Otro veintiséis de octubre, el de 1440, hace hoy quinientos ochenta y dos años, en el prado de la Madeleine (Nantes) pende de una soga el cuerpo de un mariscal y par de Francia. Quién hubiera imaginado tal final en 1405, cuando el ahora ajusticiado vino al mundo en el castillo de Champtocé-sur-Loire, también en la región de Nantes, siendo el primogénito —y futuro unigénito— de Guy II de Laval-Rais. Este barón era entonces la cabeza de la casa de Montmorency, una de las más antiguas, ilustres y prestigiosas dinastías feudales de la alta nobleza francesa; tras la casa real, los primeros. Fue la madre de Gilles de Rais, el condenado cuyo cuello hoy ha partido la soga, Marie de Craon. Perteneciente a una de las familias más ricas del reino, los dominios que sus padres legaron al futuro capitán general, por un lado, abarcaban desde Bretaña hasta Poitou; por el otro, desde Anjou hasta Maine.
Sí señor, quien hubiera imaginado que el hijo del intitulado “Primer barón cristiano” y “Primer barón de Francia” iba a acabar en la horca. Pero han sido tantas sus atrocidades —torturó, violó y asesinó a más de trescientos niños—, que incluso en un tiempo sombrío como el de la Guerra de los Cien Años, cuando la nobleza podía hacer con la plebe lo que le viniera en gana, sus crímenes han sido castigados. Es más, él mismo, tras confesar sus abominaciones el pasado día veintidós, ante una multitud reunida frente a una iglesia de Nantes, ha hecho gala de un arrepentimiento cuya sinceridad ha conmovido a sus jueces —ha renunciado al perdón real, que le correspondía como par del reino— y ha pedido con vehemencia su propia muerte:
“Por mi ardor y deleite sensual he cogido y hecho coger tantos niños que no sabría precisar con exactitud el número —aseguró, según cuentan las crónicas del proceso que aún se conservan en la Biblioteca Nacional de Francia—. Los he matado y cometido con ellos el pecado de la sodomía. Antes y después de su muerte. También mientras morían”.
Sus víctimas tenían entre siete y veinte años. Los despellejaba colgándolos del techo mediante ganchos. No era mejor la suerte de los desmembrados para beber su sangre mientras aún vivían, ni la de los decapitados… Todo un catálogo de depravaciones que harán que el mariscal, amén de todo un capítulo en la historia de Francia, sea el pórtico a la crónica de los asesinos en serie.
En efecto, cuando en lo venidero se escriba sobre los psicópatas, cuyo amor por la carnicería pudo inspirar la figura del vampiro en la literatura, al primero que se traerá a colación será a Gilles de Rais. Después vendrá Vlad El Empalador (¿1428?-¿1477?), príncipe de Valaquia —casi contemporáneo del mariscal colgado un día tal que hoy— y héroe nacional rumano, de quien se dice gustaba de cenar entre sus enemigos empalados. El número de sus víctimas es difícil de cuantificar. Algo posterior, aunque igual de abominable, será el capítulo dedicado a Erzsébet Báthory (1560-1614) en la futura crónica de los grandes enemigos de la humanidad que arranca en el mariscal. La condesa sangrienta, la alimaña de Csejthe —uno de los diecisiete castillos que poseía en los Cárpatos—, dio muerte a cientos de muchachas en la desatinada idea de que, bañándose en su sangre, recuperaría la belleza que el tiempo le quitó.
Y esa futura crónica de los grandes psicópatas tiene su entrada en un hombre que hoy ha ido al cadalso como si la luz de la Doncella de Orleans hubiera vuelto a iluminarle. Porque el señor de Rais fue el más entregado de los capitanes de Juana de Arco. Amó a la Pucelle con una devoción tan pura e inmaculada que preconizó la que, una vez ascendida la Doncella a los altares y convertida en patrona de Francia, le tributará el país entero.
De momento, hay testigos de su último paseo que aseguran de la dignidad con la que ha ido hasta la horca desde la celda donde estaba preso, exhortando a sus compañeros —Prelati, Blanche, Henriet y Poitou—, los mismos que le buscaban a los niños —casi siempre raptándolos, pero a veces comprándoselos a sus padres—, a que enfrenten su destino convencidos de que les aguarda la gracia del perdón divino. Quienes le han visto inmerso en dicho afán —con trazas de un delirio como el de sus orgías— dicen que al señor de Rais le ha inspirado la entrega con la que Juana fue a la hoguera que dispusieron para ella los ingleses.
Pero el caso es que todos, hasta la plebe, cuyos hijos fueron las víctimas del mariscal, parecen haberle perdonado. Estamos ante un momento estelar de la humanidad porque ésta absuelve a uno de sus grandes enemigos antes de ponerle la soga al cuello. Hasta Jean de Malestroit, el obispo de Nantes, se muestra indulgente con sus monstruosidades. Su Ilustrísima, que ha presidido el tribunal que ha condenado al señor, se vio obligado a poner el crucifijo, de la sala del castillo donde se ha celebrado el proceso, de cara a la pared cuando el barón comenzó a relatar sus barbaridades.
Muerto su padre en 1415 y su madre poco después, Gilles de Rais se convirtió en heredero de una fortuna fabulosa. Era un hombre culto y refinado, pero sin sentido alguno de la reflexión. El matrimonio con una prima suya, Catherine de Thouars, le aportó aún más riquezas. Ahora bien, nunca prestó la más mínima atención a su esposa. Muy por el contrario, ya en los primeros días de vida conyugal, se instaló en el castillo de Tiffauges, alejado de la residencia de su mujer y se entregó a las orgías con los que él llamaba ‘pajes’. Al principio atraía a aquellos jóvenes con sus regalos, asegurándoles que iban a formar parte de un coro de voces angelicales. Ya entonces mató y mandó matar a alguno de aquellos pajes después de sodomizarlos.
La cosa pareció enmendarse en 1429, cuando Gilles de Rais fue llamado a la corte de Carlos VII y conoció a Juana de Arco. Rendido ante el candor y el coraje de la Pucelle, el asesino en serie se convirtió en el más ardiente y entregado de los capitanes de la futura santa. Partieron juntos, al frente de los ejércitos que puso a su disposición el rey, a liberar Orleans de los ingleses. Fue entonces cuando el mariscal resultó ser aquello para lo que se había educado. Pero nada dura eternamente.
Quemada la Doncella en Ruan, Gilles nunca se perdonó no haber galopado para salvarla de la hoguera. En 1435 se dijo que había gastado su fortuna en montar en Orleans una representación teatral en memoria de la Pucelle. Pero lo cierto era que su fortuna, otrora fabulosa, mermaba a pasos agigantados por sus disipaciones. Empezó a saberse de sus abominables apetitos. Cuando desde las chimeneas de sus castillos llegaba a las aldeas olor a carne quemada, los lugareños sabían que ya no habrían de volver a ver a aquellos niños que en los últimos días echaban en falta.
Lo peor fue cuando, ya dilapidada su fortuna en sus desórdenes, entró en tratos con alquimistas a la busca de la quimérica piedra filosofal capaz de convertir el polvo en oro. François Prelati fue uno de los que, en aquella sazón, se instalaron en Tiffauges. Así llegaron las misas negras, los sacrificios más crueles: “Escribí un libro de conjuros con la sangre de los pajes”.
El obispo de Nantes estaba al corriente de aquellas monstruosidades. Pero no podía ordenar la detención de un par y mariscal de Francia como la de un cualquiera. Hasta que Gilles de Rais y sus secuaces entraron a sangre y fuego en la iglesia de Saint-Étienne-de-Mer-Morte para secuestrar a fray Jean Le Féron. Fue el día de Pentecostés de 1440. El trece de septiembre su ilustrísima ordenaba la detención del más afanoso de los capitanes de Juana de Arco. El quince de ese mismo mes, el señor de Rais se entrega al duque de Bretaña en el castillo de Machecoul —otra de sus posesiones— sin oponer resistencia alguna. Fue juzgado durante todo un mes en el castillo de Nantes.
Dada su condición y su arrepentimiento, su cuerpo —a diferencia del de sus terribles lacayos— fue descolgado antes de que ardiera para ser enterrado en la iglesia de los carmelitas de la ciudad. Así se escribe la historia.
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