Olía a ciudad vieja y bereber: suciedad, fruta podrida, sándalo, café recién molido… Eva. Arturo Pérez-Reverte.
He visitado Tánger en alguna ocasión a lo largo de mi vida. En la última, me acompañaba mi hijo que no conocía la ciudad. Hay siempre múltiples razones por las que regresar a un lugar. En mi caso, tal vez, arrastrado por la idea de una novela, o para descubrir, una vez más, que allí todo sigue su curso habitual; el de una ciudad de viejos y bellos rincones, rodeada por los fantasmas que en otra época le dieron cierto esplendor y sentido. Y aunque nada de todo aquello exista ya, quizás, también haya regresado un poco con la necesidad de sentirme como ese espectador que necesita alejarse de todo, incluso del vapor de nuestra praxis política y de los pactos que surgieron tras aquel verano; de lo diferido que hay en los abrazos de nuestra España cainita que, como en un quiero y no puedo, hacen que nuestro querido país sea una perpetua comedia trágica. Pero, como ya sucediera la primera vez (un jueves, hace algo más de veinticinco años), regresé a Tánger con la misma sacudida de aventura que en la primera ocasión, cuando subido a bordo del Ibn Battuta cruzaba el Estrecho desde Algeciras. Recuerdo que en aquella primera impronta de la ciudad, ya por la noche, mientras paseábamos plácidamente por la Plaza de España, nos interpeló uno de los drogatas de la ciudad y supe que aquel no sería un buen comienzo. Tal fue la matraca que nos dio, que llegó a violentarse con uno de mis amigos de viaje. Y ante aquel fastidio, y viendo que la cosa iba a ponerse fea, tiré de persuasión y de su brazo (estábamos en territorio hostil) para mediar con el individuo y para que aquello no acabase a sangre y fuego. Aquello sirvió para salvar los muebles del momento y para que la cosa no fuese a más. Aunque, momentos después, la despedida traía el juramento de su puñal. “Mira, nazareno ―nos dijo susurrando al oído―, ti juro que si esta noche subes a la Midina ti voy apuñalar”. Por un momento y en el más absoluto silencio, nos miramos a los ojos. Los suyos, fríos y enrojecidos como si estuviesen inyectados en sangre; los míos, creo, llenos de acojone y serena prudencia. No hubo más palabras aquella noche con aquel individuo. Se dio la vuelta y se marchó. Con fortuna, aquella noche, la sangre no llegó al mar. A pesar de aquel incidente, nunca he dejado de visitar el país.
El brazo de mar que nos separa de Tánger, tiene un arrebato que duele y como en todo viaje, siempre hay una mezcla de fascinación y melancolía, de aventura y desarraigo. Allí, las aguas del Atlántico y el Mediterráneo se acarician, enredando con sus brazos a muchos de cuyas historias se ahogan en sus aguas. «Cruzan como barcos de papel /cual botellas de cristal /que a veces llegan o se hunden / Palabras y sueños vencidos como botines de guerra». Una ligera bruma nos acompaña en la travesía. La humedad, no impide pasearme por la cubierta de popa. He encendido un cigarrillo. Hace fresco y el motor del barco rezonga ensordecedor como si estuviera enfurecido. Todo se impregna con un olor, mezcla agridulce, entre el gasoil y el salitre del mar. El incorruptible mar lo inunda todo. Es fiel testigo de nuestras debilidades, y sobre sus aguas uno asume que el paso del tiempo es definitivo. Allí, uno aparta sus fantasmas, se vacía de rencores y todo se libra con las mismas reglas de la batalla.
En menos de una hora, diviso la “ciudad blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes”, que decía Rubén Darío; con su Casbah almenada entre la realidad y el sueño. Tánger es una ciudad inventada frente al paso del tiempo. Comenta Pierre Lotti en su obra (Au Maroc) que “posa altiva como una vedette en la puerta de África”. Y al ver la ciudad, me invade el recuerdo de los cuadros de Matisse tras exclamar que “el paraíso existe” tras una ventana. Más tarde, cuando el barco atraca minucioso en el muelle y desciendes, la soledad deseada y precisa, nos da la bienvenida.
Recuerdo, siendo un crío, mi primer encuentro con algo exótico. Mi abuelo llevaba tatuada en su antebrazo derecho, la silueta desnuda de una guapa odalisca. Tumbada, con una melena sobre los hombros, dejaba caer un brazo, desmoronado y ligero sobre su bella cintura. Cuando él abría y cerraba sus puños, la arrugada piel de su antebrazo se batía y ella meneaba su cuerpo con movimiento ondulado. Aquella mujer parecía que fuese a salir del brazo de mi abuelo para ponerse a danzar. Yo miraba atónito a mi abuelo, él me guiñaba un ojo y nos sonreíamos. ―¿De dónde es esta mujer, abuelo?―le preguntaba―. Es de África, me la dibujó una mujer en las montañas del Rif ―me contestaba―. Mi abuelo y su bailarina aún perviven en mi memoria. A veces, ella vuelve y baila para mí.
Tánger: los jueves y otras lecturas, son el recuerdo vivo de un destino. Porque fueron varias las lecturas que convivieron a un tiempo en la geografía de mi vida. Como así ocurrió la primera vez que leí la novela El Cielo Protector de Paul Bowles y que resultó ser, junto a otras, el detonante que me llevó a recorrer el país. Durante años, compartí esas lecturas recorriendo los desiertos del Gran Sur y sus montañas del alto Atlas. Paisajes exóticos y territorios auténticos que aún perviven en las crónicas de Alí Bey o Charles de Foucauld, cuando exploraron esas tierras para narrar y dibujar con croquis aquellos paisajes y lugares.
Casi siempre, son los libros los que dejan una puerta abierta por donde colarse y pasar al otro lado. Un lugar donde poner las cartas boca arriba y jugar otra partida. Un territorio para reparar y escoger tu propia libertad, incluso para hacer libre a la ficción cuando se cierra la puerta tras de sí. Como en el amor y las pasiones que siempre pasearon por mi vida y que me hicieron seguir mirando con intensa libertad. Tal vez, con la mirada del niño aventurero que nunca nos abandona.
A veces, he sentido no pertenecer más a un sitio que a otro. Y esa ausencia de arraigo, siendo útil para despojarse de prejuicios, también duele. Quizás, también tenga que ver en que la Literatura va tejiendo una trama entre lo real y lo imaginativo; dos planos superpuestos que configuran el regreso a lo perdido o casi olvidado y lo nuevo por revelarse. Kafka, escribió: “A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ése es el punto al que hay que llegar”. Y eso mismo nos ocurre con la Literatura; de donde ya no es necesario regresar, por ser el lugar más puro y libre que existe. Y así, en cierto sentido, volví de nuevo un jueves para recorrer un Tánger que, como en el pasado, sigue viviendo de susurros y humores, de amor y tragedias, de adormecidas calles con balcones descubiertos y fachadas ataviadas con zellij. Una ciudad proyectada a la espera infinita de sus fantasmas; rodeada del esplendor de otro tiempo y que dormita ilusionada entre sus vestigios abandonados.
Como toda ciudad, ésta aún huele al trágico pegamento que los chicos inhalan; a la enamorada traición, al robo y al tráfico para sobrevivir a los días y a la vida. Incluso ahora, sentado en la terraza del Hotel Continental mientras miro la bahía del puerto, la ciudad huele a misterio y espías, a esa ciudad vieja y bereber; suciedad, fruta podrida, sándalo, café recién molido… y Eva, la novela de Arturo Pérez-Reverte que me devolvió a la ciudad un jueves cualquiera, me muestra la habitación 108 como un lugar desde el que ver con otros ojos y otros sentidos.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: