La noche que conocí a Mónica me arrancó la ropa como si buscase a un enemigo en mi cuerpo. Tiró de mis pantalones como los veterinarios sacan a los potros del interior de las yeguas; tras el parto, los lanzó con furia en medio de la oscuridad. Sonó un chasquido. Al día siguiente recolectamos la ropa esparcida por el suelo, interrumpí la búsqueda besando su cuello, lo hice con unos labios afilados de cobardías, frente al espejo, que lucía una cicatriz.
Tras la ruptura, busqué a Mónica por internet y la encontré por amigos comunes en una red social. No fui capaz de ponerme en contacto con ella. Su perfil estaba abierto, aunque la información escaseaba, no compartía fotos de gimnasio, viajes u otras mamarrachadas con las que adornamos la Navidad de la personalidad. Entre las pocas cosas que exhibía, encontré la portada de un libro de John Banville. Lo leí y desde aquel día no he dejado de hacerlo. Las fidelidades son extrañas.
Le confesé a Banville cómo empezó mi obsesión por su obra, se rio y me frotó la espalda, como el que consuela a una mascota después de pasar todo el día fuera de casa. No es la primera vez que nos encontramos, pero esta vez era en Madrid, con motivo de la lección inaugural del Máster de Narrativa que ofrece la Escuela de Escritores, dirigido por Javier Sagarna y coordinado por Ignacio Ferrando. Rubén Abella lanzó preguntas a Banville desde las trincheras de la escritura. Todos ellos gestaron una atmósfera idílica de complicidad literaria.
Banville correspondió generosamente, sentado con serenidad estoica, salpicado por el humor de una persona que no desdeña el juego de ironías que cosecha el mundo. Respondió a la primera pregunta diciendo que no existe mejor invento que el lenguaje. Con él creamos la realidad, expresamos el miedo, declaramos el amor o las leyes. Gracias al lenguaje nombramos las cosas que nos envuelven, pero la literatura fracasa al intentar poseerlas, y aun así es el mejor fracaso que tenemos disponible. Una civilización puede carecer de barcos, ruedas o pólvora, pero no existe sociedad sin lenguaje.
A pesar de la efectividad del lenguaje para dominar la superficie de las cosas, su auténtico poder radica en la ambigüedad. Gracias a ella existe la literatura y el arte, lugares donde la imaginación desactiva el rigor con el que un día heredamos el valor de las palabras. La imaginación crea el lenguaje y con él hacemos eso que llamamos realidad. Aquí radica la magnitud de su ambigüedad: necesitamos el lenguaje para etiquetar el mundo, pero también aprendemos la convalecencia de los significados que nos prestaron, y entonces debemos buscar nuevas formas de recolectar las palabras.
Uno de los motivos de mi fidelidad hacia Banville se debe a que narra la naturaleza escindida que somos. Por un lado somos la búsqueda siempre frustrada del corazón de las cosas. Alguien dará carpetazo a este asunto diciendo que quiere o conoce la «verdad». No me es extraño, todos anhelamos la certeza, pero poseerla implica un asesinato. Afortunadamente, y por otro lado, también somos imaginación, con su euforia creativa, esa que rompe los reflejos, alterando la imagen con la que nos proyectamos. Así se significan los mundos de nuevo, salvo que alguien haya dado el primer carpetazo.
La literatura, según Banville, no es un medio para aprender cómo es la vida, más bien enseña cómo ser un actor y mantenerse en el escenario. No le importan los hechos, por sí mismos le resultan aburridos. Su objeto de escritura no es lo que la gente hace, solo le preocupa lo que el ser humano es. Uno de los rasgos más poderosos de nuestra condición es el enamoramiento, porque es el momento en el que la imaginación trabaja con mayor agitación, transformando la imagen que proyectamos frente al espejo. Escribir es una forma de vivir enamorado, también es una forma de escapismo irónico: cuanto más lejos crees que estás, vuelves al inicio, ese que creías superado.
Fracasamos al intentar alcanzar el corazón de las cosas, porque no existe una realidad dada, tan solo podemos crearla, y cuando se desgasta, debemos imaginarla de nuevo. Después del encuentro con Banville, cambié el espejo con su cicatriz, que había permanecido mudo ante otros cuerpos durante años. Me libré de mi reflejo segmentado, pero días después aparecieron los brotes de este texto.
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