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Le Prisma y Pink Floyd - Quim Carro - Zenda
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Le Prisma y Pink Floyd

—Venía a comunicarle que ha sido usted el ganador del electroshock aleatorio de esta semana— fue lo siguiente que dijo tras citar a (creo) Wilde. El sorteo de una sesión de terapia electroconvulsiva, necesaria o no, es una de tantas tradiciones extrañas y crueles que acontecen en esta siniestra institución. Es probable que ya hubiera...

Creo que fue Oscar Wilde quien dijo eso de que Los que aman la música son absolutamente irracionales, pero lo que sí puedo asegurar es que esa fue la frase que profirió el Dr. Tovar el día en que me vio bailando Red Hot Chili Peppers: unos Chili Peppers que por supuesto sólo sonaban en mi cabeza, ya que la música, excepto en momentos muy concretos, era algo prohibido en el psiquiátrico de San Humbértigo.

—Venía a comunicarle que ha sido usted el ganador del electroshock aleatorio de esta semana— fue lo siguiente que dijo tras citar a (creo) Wilde.

El sorteo de una sesión de terapia electroconvulsiva, necesaria o no, es una de tantas tradiciones extrañas y crueles que acontecen en esta siniestra institución. Es probable que ya hubiera hablado de esta lotería, pero es que con este son 111 los informes semanales que he redactado para mi psiquiatra y ya mi mente se dispersa. Lo que recuerdo perfectamente es en lo que pensaba cuando me dirigía al sótano donde me iban a freír el cerebro vuelta y vuelta: en la pasión que Lepisma sentía por la música.

Quizás por aquello de tener una provecta, aunque indeterminada edad, por lo general Lepisma no es muy amante de la música más actual, por lo menos la más comercial, y uno de los motivos es el de que esta en muchas ocasiones ya ni se publica en formato físico: para los pececillos de plata, donde se ponga el sabor de un libreto de papel con sus letras y créditos que se quite la frialdad del streaming. Y, a riesgo de que me llamen pollavieja o algún epíteto similar, no puedo estar más que de acuerdo. Llegar a casa, colocar el disco en el reproductor y sentarme con mis oídos centrados en la música, y mi mirada en descubrir detalles ocultos en las carátulas e informarme leyendo los créditos, no diré que sea un placer sustitutivo del sexo, porque para eso está el chocolate, pero más o menos. Discos en los que todo estaba pensado como obra unitaria, comenzando por el orden de las canciones, tan distinto al caos contemporáneo de escuchar piezas sueltas —cada vez más cortas porque en plataformas se cobra por número de reproducciones, y soltando a bocajarro el estribillo a la primera estrofa, sin crear ningún ambiente previo, para que el oyente ansioso no cambie de tema a las primeras de cambio— y al algoritmo que te recomienda cosas tipo Has escuchado a Los Ramones, quizás te gusten Los Manolos.

Así que, para calmar los nervios que me producía notar cómo me colocaban los electrodos, mi mente escapó de ese sótano en el que me hallaba y comenzó a sumergirse en las notas musicales de Pink Floyd; a medida que la anestesia hacía su efecto, yo me sentía tan confortablemente adormecido como cuando escuchaba la preciosa melodía de Comfortably numb.

Hello? Is there anybody in there? —y yo ya no sabía si era David Gilmour cantando o era la voz del Dr. Tovar— Just nod if you can hear me.

Me sentía como un enorme globo de helio en forma de cerdo volando entre las chimeneas de una central eléctrica, mecido por las corrientes de aire, desde donde podía ver un mundo oscurecido por las nubes: vi a Emily jugar  con Arnold Layne saltando, en un lapso momentáneo de razón, sobre 800 camas dispuestas en fila en una playa que lindaba con un polígono industrial donde dos personas, una de ellas envuelta en llamas, se daban la mano mientras que una vaca se mostraba ufana ante un gaitero que, a las puertas del amanecer, entonaba una melodía cuyos ecos me recordaban cuánto desearía que estuvieras aquí y fue cuando el psiquiatra activó la descarga y entonces.

brillé como un diamante loco

Despertar fue como chocar contra un muro. Poco a poco la realidad, sea lo que sea eso, fue apoderándose de mis sentidos y comencé a ser de nuevo consciente de dónde estaba, aunque eso sí, aturdido, exhausto, con ganas de que nunca jamás me volviera a tocar tan eléctrico sorteo.

Me incorporé, y cuando ya me iba a retirar los electrodos, un gesto firme pero amable de mi psiquiatra me lo impidió.

—¿Dónde va?

—A mi habitación, doc… —no pude ni terminar la frase sin que me volvieran a tender en la camilla.

—No tan rápido, ya hemos terminado la cara A… ahora vamos por la B.

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Quim Carro

Quim Carro (Tarragona, 1973), autor de Divitos y coleando, es licenciado en Historia y un apasionado de la creación de relatos, ya sea en viñetas de cómic o en páginas manuscritas. @QuimCarro

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