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Al compás del oleaje - Miguel Barrero - Zenda
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Al compás del oleaje

El mayor espectáculo del mundo Las palabras de antes Creo que todos los que nos dedicamos a escribir mantenemos una relación conflictiva con nuestras propias palabras, en especial con las que fuimos publicando en épocas que cada vez van quedando más atrás en el tiempo y que nos resultan, por tanto, más distantes o remotas....

El mayor espectáculo del mundo

Quienes tenemos la suerte de pasar los días junto al mar podemos caer en el error de olvidar o relativizar el privilegio de tener cerca el milagroso paisaje cotidiano que dibujan sus mareas y su espuma, la languidez que desprenden los pasos propios cuando quedan marcados por unos instantes en la arena, el aliento vivificador de esa brisa que abre los pulmones y limpia la mente. Vive uno a veces como si el mar no estuviera —como si no bastara con atravesar unas calles o unas pocas manzanas para encontrárselo de frente, como si el horizonte fuese una quimera fantasiosa y no estuviera al alcance de la mano, a la misma vuelta de una esquina— y deja que las hojas del calendario pasen sin prestarle la atención debida, incurriendo una vez más en ese vicio nefando que consiste en permitir que prime lo urgente —o lo práctico, lo previsible, lo vulgar, lo consabido— frente a aquellas otras cosas que son realmente importantes. Pasa entonces a su lado sin hacerle el menor caso, sin detenerse a contemplar el vuelo errático de las gaviotas que planean sobre sus aguas ondulantes, sin atender a la coreografía de las olas en ese vaivén cíclico y constante que viene dictado por las leyes que rigen la mismísima universalidad del cosmos, y le echa como mucho un vistazo arisco, inapropiado, desdeñoso, y le da luego la espalda como si dejara atrás una de las muchas intrascendencias con que jalona la rutina nuestros andares desnortados. Pero, afortunadamente, se cae antes o después en el error, y aunque la revelación pueda adoptar muchas formas —una melancolía de contornos imprecisos tras una ausencia prolongada, la necesidad de hallar refugio cuando se avecinan tempestades, la urgencia de lamer ciertas heridas, la voluntad de compartir y celebrar lo que se ama— la conclusión no varía o se ve modificada sólo en matices tan pequeños que apenas merecen consignarse: nos asomamos de nuevo al mar como si al reencontrarnos con él lo estuviésemos viendo por vez primera, y caminamos a su lado y dejamos que su arrullo nos resguarde y nos dé ánimos, que nos reponga de los daños y nos alivie los cansancios, y nos sorprendemos contemplándolo con el embelesamiento de un niño que se afana en la tarea de descubrir el mundo, y constatamos una vez más que él solo constituye el mayor espectáculo que la naturaleza nos regala de ordinario, el mejor antídoto contra la vanidad o la indolencia, la constatación de que la vida no es más que una larga marea que alterna calmas y tormentas y tan pronto nos arroja contra un roquedal lleno de aristas como nos deposita en una playa de arena fina para darnos un descanso. Hay veces en que se detiene uno a contemplar el mar y siente que, por fría que esté la tarde, se le calienta el corazón al compás del oleaje, y querría que se detuviera el mundo en ese instante, porque sabe que no necesita nada más y tampoco está dispuesto a contentarse con nada menos.

Las palabras de antes

"No sería quien soy sin esos libros que tan poco eco tuvieron y de los que hasta yo mismo me he ido desentendiendo sin ser consciente"

Creo que todos los que nos dedicamos a escribir mantenemos una relación conflictiva con nuestras propias palabras, en especial con las que fuimos publicando en épocas que cada vez van quedando más atrás en el tiempo y que nos resultan, por tanto, más distantes o remotas. Los miembros del club de lectura de la librería Imperia, que ha cumplido una década de vida en un barrio periférico de Gijón, han pasado este último mes leyendo algunos de mis libros y me han invitado para compartir sus impresiones conmigo. Siempre acepto estas comparecencias con mucho agradecimiento —es grato que alguien dedique una porción de su tiempo a prestar atención a lo que humildemente ha hecho uno—, un punto de incertidumbre —nunca se sabe qué puede deparar un encuentro directo con lectores— y un cierto temor de no estar a la altura de las expectativas —no siempre corresponde uno a la imagen que los desconocidos se han podido hacer de él a través de sus escritos—, cuestiones que en este caso se ven acentuadas cuando encuentro allí algunos ejemplares de mis primeras novelas, que tan olvidadas tengo ya y que sin embargo han cobrado nueva vida en estas semanas, al caer sobre sus páginas miradas nuevas que han leído desde el hoy lo que para mí es ayer, si no directamente otra vida de la que apenas me quedan reminiscencias difusas. Durante cerca de una hora y media escucho sus comentarios, y al hacer memoria para tratar de responder con una solvencia mediana las cuestiones que me plantean me descubro preguntándome quién era y qué esperaba yo de la vida cuando con veintitrés años me encontré por azar con un folleto que recogía las bases de un premio de novela al que me lancé a participar con una osadía inconsciente, por qué razón me interesé en cierto momento por los avatares de una familia de poetas a los que ni siquiera había leído demasiado, qué impulso hizo que me pusiera a fantasear sobre el improbable regreso de un exiliado que intentaba recuperar los aires acogedores de su tierra natal y se daba de bruces con una macabra procesión de espectros. En determinado momento, me preguntan si reniego de esas novelas, si preferiría no haberlas dado a imprenta nunca, y las miro y me inspiran algo parecido a la ternura. No, no las repudio. Hoy las escribiría de otra forma —porque el que soy ahora sabe bastantes cosas más de las que sabía el que era entonces— o ni siquiera me molestaría en concebirlas, pero si en aquel momento no lo hubiera hecho, si no hubiese empeñado unas cuantas horas en aquellos tanteos balbuceantes por los recovecos de un género al que nunca me había aproximado y en el que comencé a zambullirme con una insolencia no exenta de cautelas, no habría existido lo que, bueno o malo, he venido haciendo después. No sería quien soy sin esos libros que tan poco eco tuvieron y de los que hasta yo mismo me he ido desentendiendo sin ser consciente. Las palabras de hoy, al fin y al cabo, no dejan de ser hijas de aquéllas que trenzó, en la soledad de varias habitaciones, el joven que llegó a reconocerse en ellas y que abrió, hace casi veinte años, el camino por el que éste que le sucede continúa transitando.

Salvar el mundo

"¿Justifica el fin los medios? No, o no siempre. En Europa se ha puesto de moda pintarrajear sobre obras de arte para protestar por la pasividad ante los efectos del desastre climático"

¿Justifica el fin los medios? No, o no siempre. En Europa se ha puesto de moda pintarrajear sobre obras de arte para protestar por la pasividad o la inoperancia ante los efectos del desastre climático que se avecina —en realidad, lo tenemos ya encima, aunque finjamos que no somos muy conscientes—, dando a entender que resulta frívola o deleznable esa manía de entretener las horas contemplando representaciones en lienzo mientras el mundo real, éste que habitamos, se cae a pedazos. Por más que algunos gurús saluden esta forma de rebeldía, e incluso la jaleen e incentiven, no puedo alegrarme de que se pringuen los girasoles de Van Gogh o se grafitee el espacio vacío que media entre las dos Majas de Goya, porque lo que subyace en el fondo es una interpretación del arte como algo completamente ajeno al mundo y no como una parte inseparable del mismo, dado que éste —en sus diferentes planos, también en el que atañe a las circunstancias naturales— no deja de ser una manifestación del modo en que la humanidad ha venido ocupándolo y haciendo uso de él, lo cual lo convierte a la postre en una valiosa herramienta para descifrarlo. Presentar el arte como algo opuesto a la vida es un error inmenso, en tanto que el primero nace de la segunda y ésta se ve enriquecida, o aliviada, o matizada, por los frutos que deja aquél, en una relación constante de ida y vuelta que quizá no nos haga mejores, pero sí nos aporta algunas claves con las que abrir una rendija a través de la cual podremos llegar a comprendernos algún día. A su manera, y aunque ni ellos lo supiesen, también Van Gogh y Goya pintaron sus girasoles y sus Majas con la intención de salvar el mundo.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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