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La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi - Zenda
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La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi

La nave de los locos (Menoscuarto ediciones), de Cristina Peri Rossi, es una de las obras más importante del postboom latinoamericano. Esta narración es una lograda metáfora del exilio, que sufrió la propia autora, y de las corrientes migratorias que han tenido lugar a lo largo de la historia de la humanidad. Zenda adelanta las...

La nave de los locos (Menoscuarto ediciones), de Cristina Peri Rossi, es una de las obras más importante del postboom latinoamericano. Esta narración es una lograda metáfora del exilio, que sufrió la propia autora, y de las corrientes migratorias que han tenido lugar a lo largo de la historia de la humanidad.

Zenda adelanta las primeras páginas de esta novela de la autora galardonada con el Premio Cervantes en 2021.

***

EQUIS: EL VIAJE, I

En el sueño, recibía una orden. «La ciudad a la que llegues, descríbela.» Obediente, pregunté: «¿Cómo debo distinguir lo significante de lo insignificante?».

Luego, me encontraba en un campo, separando el grano de la paja. Bajo el cielo gris y las nubes lilas, la operación era sencilla aunque trabajosa. El tiempo no existía: era una continuidad de piedra. Trabajaba en silencio, hasta que ella apareció. Inclinada sobre el campo, tuvo piedad de una hierba y yo, por complacerla, la mezclé con el grano. Luego, hizo lo mismo con una piedra. Más tarde, suplicó por un ratón. Cuando se fue, quedé confuso. La paja me parecía más bella y los granos, torvos. La duda me ganó.

Desistí de mi trabajo. Desde entonces, la paja y el grano están mezclados. Bajo el cielo gris el horizonte es una mancha, y la voz ya no responde.

EQUIS: EL VIAJE, II

«Y no angustiarás al extranjero: pues vosotros
sabéis cómo se halla el alma del extranjero, ya
que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.»

(La Biblia, Éxodo 23, 9)

Extranjero. Ex. Extrañamiento. Fuera de las entrañas de la tierra. Desentrañado: vuelto a parir. No angustiarás al extranjero. Pues. Vosotros. Vosotros. Vosotros. Los que no lo sois. Sabéis. Vosotros sabéis. Nosotros empezamos a saber. Cómo se halla. Cómo. El alma del extranjero. Del extraño. Del introducido. Del intruso. Del huido. Del vagabundo. Del errante. ¿Alguien lo sabía? ¿Alguien, acaso, sabía cómo se encontraba el alma del extranjero? ¿El alma del extranjero estaba dolorida? ¿Estaba resentida? ¿Tenía alma el extranjero? Ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.

La sirena del barco había comenzado a aullar exactamente en el verso número dieciocho del canto VI de la Ilíada. «¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me preguntas sobre el abolengo?» Era Glauco a punto de enfrentarse con Diomedes. Sirenas: doncellas fabulosas que moraban en una isla, entre la de Circe y el escollo de Escila, y que con su dulce voz encantaban a los navegantes. Lo recordó porque era el quinto día de navegación y la segunda escala; la Bella Pasajera se acercó hasta él, ya con el ronroneo de la gata blanca cansada de mar, y por decir algo, le preguntó:

—¿Qué está leyendo?

Existían otras traducciones, informó, solícito. En las otras, Glauco decía: «¿Por qué me interrogas sobre mis antepasados?». Y las sirenas, no eran las mismas, tampoco. Salvatore Quasimodo había iniciado una nueva traducción de los primeros cantos de la Ilíada: no terminó la obra, pero allí estaban, cuatro bellos cantos. ¿Dónde era que estaban? Ah, sí, en la bodega del barco, empaquetados, varios cientos de millas de mar en alguna dirección, este u oeste, norte o sur. Nunca fue ducho en geografía ni en océanos.

—¿De veras es la primera vez que viaja? —le había preguntado la Bella Pasajera, al quinto día de navegación. Ojos verdes y ancho mar. Caderas semovientes, amplios costillares. El mar se bamboleaba, como el agua de un vaso. O era del barco. El barco era el vaso moviéndose en altamar. O baja. ¿Quién lo sabía?

—De veras —contestó él—: Es la primera vez que viajo. —Ahora tendría que ponerse a dar explicaciones—. En cambio —le dijo, tratando de salvarse de algo: del pasado, del futuro, de otras preguntas, de la incertidumbre— he leído todos los viajes posibles en los libros.

Ella guardó silencio, pero lo miró con curiosidad. Con una curiosidad tan atenta, tan incitante, que él se sintió inquieto.

—Hasta podría decirle —agregó con una petulancia que solo la timidez podía justificar— que este viaje ya lo leí más de cinco veces.

El viaje leído: los pasillos estrechos del barco, pintados de ocre, tan semejantes a las galerías de los hospitales; el olor a mar; las cabinas de pasajeros con sus números pintados en las puertas, como habitaciones de enfermos; el bar de la clase turística con sus taburetes rojos de cuero y los focos de luz naranja, el podio para la pequeña orquesta que siempre desafinaba las mismas melodías. Una música vieja y nostálgica, sin lugar de origen, apropiada para cualquier edad, para cualquier viajero, para todo estado de ánimo. Polvo de estrellas, Algo para recordar, Vámonos a Cuba, Siboney y Bahía. Quizás estos introducirían alguna novedad, quizá podían ejecutar, en el sentido literal del término, Diamantes para ti, Dominó y Michele.

El viaje leído: la Bella Pasajera, paseando por la borda su languidez vestida de verde, su falsa curiosidad que conducía, inevitablemente, al camarote oscuro; bailando, a la noche, con la gracia medida y la incitación justa un lento bolero de Los Panchos, prolongando los pasos como las «o» de «amooooor» y moviendo las caderas (el golpe preciso, como un bamboleo de mar) en una rumba que solo sobre él tuvo un efecto depresivo: creyó estar viajando en el tiempo hacia atrás, no en un barco en el espacio.

El viaje leído: a la hora del desayuno, los pasillos que conducían al comedor repleto, gente apoyándose en las barandas, con caras de mal dormidos, porque anoche el mar estuvo picado y usted vio cómo se movía hasta el espejo, se desparramaron las cosas del bolso y no pude encontrar las pastillas para el mareo. Y a la hora de las comidas, la avidez mal disimulada de los viajeros, que quieren aprovechar bien el precio del billete y miran con ilusión una carta donde el menú siempre se repite, a la espera del postre insólito o el champagne que nunca llega.

El viaje leído: el baile nocturno en la pista que se prolonga hasta el amanecer, los oficiales dirigiendo sus miradas profesionales hacia las piernas y tobillos, hacia los muslos y caderas, mientras lentamente encienden un cigarrillo americano y repiten que el barco es una réplica, una maqueta del otro mundo (ese que está ausente durante quince días de navegación); una réplica mezquina, como todas las reproducciones a escala, pero igualmente regido por leyes, igualmente centrado en la cacería; con sus autoridades, sus clases sociales y su mercado. Ahora la orquesta ataca, ataca y ejecuta El tercer hombre, hay un modesto y bienintencionado juego de luces sobre la pista para iluminar al saxofonista, soliloquio de saxofón, sexo y ron, luz amarilla sobre las manos regordetas con un leve vello azul, algunas parejas se mueven morosas y lentas, el mareo del mar y del alcohol, de la incertidumbre, del agua, de los vínculos breves y fugitivos, el barco tiene algo de ghetto, algo de cárcel y la Bella Pasajera baila sola en el centro de la pista, no quiere pareja, por el momento, él acaba de pedir otro whisky y la mira, bajo las guirnaldas de papel y los farolitos chinos que le traen reminiscencias de su infancia, las guirnaldas que cuando la luz de salón se apaga quedan colgando, trofeos sin valor, testimonios tristes, luciérnagas moribundas [1].

La noche no circula libremente arriba del barco; tiene sus normas, su código, sus ritos que cumplir. Después de las doce, camareros poco amables (desprecian a los viajeros de clase turística, que no dejan propinas y siempre tienen hambre) depositarán sobre la larga mesa blanca del salón las fuentes con pizza; los agitados bailarines se lanzarán sobre los platos como exiliados hambrientos. No angustiarás al extranjero: pues vosotros. La pista queda vacía, con sus guirnaldas colgando: todos se concentran alrededor de la mesa y la salsa roja chorrea sobre el mantel. Solo la Bella Pasajera no corre en dirección a los platos. Lo mira, inquisidoramente, desde lejos, y él recibe la mirada como un signo, la luz de altamar, el faro verde encendido en la noche que guía a los viajeros. Él siente que dentro del viaje, hay otro viaje.

Un marinero coloca el cartel de Actividades con el programa para mañana, sábado. A las siete: misa matutina. ¿Quién va a la misa de mar? La pareja de ancianos del camarote A 26, probablemente. Una vieja desdentada y su marido enfermo. Le tocó compartir la mesa con ellos, dos veces. Él se queja del estómago y casi todo lo que come le hace mal. Ella sonríe comprensivamente, mira a su alrededor, explica al resto de los viajeros (indiferentes, sumidos en sus propios platos):

—Es el mareo, ¿saben? Le hace mal el movimiento del mar.

¿Lo lleva a morir a su tierra? ¿Va a morir al pueblo donde nació? Tiene el rostro amarillo, ojeras verdes y no habla casi nunca. La vieja mastica lentamente, picotea el plato; sin prisa, sin ansiedad, termina siempre toda su comida, aunque sea la última en levantarse de la mesa, cuando ya el camarero la mira con impaciencia. Como un pájaro gris, la vieja devora todo lo que ponen ante ella. Él no puede. El viejo mira la comida y su rostro adquiere un tono ceroso de maniquí. «Come, come, hombre», insiste la vieja. Y la salsa de los fideos, roja, parece más agresiva, más insana que nunca. Hasta que él se cansó de ver el mismo espectáculo y le dijo, mientras los demás limpiaban el fondo del plato con un trozo de pan:

—Llévelo al médico de a bordo y pídale un menú especial.

La vieja lo miró con sorpresa. Después, contempló al viejo como si por primera vez considerara seriamente la posibilidad de que estuviera enfermo, y eso fuera algo ofensivo, desvalorizador; algo que no tenía que ver estrictamente con el viejo, y que cambiaba el orden que ellos dos habían establecido. Luego volvió los ojos hacia el plato, lleno de una salsa roja humeante y salpicada de pimienta, pareció lamentar el desperdicio, y le dijo:

—No. Es el mar. Es el mar. Es el mareo del mar.

Él pensó con disgusto en un funeral a bordo.

***

[1] «harán nido en tu pelo», del tango El día que me quieras, traducido libremente por Vercingétorix: «arácnido en tu pelo». A Vercingétorix le parecía un poco raro que Carlos Gardel le cantara a los ácaros rojizos incrustados en una cabellera de mujer, pero en materia de amor era muy comprensivo, y luego de desentonar muchas veces la misma estrofa con su profunda voz de bajo, se negó rotundamente a modificarla. En las plazas, en los cafés y en los lugares nocturnos miraba fijamente el pelo de las desconocidas, tratando de descubrir, bajo las tinturas, el oscuro nido del arácnido.

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Autora: Cristina Peri Rossi. TítuloLa nave de los locosEditorial: Menoscuarto. VentaTodos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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