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Un secreto y otros cuentos, de Severino Pallaruelo - Zenda
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Un secreto y otros cuentos, de Severino Pallaruelo

Un secreto y otros cuentos (Xordica), de Severino Pallaruelo, son las historias y la voz de la gente corriente que habitaba las aldeas y los pueblos de los Pirineos. Escrito hace treinta años, describe un mundo que ya entonces estaba agonizando y que hoy ya no existe. No es mundo pintoresco, ni un paraíso perdido....

Un secreto y otros cuentos (Xordica), de Severino Pallaruelo, son las historias y la voz de la gente corriente que habitaba las aldeas y los pueblos de los Pirineos. Escrito hace treinta años, describe un mundo que ya entonces estaba agonizando y que hoy ya no existe. No es mundo pintoresco, ni un paraíso perdido. Aldeas minúsculas perdidas en la inmensidad de las montañas, casas viejas construidas con lo que brindaba el terreno, una forma ancestral de organización familiar y comunitaria, un clima extremo y unos tiempos cambiantes en los que sin saberlo los protagonistas asistían a la desaparición de una forma de vivir y la llegada de otra. Severino Pallaruelo nació y se crio en estos montes y esta sociedad ahora extinguida.

Zenda publica el primero de estos relatos, que da título al libro.

***

UN SECRETO

Cuando cruzaba la sala, camino de mi habitación para coger la cartera, vino Pilar, que salía de su alcoba, me tomó de la mano y me llevó al balcón. Allí me condujo a una esquina, entre los hierros y el muro, como si quisiera que las dos nos escondiéramos de cualquier mirada; luego, se agachó hasta que quedó su cabeza a la altura de la mía, acercó su boca a mi oreja y dijo bajito:

—Tengo un secreto, un secreto muy grande. Esta noche te lo diré.

Yo abrí mucho los ojos. Estaba encantada. Me gustaban los secretos de Pilar.

—Dímelo ya, Pilar, dímelo ya.

—No. Hasta esta noche nada.

—Venga, dímelo. O por lo menos dime de qué es. ¿Es algo de Antón?, di, ¿es de Antón?

—No, no es de Antón. Y no te diré nada hasta esta noche, ¡nada!

Luego, se alejó del balcón corriendo, entró en su alcoba y cerró la puerta. Yo me quedé apoyada en los hierros de la barandilla, carcomida por la intriga, encantada porque iba a conocer un nuevo secreto, con un cosquilleo en el pecho como de un ciempiés pequeño que bailara en ese rincón del alma tan sensible a las caricias deliciosas de las dudas, de los secretos compartidos y de las revelaciones íntimas. Oí un ruido en la alcoba de Pilar: era la llave de su cofrecito. Seguramente guardaría allí el secreto. A mí me fascinaba el baúl de Pilar. Y no era nada: solo una pobre caja de madera, cuatro tablas flojas y mal clavadas. Quizá era el peor de los baúles que había traído a casa criada alguna.

Las criadas siempre venían con su cofrecillo o con un arca pequeña. Allí guardaban la ropa y algunas cosas. Tampoco sé muy bien qué cosas porque no tenían casi nada. Quizá alguna botellita de colonia, tal vez una foto, alguna carta… Todas mantenían muy bien cerrado su cofre y llevaban la llave siempre con ellas. Las criadas venían de las aldeas más escondidas y oscuras de las montañas que se veían mirando al norte desde las ventanas de mi casa. A veces Pilar —y lo mismo habían hecho otras criadas anteriores— me llevaba a la ventana y se empeñaba en hacerme reconocer el cerro oscuro bajo el cual, en las profundidades de algún valle escondido, dormían las casas de su aldea parda:

—Mira, está allí, en el primer monte no, en el segundo tampoco, en el tercero, en aquel más alto. Fíjate, a la izquierda, donde hace como una uve con el otro monte, por allí pasa el camino. Después de cruzar aquel portillo baja mucho, luego da una vuelta y ya se ve mi pueblo. Te llevaré para la fiesta.

Todas decían que me llevarían a la fiesta de su pueblo, pero ninguna me llevaba. Pilar sí. Fuimos con la burra de su padre. Pilar le había escrito un mes antes para que nos viniera a buscar. Llegó el día de la fiesta, muy temprano. Cargó vino de la bodega de casa. También un poco de trigo y algo de cebada. A mí me pusieron un traje azul nuevo y un sombrero. Me acomodaron como pudieron sobre la burra, detrás de los sacos. Mi abuela decía que todo aquello era una locura, que me cansaría mucho y que me caería. Creo que a la abuela no le gustaba nada verme marchar con Pilar. No le gustaba Pilar. Decía que era una descarada. Yo al principio dormía con Pilar, pero luego me llevaron a otra habitación, sola. Lloré mucho. Me gustaba dormir con Pilar en aquella cama pequeña de hierros negros. Ella tendría unos veinte años, yo diez. Por la noche, antes de dormimos, Pilar me contaba muchas cosas. Apagábamos la luz y sin que yo dijera nada ella comenzaba a hablar. A veces contaba cosas de su pueblo, de sus padres y de sus hermanos. Hablando de los de su casa reía y lloraba. En ocasiones parecía que los echaba mucho de menos. En otros momentos parecía muy feliz por haberse alejado de la pobre casa donde vivió una infancia cargada de miseria.

Pero lo que más le gustaba era hablar de los hombres del pueblo. Al principio, poco después de llegar, no los conocía. Los veía por los campos y por los caminos y se fijaba en su ropa o en otro detalle. Por la noche me preguntaba:

—¿Cómo se llama el que tiene la vaca parda tan flaca? ¿Quién es uno que lleva la camisa de cuadros azules?

Yo le respondía. Pronto no necesitó preguntar nada. Con todos hablaba. Todos la encontraban simpática y ella a todos les veía algo atractivo. Mi abuela decía que Pilar tenía muy poca vergüenza. Por eso me separaron de ella. Decía la abuela que no estaba bien eso de que la niña durmiera con la criada. ¡Dios sabe las cosas que debe contarle por la noche! Sí, me contaba todo lo que la abuela imaginaba. Yo conocía cada beso que le daban bajo las oliveras mientras guardaba los corderos, o las veces que le habían tocado el culo yendo a la fuente. No entendía mucho el misterioso atractivo que tenía todo aquello, pero comprendía que era algo extraordinario por el calor que Pilar ponía al narrarlo. Me lo explicaba con lentitud, con muchos detalles. Aunque no podía ver sus ojos los imaginaba brillantes. A veces me hablaba de las manos de algún hombre. Yo, al día siguiente u otro día, cuando lo veía, me fijaba en sus manos y no veía nada especial. Algunas noches repasaba a todos los hombres del pueblo, casados y solteros: eso importaba poco. De cada uno le llamaba la atención algo en especial, de todos recordaba lo que le habían dicho o lo que hacían cuando se encontraban con ella por los caminos. Quizá la abuela nos espió alguna noche y oyó estas cosas. Tal vez incluso aguardó hasta el final del monólogo y escuchó el balance con el que siempre cerraba estas conversaciones. Tras haber repasado los encantos de todos callaba un momento, bostezaba y, antes de quedarse dormida, decía:

—Los que más me gustan son Félix y Antón: Félix como hombre y Antón para joder.

Seguramente la abuela decidió separarme de Pilar después de escuchar estas cosas. No lo sé. Un día me dijeron que a partir de aquella noche dormiría sola en otra habitación. Esto había sucedido pocos días antes de anunciarme Pilar que tenía un secreto para contarme por la noche.

Yo seguía en el balcón, dándole vueltas al tema del secreto, cuando oí a mi madre que me llamaba. Se estaba haciendo tarde para marchar a la escuela. Fui a mi habitación, cogí la cartera y salí corriendo.

Desde mi casa hasta la escuela el camino discurría entre dos muros de piedra coronados por grandes cantos triangulares. Era una senda alegre que descendía, desde el cerro donde estaba el gran caserón hasta la casita de la escuela, atravesando una ladera cubierta de olivos viejos. Dentro de un rato Pilar sacaría los corderos a pacer bajo los olivos. En mi casa las criadas –como en las otras casas que las tenían– se ocupaban un poco de todo. Ayudaban en la cocina y con la ropa, trabajaban en la huerta y llevaban la comida a los hombres cuando segaban o vendimiaban; guardaban los corderos, ordeñaban las vacas y realizaban mil tareas más. No cobraban casi nada. Para San Miguel, en septiembre, cuando s’afirmaban, se pactaba el salario del año, pero como era tan corto, transcurridos los doce meses no solían recibir nada: el amo les compró un delantal para San Martín, unos zapatos para Navidad y una blusa para San José cuyo importe, unido a lo que costaron unas medicinas para la madre y al vino que se llevó el padre el día de la fiesta ascendía a dos pesetas más que el salario acordado. Con la comida y el alojamiento en mi casa encontraban buen trato, pero no ocurría lo mismo en otras casas. La vida de las criadas era dura, pero esta dureza no bastaba para robarles toda la alegría.

Aquel día del secreto, mientras bajaba hacia la escuela por la senda de los olivos, no podía dejar de acordarme de Pilar. Seguramente el secreto se referiría a algo de sus amores. Quizá aquel Antón que le gustaba le hubiera escrito alguna carta o tal vez otro hombre le había dicho que quería casarse con ella. Podía ser otra cosa: tal vez le había llegado una carta del chico de su aldea del que hablaba a veces. A lo largo de la mañana, en la escuela, me acordé varias veces del secreto: ¿qué sería? A mediodía, mientras comíamos, Pilar me miró mil veces de un modo especial. Su cara me hablaba: «Acuérdate, tenemos un secreto, esta noche te lo diré». Y yo, mientras alzaba la cuchara con la sopa, la miraba con ojos cargados de ansiosa curiosidad que decían «quiero que llegue la noche».

Por la tarde, en la escuela, me acordé otra vez del asunto del secreto: también podía ser algo de ropa o de bisutería. Pobre Pilar. No tenía nada. Nada. Su pequeño baúl era triste. Allí dormían la blusa estampada que le trajo una hermana que trabajaba en Barcelona, una falda estrecha que se hizo con un retal y un pañuelo viejo, muy vistoso, que se ponía al cuello o sobre los hombros en los días de fiesta. También había un collar de perlas falsas. La abuela, hablando de aquel collar, siempre expresaba dudas cargadas de malicia:

—No sé… no sé… Ese collar no se compra con un sueldo de criada… y nadie regala algo por nada.

A pesar de su pobreza, a mí el baúl —ya lo he dicho— me encantaba. Quizá me gustaba tanto porque veía a Pilar cuidar su contenido con esmero y deleitarse en su contemplación. Tal vez aquella noche me lo abriera para mostrarme una prenda nueva o unos pendientes, tal vez —incluso— un reloj. No, lo del reloj era imposible, ¿cómo iba a conseguir un reloj? Aunque quizá sí lo hubiera conseguido. A dos o tres hombres del pueblo Pilar les gustaba mucho. Me contaba que le ofrecían todo tipo de regalos. «Juan, por un beso, me compraba un reloj como el de la torre», me dijo una noche. Y otra, hablando de un mozo algo torpe al que llamábamos Boca Abierta, dijo algo muy asqueroso. A Pilar no se lo debía parecer mucho, porque se reía al contarlo. Yo no le encontraba ninguna gracia, pero ella me lo estuvo contando varias noches entre carcajadas. Decía que Boca Abierta se le acercó un día cuando estaba guardando los corderos y le dijo:

—Pilar, yo por tocarte a ti todo, sería capaz de hacer cualquier cosa. Me atrevería hasta a comerme lo que cagaras, aunque hicieras un almud.

—¿Un almud? ¡Ja, ja! ¡Un almud!

Y Pilar, en la cama, se moría de risa, pero a mí me daba un asco tremendo imaginarme la escena.

El secreto también podía ser de dulces. Era golosa. Tal vez hubiera conseguido caramelos de café con leche, o peladillas, o mostillo de miel. Turrón incluso. ¡Ay, yo qué sé!, podían ser tantas cosas… Pero no, no… Lo más seguro era que se tratara de un secreto de amor, de hombres.

La tarde en la escuela se me hizo eterna y la merienda también. Por fin comenzó a oscurecer. Hubo suerte: era invierno. En los bancos de la enorme cocina, en torno al fuego, nos fuimos reuniendo todos. Mi padre y mi madre, los dos criados —ateridos— que se habían pasado el día cogiendo olivas; mis hermanas pequeñas, que jugaban con el maíz que desgranaba Pilar en un capacho de palma; el pastor, taciturno y helado —como sus perros— por los vientos de enero; y, por fin, el abuelo. Cuando él se sentó en el lugar acostumbrado, la abuela dejó lo que estaba haciendo y comenzó a rezar el rosario. Eterno: el rosario fue eterno. Pilar y yo nos mirábamos: la misma ansiedad en nuestros ojos. Al acabar los rezos, antes de poner la mesa para cenar, Pilar me guiñó un ojo y dijo que bajaba al patio a buscar un poco de leña. Yo dije que la acompañaba. Salimos —nerviosas, agitadas— y, ya en la escalera, en la oscuridad, nos tomamos de la mano.

—¿Qué es, Pilar, qué es? ¡Dímelo!

—¡Espera, espera! ¡Ya lo vas a ver!

Al llegar al patio no nos dirigimos —como yo esperaba— hacia su alcoba. Cruzamos el gran portalón, luego el patio grande —todo oscuro— y, por fin, la puerta exterior. Subimos por el caminito, entre los almeces, y llegamos a la era.

—¿Dónde vamos Pilar? ¿Qué es? ¿Vamos a ver a alguien? ¡Dímelo!

—¡Calla, calla! ¡Lo vas a ver enseguida! En torno a la era se alzaban dos pajares, un corral para el ganado y una cuadra pequeña que apenas se empleaba. Hacia ella se dirigió Pilar. Abrió la puerta desvencijada y en la oscuridad buscó el interruptor para encender la bombilla de diez vatios que alumbraría el establo. Con la luz mortecina vi, junto al pesebre, a la burra parda y a su pollino. Era una burra vieja que estaba en casa desde antes de que yo naciera. Creían que ya no podría criar. Pero crio. Desde hacía una semana tenía un pollino claro. Lo criaba muy bien. Todos en casa se hacían cruces de la cantidad de leche que tenía la vieja burra. La madre estaba de pie y a su lado, recostado, descansaba el pollino. Yo no entendía nada. Me fijé bien en todos los rincones de la cuadra por si había algo nuevo o por si veía a alguien escondido.

—Pilar, ¿qué es? ¡Dímelo! ¿Por qué me has traído aquí?

—No tengo que decirte nada. Ahora lo vas a ver, mira.

Y Pilar me soltó de la mano, caminó hacia la burra, le acarició un poco el lomo, se arrodilló sobre la paja sucia bajo la panza clara del animal, alzó la cabeza para mirar las ubres rebosantes de la burra, levantó las manos hasta las mamas turgentes, abrió la boca y comenzó a ordeñar. Los chorros de leche caían rectos, raudos, gruesos, y producían el mismo ruido que cuando se ordeñaban las vacas o las cabras en un cacharro. Pilar tragaba con avidez. Los chorrillos blancos manaban de las comisuras de sus labios, bajaban por la garganta y se hundían entre sus pechos humedeciendo la ropa. El pollino dormía, ajeno a todo, y la burra —tranquilamente— comía paja en el pesebre. De vez en cuando Pilar, sin dejar de oprimir rítmicamente las ubres del animal y sin olvidarse de tragar, parecía sonreír y, desviando la mirada de las tetas, me miraba…

—————————————

Autor: Severino Pallaruelo. Título: Un secreto y otros cuentos. Editorial: Xordica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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