Ese género literario consistente en que el autor hable de sí mismo (y de las cosas que le pasan) es difícil y, en ocasiones, brillante. Y, de vez en cuando, también carente de interés. A caballo entre el dietario, la agenda y las memorias, Francisco Umbral sentaba cátedra en este asunto hace muchos años en un naciente periódico denominado El País. En una sección diaria —diaria— el Maestro daba cuenta de lo que le pasaban a él, a España y a su mujer, a la mujer de Umbral, que se apellidaba España. Eran todo fantasías, pero funcionaba. Umbral edificó su obra entera inventándose a sí mismo de una forma maravillosa —en ocasiones—, y un poco pesada en otras. Nadie, al fin y al cabo, puede ser genial todo el rato, y hasta Picasso y Antonio Machado tienen alguna cosa, cada uno en su género, que en fin… A mí el género del autor que habla de sí mismo me atrae poco: si me atrae poco la recherche de Marcel, (unas memorias tenidas por obra maestra —y hasta seminal— del género, y eso que las tres cuartas partes son fantasía), es fácil imaginar lo que me puede atraer una puntillosa exposición de las tribulaciones de un señor de Cuenca u otra de las de una señora de El Bierzo.
Últimamente, este asunto de las experiencias personales de los autores de libros se está pasando de la raya; resulta que algunos, todos de reconocido prestigio, han sido padres y madres, o sea que han tenido hijos, o hijas, no sé, y le han dedicado al asunto, ya no un articulillo: libros enteros. Con tal motivo, han estado contando en los medios lo bien que se sienten desde que un bebé alegra sus días y lo emocionante que resulta referirlo, cosa, por otra parte, que viene haciendo la gente desde que el mundo es mundo. Tener hijos y después contarlo, no necesariamente en libros, sino en la carnicería, en la cola del pan o en el dentista.
Personalmente, nunca tuve hijos. Sí los tuvo, en cambio, mi negro y también mis vecinos, así como varios colegas y compañeros de claustro (hasta mi buena y santa madre tuvo uno), y por eso sé que los hijos, en realidad, son una lata. A los bebés hay que domarlos como se doman los leones en los circos, porque si les das confianza se te suben a las barbas. Después se hacen mayores, se te agarran y ya no te los quitas ni con agua caliente, como las ladillas. Son animalillos peligrosos los bebés, y hay que ponerse a la tarea de ahormarlos en cuanto se presentan en casa; llegan sin otro plan que comer, dormir y hacer caquita, y es imprescindible dejar claro enseguida quién manda. Vamos, que echar hijos al mundo no da más que para pelear con ellos. Seamos serios: la gente viene haciendo niños desde el origen de los tiempos y no parece que la experiencia haya dado para mucho. Que algunos divaguen sobre ello, tampoco, pero de algo hay que escribir, así que aquí me tienen: pasando esta mañana de domingo en la que el césped se ha despertado cubierto de hojas. No me apetece salir a barrerlas, que es lo que tendría que estar haciendo (en vez de consideraciones idiotas sobre la gente que se siente Supermán por tener hijos). Yo, por no tener, ni perro: lo que tengo son achaques. Bueno, y demasiados libros. Es evidente que nunca alcanzaré a leer todos, alguno sí, pero que me moriré (por culpa de los achaques) antes de poder siquiera empezar cada uno de los libros acumulados en mi madriguera de brontosaurio a extinguir: empiezo muchos pero termino pocos. He llegado a un punto en el que leo cosas, y ya no necesariamente libros, desde las instrucciones del s-tematix al prospecto del Sintrom, sin poner intención en ello, como el que fuma: por vicio. Por la mañana abro el ojo, echo mano a un texto con la mano derecha, el que sea, pillo con la izquierda las gafas y hala, a echar la mañana hasta que el cartero llama diecisiete veces. Cuando por fin le abro, me deja correspondencia de medio mundo, hasta de Vietnam me escriben, que abro a voleo mientras me tomo un pequeño refrigerio: pollo frío, pan francés y una copita de vino español, que es cordial y levanta el ánimo. Jamás café ni té porque me ponen a cien, y al doctor Wilkins de los nervios: cuando me toma la tensión, el cacharro canta el «Soldado de Nápoles» y él me riñe con benevolente paciencia. “Pero hay que ver, Bowman: ya ha vuelto usted a tomar café del Tesco”. El Tesco de la calle Ringling es el súper del barrio y lo lleva una chiquilla de origen pakistaní muy guapa y muy seria que me sonríe como Rishi Sunak: un buen motivo para ir por allí, así que voy siempre que puedo y entonces me compro cualquier cosa sólo para que me sonrían, aunque sea en el Tesco, menos da una piedra. Lo dicho: que a quién se le ocurre escribir sobre las cosas que le pasan.
O, peor aún, que ni siquiera le pasan.
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