendigos”–. Frío, hambrunas, epidemias, revueltas sociales, cosechas perdidas, heladas en agosto, inundaciones, oleadas de refugiados y emigración masiva… azotaron a todo el planeta, desde China hasta Irlanda e incluso EE UU y, con especial virulencia en el viejo continente, a Centroeuropa.

200px-choleraApenas un año antes, 1815, todo el globo andaba ocupadísimo. Había que derrotar a un tal Napoleón. En medio mundo, la gente intentaba construirse países propios e independientes. Y en la remota Indonesia, ese puñado de islas perdido en los Mares del Sur, el volcán Tambora explotó. Fue la mayor erupción en unos 10.000 años. Le seguirían un tsunami e inundaciones en China, que hicieron tambalearse a una poderosa dinastía, favoreciendo el nacimiento del contrabando de opio. El monzón se alteró durante varios años, y en 1817 comienza una epidemia de cólera en Bengala que matará a millones de personas al extenderse por todo el globo. Miles morirán de hambre y tifus, y cientos de miles quedarán sin hogar. La mortalidad en 1817 será un 50% superior a los peores momentos de guerra de 1815. En una época a caballo entre la Razón y la Superstición, se ignoraba el poderoso efecto de las cenizas y el azufre en la atmósfera.

Los europeos se limitaban a observar, extrañados, los intensos atardeceres de aquel verano, que auguraban un futuro inmediato más cruel. La nieve cayó en 1816 tiñendo de rojizos y ocres la tierra incluso en junio. Heló en agosto. The Times, con su habitual flema británica, aseguraba en titulares que “el tiempo era poco amable”. El verano fue casi polar: frío, lluvias torrenciales, inundaciones, oscuridad. No fue un año de guerras o revoluciones, pero un capricho de la naturaleza dejó su huella eterna en la literatura, el arte, la política, la religión, la sociedad y la economía.

Vivir en estos años del siglo XIX implicaba, para la gran mayoría de la población, dos cosas: pasar hambre y depender de unas cosechas… que se perdieron. Con unas reservas de grano casi inexistentes tras las guerras napoleónicas −que habían llenado el continente de veteranos mutilados de guerra incapaces de alimentar a sus familias− la escasez fue inmediata. Hubo hambrunas en Irlanda y Gran Bretaña, marchas con el lema “pan o sangre”, los carros de trigo circulaban escoltados por militares en una Francia que aún recordaba la Revolución Francesa −y se centró en que en París no faltase pan, no fuesen a volver las guillotinas, ignorando a las provincias−, y en el sur de Alemania y Suiza los afortunados comían patatas podridas mientras miles de personas mendigaban alimento. Los gobiernos temblaban ante la posibilidad de revoluciones y revueltas mientras los puertos se abarrotaban de emigrantes que soñaban con algo que llevarse a la boca al otro lado del océano.

La dantesca catástrofe dejaría como legado maravillas como los mágicos atardeceres de Turner –mientras unos temblaban ante aquellos cielos de un rojo intenso, el pintor de la luz sentaba las bases del Impresionismo–. Se toman las primeras fotografías. 147 náufragos de la fragata Medusa inician un viaje suicida en busca de la supervivencia, sólo sobrevivirán 15 pero Géricault les hará inmortales en La balsa de la Medusa. Gracias al deshielo parcial del Ártico arranca la carrera para hacerse con el Polo Norte. Son los primeros años de vida de Dickens, marcados por el frío, y el año en que viene al mundo Charlotte Brontë. Rossini estrena El barbero de Sevilla en Italia. En Oberndorf (Austria), un párroco con un órgano inutilizado por el frío escribirá, ayudado por un amigo músico –Franz Gruber–, un villancico que sólo precise de una guitarra y un coro. El 24 de diciembre se estrena en la parroquia de Joseph Mohr Noche de paz. Un siglo después, los soldados alemanes y británicos entonarán ese himno en sus trincheras.

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La literatura no se queda atrás. Ese volátil cóctel de superstición, religión, razón, ciencia y romanticismo, y la oscuridad de ese verano que no fue, nos dejó los gérmenes de algunas de las obras literarias más potentes y representativas del Romanticismo: Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, el poema Oscuridad, de Lord Byron, y El vampiro, de John William Polidori, que Bram Stoker transformaría años más tarde en conde transilvano, relegando al olvido al torturado médico de Byron.

Lo que para otros suponía padecer hambre, muerte, enfermedad… para círculos como el de los Shelley representaba más bien un mero inconveniente. Es bien conocido cómo un grupo de turistas ingleses, alojados en dos villas junto a las orillas del lago Lemán, cerca de Ginebra, pasaron aquel tormentoso, frío y oscuro estío contando historias de fantasmas y charlando en lugar de hacer excursiones o navegar aprovechando el buen tiempo. De esa larga oscuridad nacerían las pesadillas y el arte. Tal vez, sin la explosión del Tambora y aquel verano frío y oscuro, la literatura se habría perdido el prodigio creador que cualquiera hubiese esperado de Percy Shelley o Byron, que junto con John Keats formaban el gran triunvirato de la poesía inglesa. Las musas, caprichosas, eligieron otras plumas.

El nombre de Villa Diodati hoy permanece tan vivo como el del “diablo” romántico que la alquiló: Lord Byron. El antaño enfant terrible adorado por la sociedad británica se había exiliado ya, acosado por acusaciones de sodomía e incesto. Pese a que su carisma y ese carácter intenso y despectivo, propenso a causar tanto amor como odio, impregnarán todo, será una joven inglesa la que creará la obra que perdurará durante siglos: Mary Shelley.

Marcada por unos padres atípicos, un marido poeta, un círculo íntimo de amplias inquietudes literarias, filosóficas y políticas y una biografía apasionante, la mayoría de sus biografías hablan más de los hombres, vástagos y amigos que poblaron su vida que de la ingente y original obra que terminará dejando tras su paso por el mundo. De hecho, el legado de Mary va mucho más allá de Frankenstein y la publicación de la obra de su futuro marido.

"Narradora, novelista, dramaturga, biógrafa, filósofa y ensayista británica, su figura y el conjunto de su obra no empezarán a reivindicarse en todo su esplendor hasta bien entrado el siglo XX, ya en la década de los 80"

Narradora, novelista, dramaturga, biógrafa, filósofa y ensayista británica, por citar sólo algunas de sus facetas, su figura y el conjunto de su obra no empezarán a reivindicarse en todo su esplendor hasta bien entrado el siglo XX, ya en la década de los 80, cuando las anotaciones completas de Frankenstein, sus cartas, o las primeras biografías centradas en su persona ven por fin la luz. Es entonces cuando se rescata su talento, su don para la narrativa biográfica y su interés en el emergente feminismo. Una vez enterrada, la sociedad victoriana prefirió relegarla al papel de esposa, hija, madre y musa, mucho más correcto, mientras que su ingente obra literaria, el novedoso pensamiento que ésta transmite y los matices de un alma revolucionaria para el encorsetado siglo XIX, habrían de esperar más de un siglo. Sus novelas, libros de viajes, artículos biográficos y el resto de su legado literario no sólo dejan claro su talento, sino su filosofía radical, muy alejada, sin embargo, de los puntos de vista de su padre o su marido. En sus obras la cooperación, la solidaridad, y la compasión −haciendo hincapié en las que practican las mujeres en sus círculos íntimos de amigos y familiares− son claves para cambiar la sociedad. Esto supone una visión muy alejada del individualismo extremo de Percy Shelley o las teorías políticas de su padre, William Godwin.

La hija del anarquista y la feminista

Mary no responde al prototipo de mujer ideal de su época. Es hija de un político y filósofo anarquista radical, William Godwin, y de una mujer adelantada a su época: Mary Wollstonecraft, escritora, viajera, filósofa y madre del feminismo. Defensora a ultranza de la educación de la mujer, de su libertad e independencia, había sido la precursora de las sufragistas. Repudiada por la sociedad, morirá once días después de dar a luz a Mary, su segunda hija, sufriendo el ostracismo que es condena de los pioneros. Sus hijas crecerán en un ambiente progresista, donde las ideas radicales, el amor libre, las tertulias con poetas expulsados de prestigiosas universidades o el rechazo al matrimonio son lo común.

Mary Godwin es inteligente, voluntariosa, tozuda y posee un talento descomunal. No en vano ha aprendido a leer sobre la tumba de su madre –junto a su medio hermana mayor Fanny Imlay, la hija ilegítima de la revolucionaria Wollstonecraft–. Su padre, el hombre que rechaza públicamente el matrimonio, volverá pronto a casarse con una mujer a la que Mary detestará. Los hijos de su segunda esposa, Max y Jane, una muchacha impetuosa y complicada un año menor que Mary −que cambiará su nombre a Claire por considerarlo “más romántico”− se incorporan a la familia. Se dice que su madre los favoreció muy por encima de las hijas de Wollstonecraft. A diferencia de Claire, Mary no irá mucho tiempo a un internado ni aprenderá cinco idiomas. Su educación es heterodoxa. Por algo es hija de un político y filósofo anarquista radical y de una mujer muy adelantada a su tiempo.

Su padre la empuja hacia la escritura desde muy joven y parece que su pasatiempo favorito, ya de niña, era crear historias. Esos relatos tempranos se pierden cuando huye con Percy en 1814, pero se cree que su primera obra publicada pudo ser una serie de versos cómicos titulados Mounseer Nongtongpaw, a los diez años. Sin embargo, en colecciones más recientes de su obra éste aparece atribuido a otros autores. A los quince su padre la describe como una muchacha “singularmente valiente, un tanto imperiosa y de mente abierta. Sus ansias de conocimiento son enormes, y su perseverancia en todo lo que hace es casi invencible”. En 1812, cuando la envía a pasar una temporada a Escocia con el radical William Baxter, escribe a éste: “Estoy ansioso de que crezca, como filósofa o incluso como escéptica”. Volverá en 1818, y en la última introducción de Frankenstein, la versión de 1831 que ha perdurado hasta hoy, afirma: “Imaginé este libro allí. Fue bajo los árboles que rodean la casa, o en las desiertas laderas de las montañas cercanas, en donde tuvieron lugar mis primeras ideas genuinas y los primeros vuelos de mi imaginación”.

Asiste a tertulias con personajes del calibre de William Wordsworth o Aaron Burr desde que tiene edad para gatear. Será en una de ellas donde conozca al poeta Percy Shelley, expulsado de Oxford por ateísmo junto a su amigo Thomas Jefferson Hogg. Los encuentros prohibidos de los amantes en el lugar favorito de Mary, el rincón al que acudía a dejar volar su imaginación, la tumba de su madre en la iglesia de Saint Pancras, comienzan de inmediato, y a los 16 protagoniza una fuga escandalosa con un poeta casado y con hijos, apenas dos meses después de conocerlo. Claire les acompañará en su fuga y durante gran parte de su vida junto a Percy, convirtiéndose en una permanente espina en el costado de Mary.

Comienza aquí su vida adulta, bohemia y errante. De Calais viajan a París, recorren Francia hasta llegar a Suiza, leyendo compulsivamente. En Lucerna se quedan sin fondos y se ven obligados a regresar. Recorriendo el Rin y luego por tierra, vuelven a suelo inglés en septiembre de 1814. Su padre rechaza prestarles ayuda y una Mary Godwin embarazada y en ocasiones enferma, observa la felicidad de Percy ante el nacimiento un hijo con su esposa, Harriet Shelley, al tiempo que coquetea con Claire. Atraviesa una depresión al morir su primera hija y da a luz a William, su segundo hijo, que nace en enero de 1816.

Claire, antes conocida como Jane, sin grandes habilidades novelísticas pero con una esmerada educación –fue la única enviada a una buena escuela y se dice que hablaba cinco idiomas–, sueña con la fama o ser actriz, y los biógrafos de ambas aún no logran ponerse de acuerdo en si periódicamente conformó con Percy y su hermana una especie de triángulo amoroso –Hoggs se refería a ella como la “segunda esposa” de Shelley– o no.

Villa Diodati.

De lo que no hay duda es de que, tras unirse a ellos en esa fuga que desembocó en un largo viaje por Europa, al volver a Inglaterra comenzó a escribir a Byron, del que sería amante, y que cuando llegaron a Suiza y se instalaron en villa Chapuis, persiguiéndolo mientras él seguía las huellas de su ídolo, Rousseau, en su novela Julia o la nueva Eloísa, ya estaba embarazada de él. Será Claire, descrita por Byron como “un poco demoníaca” −la única que no participó en aquella competición de historias de fantasmas−, quien entierre a todos.

A pesar de la oscuridad y el frío imperantes, tendrán tiempo para navegar, visitar el castillo de Chillon (donde Byron descubrirá la leyenda de François Bonivard) y decepcionarse ante la vista de la catarata de Reichenbach, en la que años después Arthur Conan Doyle intentará acabar con la vida de Sherlock Holmes. Mary permanece en la casa, escribiendo, durante la mayoría de estas excursiones, pero el 24 de julio su diario recoge sus impresiones ante la visión del Mar de Hielo del Mont Blanc: “Nada puede ser más desolador que el ascenso de esta montaña… He escrito mi historia”. Sin embargo, la expresión “transcripción finalizada” no aparecerá en sus apuntes hasta mayo de 1817.

Las ajetreadas vidas de los habitantes de Villa Diodati han provocado que éstas, a menudo, sean más conocidas que sus propias obras. Encarnaciones del prototipo “romántico”, su vida estará plagada de fugas, cunas, hijos muertos, apuros económicos, lecturas, diarios, amantes, poemas y suicidios. Pero sobre todo viajes y tumbas. La intensa impulsividad romántica y el amor libre tenían un precio.

La tormenta perfecta de un verano suizo

Y así, debido a la erupción de un volcán en los Mares del Sur que provocará un tsunami en las costas de Bali, inundaciones en China, el verano más frío del milenio en Europa y llenará los cielos del mundo de polvo y azufre, tenemos una tormenta con lluvias lo bastante fuertes para que una noche dure tres días y el grupo de los Shelley, compuesto por Percy, Mary, su hijo William y Claire, los pase encerrado en Villa Diodati junto a Byron y su joven médico y secretario, Polidori.

En sus cartas a Fanny, escritas desde Ginebra, Mary describe un frío “excesivo”, su ascenso a los Alpes en medio de “una violenta tormenta de viento y lluvia” y las quejas de los lugareños por el retraso de la primavera. Días después, en el descenso, una inesperada tormenta de nieve arruina sus vistas de Ginebra y su famoso lago. Fanny, en sus respuestas, muestra no sólo su simpatía por la mala suerte de su hermana, sino que añade que el tiempo en Inglaterra también es muy frío y “horriblemente triste y lluvioso”. “Una lluvia casi perpetua nos tiene confinados en la casa”, responde Mary el 1 de junio desde las orillas del lago. “Una noche disfrutamos de una tormenta más magnífica que cualquiera de las que había visto antes. El lago resplandecía —podían verse los pinos del Jura, y toda la escena se iluminó por un instante, cuando una negrura alquitranada triunfó, y el trueno llegó en espantosas ráfagas sobre nuestras cabezas en medio de la oscuridad”. Por su parte, Byron se queja en una carta de finales de julio del horrible clima estival, consistente en “estúpidas nieblas y neblinas, lluvias y una densidad perpetua”. Añade varias líneas sobre un, “célebre y oscuro día, en el que las aves volvieron al nido a mediodía, y las velas se encendieron como si fuera medianoche”.

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El tiempo transcurre junto al fuego hablando de Rousseau, de Wordsworth y Coleridge –que vieron a Mary jugar de niña en el hogar paterno–, de Franklin y la electricidad, de las investigaciones con cadáveres del doctor Dippel –en el castillo de Frankenstein–, de los experimentos con el galvanismo y los escritos sobre el principio de la vida de Erasmus Darwin –el excéntrico abuelo del “otro” Darwin– y leyendo Phantasmagoriana, una antología de historias alemanas de fantasmas. Lo gótico se mezcla con lo científico y lo político. Y en este marco, aderezado por tormentas, por una sobre-estimulada excitación juvenil, tensiones constantes entre los habitantes de la casa –Polidori anda un tanto enamorado de Mary, Byron desprecia a casi todos, Claire persigue a Byron y Percy trata de mantener la paz mientras mira de soslayo a Claire, y Mary escucha atentamente sus charlas con Byron–, y un ambiente cargado de feromonas, cuenta la leyenda que el siempre intenso Byron –inmerso en la creación de Las peregrinaciones de Childe Harold– propone que cada uno escriba un relato, y el más terrorífico será el ganador. En definitiva, el mito sobre la magia de aquellos días no versa sino sobre imaginación.

Lo cierto es que las notas de Mary describen Villa Diodati más como una “casa de fieras” que como un harem. Dos criados, un guía suizo, ocho inmensos perros, tres monos, cinco gatos, un águila, un cuervo, y un halcón compartían con ellos la casa. También un pavo real. El oso que Byron poseía, amaestrado en Cambridge, hubo de quedarse en Inglaterra –había que hacer sitio a Polidori en los transportes–. Y mientras ellos dejaban volar su imaginación, Suiza sufría revueltas por la falta de trigo, las aguas del lago desbordado anegaban la ciudad de Ginebra y el gobierno declaraba el estado de emergencia. Pronto, legiones de habitantes de las áreas rurales desde China hasta Irlanda acudirán desesperados a los mercados de las ciudades para mendigar o vender a sus hijos a cambio de comida.

Mary Godwin cumple los 18 el 30 de agosto de 1816 habiendo recorrido ya media Europa –los románticos son seres errantes–, y vuelto a Inglaterra para sufrir estrecheces económicas, padecer el ostracismo social y el rechazo de su padre, dar a luz a una hija que muere a los pocos días y llevar en brazos a su segundo vástago, William. De sus pesadillas, vivencias, miedos e inusual educación, nace el 16 de junio el germen de una de las novelas más interesantes de la época y de hoy: Frankenstein o el moderno Prometeo. Los grabados de Blake que había visto desde niña, los visitantes de la casa de su padre, la herencia de unos padres pioneros del feminismo y el anarquismo, su anterior viaje por Europa, ser hija de la revolución francesa, los experimentos de Dippel y multitud de lecturas… cristalizan en su interior y dan a luz la idea de la que nacerá una obra oscura y compleja. Y plagada de los cadáveres que, aunque ella aún lo ignora, poblarán su vida.

“Vi, con los ojos cerrados pero con una nítida imagen mental, al pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Debía ser terrible; dado que sería inmensamente espantoso el efecto de cualquier esfuerzo humano para simular el extraordinario mecanismo del Creador del mundo”

–Mary Shelley.

Y así, hace doscientos años, una adolescente de mente y sueños lúcidos engendra el germen de un icono y punto de inflexión en la literatura. Novela gótica, pionera de la ciencia ficción, repleta de referencias al Paraíso perdido de Milton y a La balada del viejo marinero de Coleridge, ninguna de las numerosas adaptaciones teatrales o cinematográficas de Frankenstein ha logrado hacer justicia al espíritu de una obra tan compleja como mal reflejada en el imaginario común.

"Novela gótica, pionera de la ciencia ficción, ninguna de las numerosas adaptaciones teatrales o cinematográficas de Frankenstein ha logrado hacer justicia al espíritu de una obra tan compleja como mal reflejada en el imaginario común"

El relato corto de Mary, convertido ya en novela, no verá la luz hasta 1818 −muchos considerarán que es Percy el verdadero autor, ya que se publica de forma anónima con un prólogo dedicado a su héroe, Godwin− y su nombre no aparecerá en la cubierta hasta la segunda edición, en 1823. A los editores llegará el manuscrito con una nota de Byron: “Un trabajo bastante bueno para ser una chica de 18 años”. El éxito será casi inmediato. Peor suerte correrá Polidori, cuya obra será publicada anónimamente y atribuida al mismo Byron, que había contribuido a envenenar su mente y su alma. Bajo el nombre del tenebroso protagonista de El vampiro, Lord Ruthven, se esconden muchas de las características del propio Byron.

Hoy leemos referencias a ese “año sin verano” y el propio término parece evocar una cierta poética del desastre y la tragedia que, en cierto modo, sobrevoló las vidas de los presentes aquella noche en Suiza. Polidori será el primero en abandonar el mundo de los vivos. Tras escribir El vampiro con 21 años y verse frustrado por el rechazo de los editores, los comentarios de Byron y el ácido prúsico –inventado, precisamente, por el doctor Dippel– le envenenaron a los 25. Tal vez algo más de paciencia le habría salvado la vida y otorgado la gloria que ansiaba, pues su novela no solo logró buenas críticas, sino que el mismo Goethe proclamó que El vampiro era lo mejor que había escrito Byron –cuando aún se atribuía la obra al poeta–.

John William Polidori, por F.G. Gainsford.

John William Polidori, por F.G. Gainsford.

A diferencia del resto, Polidori no será tan prolífico engendrando vástagos como obras literarias, pero su nombre perdurará, y no sólo por su criatura con colmillos. Su hermana menor se casará con un escritor exiliado italiano, Gabrielle Rosetti, y juntos engendrarán a prácticamente media hermandad pre-rafaelita. Uno de sus sobrinos editará, años después, los diarios de ese tío que eligió el veneno en todas sus formas −el que Byron vertió en sus oídos, el que envenenó su mente y su alma, el de la envidia, el opio y el ácido prúsico− sobre la vida. En 2016 la editorial Anagrama publicó en castellano Bravura, de Emmanuel Carrère, que bebe de esa fuente para revivir esos días desde la mente del trágico Polidori, reflejando su descenso a los infiernos.

Todos los hombres que esa noche habitan Villa Diodati morirán en apenas ocho años. De algún modo aquellos meses les marcarán de por vida. Lo que no era más que una vaga admiración entre Byron y Percy Shelley transmuta en amistad, y mientras uno absorbe parte de la profundidad y seriedad de su colega, el otro se empapa del espíritu de aventura y la vida “incandescente”. Las corrientes ocultas desatadas en los días a orillas del lago Lemán les perseguirán hasta la tumba. El reflexivo Shelley perecerá ahogado en la bahía de La Spezia tras salir a navegar en un velero, ignorando las previsiones de tormenta. El explosivo Byron, el aventurero de salón, terminará luchando por la independencia de Grecia y hallará su fin, convertido en símbolo de toda una generación, en los pantanos de Missolonghi.

Claire, la única que se mantendrá al margen del proceso de creación literaria, será quien sobreviva a todos. Pese a carecer de talento para las letras, su nombre también queda ligado a ellas, ya que muchos años después, entre viajes y estancias por media Europa, inspirará, en otra vuelta de tuerca, a un tal Henry James para escribir The Aspen Papers.

Sobre ficción, muertes y oscuridad

El poema que Byron barruntaba ya aquellos días, Darkness, es más que un canto a la oscuridad. Si en Frankenstein o el moderno Prometeo, nacido al mismo tiempo, se perciben paralelismos temáticos con esta obra, la similitud será más evidente en El último hombre, publicado por Mary en 1826. Esta novela nos describe un mundo asolado por las epidemias y a su único superviviente.

"Sin pretenderlo, hijos de su tiempo, inventaron el subgénero de ficción apocalíptica"

En las líneas de sus obras se hallan escondidas muchas de las claves de lo que una masa silenciosa y olvidada, compuesta por millones de personas hambrientas, desplazadas, enfermas y desesperadas, al borde de la muerte, experimentaban durante esos años. De algún modo, esa lírica que habla de muerte, hambre y destrucción, se adelanta dos años a las epidemias que asolarán Europa y nos narra ya entonces cómo, en el momento de mayor necesidad, la solidaridad humana falla, vencida por el egoísmo. Sin pretenderlo, hijos de su tiempo, inventaron el subgénero de ficción apocalíptica.

“I had a dream, which was not all a dream.
The bright sun was extinguish’d, and the stars
Did wander darkling in the eternal space,
Rayless, and pathless, and the icy earth
Swung blind and blackening in the moonless air;
Morn came, and went—and came, and brought no day,
And men forgot their passions in the dread
Of this their desolation; and all hearts
Were chill’d into a selfish prayer for Light

Famine had written Fiend. The World was void,
The populous and the powerful was a lump,
Seasonless, herbless, treeless, manless, lifeless—
A lump of death—a chaos of hard clay.”
Darkness, Lord Byron

No sólo eran prolíficos a nivel literario. Mary tendrá 5 hijos –una nacida muerta, tres que morirán en la infancia y Percy, el único superviviente–, a los que Percy suma otros dos (cuya custodia jamás recuperó) de su primer matrimonio. La única hija legítima de Byron, la recién nacida Ada Lovelace, a la que durante esos días dedicaba los primeros versos del tercer canto de Childe HaroldIs thy face like thy mother’s, my fair child! Ada! sole daughter of my house and heart?− pasará a la historia como la “científica poetisa”, dejará su nombre grabado junto al de Charles Babbage, y se la considera la primera programadora informática de la historia. Morirá a la misma edad que su padre, los 36, al que poco a poco fue pareciéndose en lo referente a escándalos románticos, adicciones al opio y al alcohol, y en sus numerosas deudas de juego. Allegra, la hija de Byron y Claire, morirá al cumplir los seis años en un convento italiano en el que el poeta la dejó en contra de los deseos de Claire –convencida de que en los conventos las condiciones eran poco saludables y la educación pobre– que le odiará profundamente el resto de su vida. Los biógrafos no logran ponerse de acuerdo en si Claire tuvo o no otra hija, Elena Adelaide, cuya paternidad se atribuye a Shelley. Por desgracia, se han perdido las dos únicas cosas que fueron tan ordenadas como exhaustivas en sus vidas: sus listas de lecturas y los diarios de Mary de ese periodo, y las declaraciones que se conservan son contradictorias.

Como todos los veranos, aquel que no fue también llegó a su fin. Cuatro meses después del inicio de aquel viaje plagado de “metafísica, montañas, lagos, amor inextinguible, pensamientos inconfesables y pesadillas”, Mary, Percy y Claire vuelven a Inglaterra y se instalan en Bath. La etapa oscura de sus vidas aún no ha comenzado. Si ya en Colonia Mary había recibido algunas cartas de su hermana Fanny que destilaban infelicidad, la tercera, remitida desde Bristol y recibida el 9 de octubre, es alarmante. El día siguiente su cuerpo inerte es encontrado en una posada de Swansea, junto a una botella de láudano y una nota de suicidio. Exactamente dos meses después, Harriet, la esposa de Percy Shelley −embarazada de su tercer hijo− es encontrada ahogada en el Serpentine, en Hyde Park.

Ambos suicidios serán encubiertos, pero la familia de Harriet asumirá de inmediato la custodia de sus dos hijos. Con el objetivo de recuperarlos y reforzar su posición, aconsejado por abogados, Percy y Mary, embarazada de nuevo, se casan en Londres ante la mirada del padre de ésta, terminando así con las disputas familiares. Aún así, Percy jamás volverá a ver a sus hijos legítimos. Mary, que ya en verano se hacía llamar Mary Shelley, se convierte al fin en la esposa oficial y no sólo de hecho del poeta. Es el 30 de diciembre de 1816.

Continuará

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Victoria R. Ramos

Plumilla bibliófila por vocación. Lectora voraz por necesidad. Fotógrafa por afición. Periodista todoterreno que pasó por grupos como Vocento o Prisa antes de ser francotiradora y ejercer ese deporte de riesgo tan en boga que supone ser autónoma. Redactora, editora, correctora, coordinadora de medios online y de aquellos que aún pasaban por imprenta y creaban monstruos. Lectora editorial. Siempre a la caza de nuevos proyectos. En resumen: escribo y disparo. @vramosbis

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