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Las campanas del viejo Tokio, de Anna Sherman - Zenda
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Las campanas del viejo Tokio, de Anna Sherman

Durante más de 300 años, desde 1632 hasta 1854, los gobernantes de Japón restringieron el contacto con el extranjero, un casi aislamiento que fomentó una cultura notable y única que perdura hasta nuestros días. Durante su periodo de aislamiento, los habitantes de la ciudad de Edo, más tarde conocida como Tokio, confiaban en sus campanas...

Durante más de 300 años, desde 1632 hasta 1854, los gobernantes de Japón restringieron el contacto con el extranjero, un casi aislamiento que fomentó una cultura notable y única que perdura hasta nuestros días. Durante su periodo de aislamiento, los habitantes de la ciudad de Edo, más tarde conocida como Tokio, confiaban en sus campanas públicas para dar la hora. En su extraordinario libro, Anna Sherman relata su búsqueda de las campanas de Edo, explorando la ciudad de Tokio y sus habitantes y la relación individual y particular de la cultura japonesa —y la lengua japonesa— con el tiempo, la tradición, la memoria, la impermanencia y la historia.

Zenda adelanta las primeras páginas de Las campanas del viejo Tokio (Meditaciones sobre el tiempo y la ciudad).

***

Las campanas del tiempo

Sonó la campanada de las cinco, sus notas se extendieron por el parque Shiba. Todos los días, por toda la ciudad, los altavoces de Tokio emiten a las cinco en punto de la tarde lo que se llama el bōsai musen inalámbrico. Es la melodía de una nana interpretada con xilófono que pone a prueba el sistema de transmisión de emergencia de la ciudad. En todo Japón, las melodías varían, pero las emisoras de Tokio suelen tocar la misma canción: «Yūyake Koyake».

La letra dice:

El ocaso teñido de rojo marca el irremediable paso del tiempo,
al oír el tañido de la campana del templo de la montaña
cogidos de la mano, volvemos a casa; también los cuervos.
Ya en casa los niños,
sale la luna grande y redonda;
en los sueños de los pájaros,
el brillo dorado de las estrellas impregna el cielo nocturno.

Los altavoces de la noche no estaban tocando «Yūyake Koyake», sino otra cosa. No reconocí la canción, y me estaba preguntando cuál sería cuando, enroscándose en la transmisión grabada, oí otro sonido: la campana de Zōjō-ji, el antiguo templo cercano a la Torre de Tokio.

Una sola campanada sonó casi como un acorde: una nota aguda que iba bajando de tono y haciéndose más grave. Busqué de dónde venía el sonido y fui hacia él. Al pasar por la triple puerta del templo, pude ver una enorme campana instalada en una torre de piedra abierta y a su tañedor ataviado con ropas de color añil oscuro. Era muy joven. Una gruesa viga de madera, shumoku, colgaba horizontalmente de una cuerda de hilos trenzados de color morado, rojo y blanco. El muchacho se colgó de la cuerda, balanceando el shumoku un poco hacia atrás, y luego otra vez, antes de golpearlo como un ariete contra la campana de bronce de tonos verdosos. Arrastrando la cuerda, el chico echó todo su peso hacia atrás, cayendo y cayendo hasta casi sentarse en el embaldosado de la torre; entonces el retroceso le hizo subir y subir de nuevo. Todo el movimiento parecía una grabación inversa; una caída invertida mágicamente.

Japón es un país de campanas. Cuando era pequeña, alguien me regaló una campana de viento japonesa, un objeto endeble en forma de pagoda: los cinco aleros de los tejados de tres niveles tintineaban con pequeñas campanas y con cinco cilindros huecos colgantes que sonaban cuando se golpeaban entre sí. El hilo de pescar mantenía el juguete. Tal vez porque los hilos eran transparentes, el carillón de viento siempre parecía que estaba a punto de salir volando.

Nadie nunca la colgó y, con el tiempo, los cabos se enredaron hasta no poder deshacerse: su tañido no llegaría a oírse nunca.

Pero la campana fue mi primer Oriente: el centelleo del metal, las notas brillantes, los vientos de la noche.

*

Después del último toque, el tañedor desenganchó el cordón multicolor, se lo echó al hombro y se dispuso a subir un largo tramo de escaleras hasta desaparecer en el salón principal de Zōjō-ji.

Una pequeña placa metálica en la torre rezaba: «Shiba Kiridoshi. Una de las campanas del tiempo de Edo».

Antes de que Tokio fuera Tokio, se llamaba Edo. Desde principios del siglo XVII, Edo fue el centro político de facto de Japón, aunque Kioto siguió siendo la capital del país hasta 1868, como lo había sido desde el año 749. Al principio, solo tres campanas daban las horas en Edo: una en Nihonbashi, en el recinto de la prisión sito en el corazón de la ciudad; otra cerca del templo consagrado a la diosa de la misericordia; y la tercera en Ueno, barrio próximo a la Puerta del Demonio, en el norte de la ciudad. A medida que Edo crecía (en 1720, más de un millón de personas vivían en la ciudad), el sogún Tokugawa autorizó la colocación de más campanas para medir el tiempo. En Shiba, junto a la bahía de Tokio. Al este del río Sumida, en Honjo. En el distrito occidental de Yotsuya, en el templo del Dragón Celestial. Al suroeste del centro, en las colinas de Akasaka, donde ahora se encuentra el Sistema de Radiodifusión de Tokio. Al oeste, en Ichigaya, cerca del Ministerio de Defensa. Y al noroeste, en Mejiro, donde en 1657 se desató el peor incendio de la ciudad.

Las campanas tocaban las horas para que la gente de la ciudad del sogún supiera cuándo era el momento de levantarse, de dormir, de trabajar, de comer.

Junto a la placa metálica había un mapa que mostraba el alcance de cada campana, una serie de círculos superpuestos entre sí, como la imagen que crean las gotas de lluvia al caer en un estanque quieto. Gotas de lluvia congeladas en el momento que golpean el agua.

*

Justo antes de morir, en 2003, el compositor Yoshimura Hiroshi escribió un libro titulado Las campanas del tiempo de Edo (Toshi no oto).

Yoshimura había trabajado como diseñador de sonido. Podía construir un universo entero a partir de un fragmento de música, unos pocos versos, el nombre de una colina, un pozo o un río. En su último libro, Yoshimura quiso describir Tokio tal como lo perciben los ciegos: el sonido de los pasos de los trabajadores que vuelven a casa cruzando el parque de Ueno; el tintineo de las monedas arrojadas a las cajas de ofrendas en los templos y en los santuarios; los abucheos a un torpe tañedor de campanas en el joya no kane, ceremonia de origen budista en la que suenan ciento ocho campanadas para celebrar el paso del año viejo al año nuevo (108 es el número sagrado por el que se libera a los corazones de los defectos mundanos corruptos).

«La ciudad del sogún ha desaparecido casi por completo», escribió Yoshimura. No solo los edificios y los jardines, sino también el paisaje sonoro de la ciudad. En Las campanas del tiempo, Yoshimura recorre a la deriva la vasta ciudad en busca de sonidos que no hayan cambiado en quinientos años. Algunos eran demasiado sutiles para el Tokio del siglo XXI: el sonido de los lotos cuando se abren al amanecer. «Las multitudes se reunían todos los veranos para escuchar el crujido de los brotes que ondulaban en el estanque Shinobazu. ¿Podemos imaginar lo sensible que era la gente de entonces?». Sin embargo, algunos sonidos de Edo aún sobreviven: los vendedores que gritan sus productos en los mercados; las campanas de viento de cristal que son transportadas en carros por la ciudad cada mes de julio; y el tañido de las campanas que dan la hora.

Yoshimura creía que el sonido de las campanas de los templos estaba más relacionado con el silencio que con su tañido. Y que, cuando tocaba, la campana se bebía toda la vida que había a su alrededor.

«El sogún se ha ido, pero puede oírse lo que él oía —escribió Yoshimura—. La nota se abre hacia el exterior. El sonido guarda en su interior el movimiento a través del tiempo».

Decidí seguir a Yoshimura y buscar lo que quedaba de su ciudad perdida. No tomaría las rutas de las autopistas elevadas, ni las vías de la línea Yamanote, que rodea el corazón de Tokio, sino que rastrearía las zonas en las que se podían oír las campanas, el patrón que en un mapa se parece al dibujo que hacen las gotas de lluvia cuando chocan con el agua. El viento podía llevar las notas del tañido de las campanas hasta la bahía de Tokio, o la lluvia podía silenciarlas como si nunca hubieran existido.

Un círculo tiene un número infinito de comienzos. La dirección que había tomado podía cambiar, igual que podían cambiar los círculos trazados en el mapa.

Había límites, pero no eran fijos.

Daibo Katsuji era famoso —aunque durante años no supe hasta qué punto lo era— por su café, y especialmente por la forma en que dejaba caer el agua hirviendo sobre los granos molidos. Vertía una gota, dos gotas, luego tres, hasta que el agua se derramaba en una cascada brillante.

El pelo negro de Daibo estaba cortado como el de un monje. Todos los días se ponía una camisa limpia de un blanco resplandeciente, pantalones negros y un delantal también negro: un uniforme que nunca variaba y que para él era como la túnica de un asceta. Tenía los ojos rasgados y oscuros, y una mancha azul oscuro en el labio inferior, tal vez una marca de nacimiento. Era un hombre menudo, pero no lo parecía cuando estaba detrás del mostrador.

Nadie se tropezaba con el café de Daibo por casualidad. Tenías que saber que estaba allí, antes de aventurarte a subir las estrechas escaleras que llevaban a él. El local era pequeño —solo veinte sillas—, el tipo de rectángulo estrecho que los japoneses llaman nido de anguila.

Tokio es una ciudad inquieta que nunca descansa, donde todo cambia y vuelve a cambiar, pero eso no ocurría con el café de Daibo. Siempre había permanecido inmutable.

Era un pequeño café situado en un primer piso, encima de un restaurante de barra de ramen que ocupaba la planta baja. Luego, el local de ramen se convirtió en una taquilla para dejar el equipaje. Antes de que existiera el restaurante, había una tienda. El piso de encima del café lo ocupaba un vendedor de espadas, y en el último piso creo que había un vendedor de netsuke: miniaturas de formas distintas talladas en hueso o madera. Uno tras otro, los inquilinos del edificio se fueron jubilando o cambiaron de ubicación y el lugar fue quedando vacío, con excepción del café de Daibo. Él nunca dejaba su puesto; solo se tomaba tres días al año en agosto para viajar al norte del país, hasta las montañas de Kita-Kami, en Iwate, donde había nacido.

De un extremo a otro del local se extendía un tosco mostrador de pino que Daibo había recuperado de un aserradero y que, tal como contaba él mismo, «era un tronco flotante».

Todas las mañanas, Daibo tostaba granos de café. Abría las ventanas y el humo del tostadero salía por ellas y bajaba hasta Aoyama dōri e incluso llegaba hasta el cruce de Omotesandō. Verano e invierno, primavera y otoño.

Los granos de café repiqueteaban haciendo un sonido semejante al de un palo de lluvia o al de las bolas de un bombo de lotería cuando gira. Sobre ese sonido de base flotaba el jazz, que Daibo tanto amaba. La música desaparecía ahogada por una sirena, el tráfico, la lluvia, el estridente canto de las cigarras, y luego reaparecía como si nunca se hubiera ido.

Daibo daba vueltas a la manivela de su tostador —que tenía una capacidad de un kilo— con una mano, y con la otra sostenía un libro que iba dejando de vez en cuando para probar el sabor de los granos de café que recogía con una cuchara de bambú ya ennegrecida. Luego, volvía a tomar su libro y seguía leyendo.

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Autora: Anna Sherman. Traducción: Victoria Pradilla Canet. Título: Las campanas del viejo Tokio (Meditaciones sobre el tiempo y la ciudad). Editorial: Capitán Swing. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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