El nuevo libro de José Manuel Fajardo, Odio (Fondo de cultura económica, 2022), es un pequeño artefacto que hay que manipular con sumo cuidado, porque una vez que lo abres y pasas la primera página, la explosión que se produce en tu interior es de proporciones considerables. Hay novelas de ochocientas páginas que no dicen nada, y otras, como esta, que te lo cuentan todo con solo cien. El periodista y escritor regresa a la ficción diez años después de su última publicación en este género, Mi nombre es Jamaica, una obra que terminó un fructífero ciclo narrativo que incluye títulos como Cartas del fin del mundo y Una belleza convulsa. En esta nueva novela, Fajardo hace una precisa radiografía de uno de los sentimientos más humanos a través de un juego de espejos: dos protagonistas —Jack Wildwood, un misántropo decimonónico, y Harcha, hijo de emigrantes, un francés al que no le dejan serlo—, dos épocas —la Londres victoriana de la Revolución industrial y el París de principios del siglo XXI—, dos entornos hostiles —los suburbios londinenses llenos de emigrantes del campo que malviven en las peores circunstancias, y los arrabales de la capital de Francia, aislados por carreteras y vías de tren como si fueran lazaretos—, dos personajes que se solapan y confunden con un tercero que los engulle, el ODIO.
Hablamos en Zenda con José Manuel Fajardo de libros que son como golpes de boxeo, del gris Londres victoriano, de los arrabales parisinos en blanco y negro, de Malambruno, Jack el Destripador y de su ODIO.
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—»Nadie reparaba en él. Pasó insospechado y mortífero, como la peste por una calle llena de hombres». Esa frase de Conrad con la que comienza el libro sirve de prólogo, epílogo y resumen de su obra. Da la impresión de que pudo ser el germen de la novela.
—Es una frase que tengo en la cabeza desde hace mucho tiempo, desde que leí El agente secreto. Esa es la última fase de este libro de Conrad, con ella termina la novela. Cuando el anarquista ese —medio loco— va paseando por las calles de Londres cargado de explosivos. Esa es una frase que me ha perseguido desde hace muchos años. Porque creo describe muy bien el modo en que el odio moderno, el odio ideológico, se pasea por nuestro mundo, refleja cómo personas aparentemente normales pueden ser en realidad verdaderos monstruos, que están entre nosotros sin que nadie se dé cuenta de ello. En realidad, existen muchos tipos de odio. Hay uno que es hasta justificable, cuando sufres una agresión directa, cuando alguien te causa un mal. Después está el odio del psicópata, que vive en una esfera al margen de cualquier connotación moral. Pero después existe el odio al otro, que se puede alimentar de los dos anteriores. Un sentimiento que viene nutrido por el miedo, la frustración, la envidia… Este último provoca que una persona aparentemente normal, sin ninguna patología específica, que no ha sufrido un daño de nadie, de repente comience a odiar a un grupo de personas por el mero hecho de que son diferentes a él. Ese individuo focaliza en esas personas el odio que siente a veces contra sí mismo y la sociedad por la sensación de marginación, frustración y fracaso. En lugar de confrontar las causas de todo eso que le perturba, deriva su rabia hacia otras personas, por lo general más débiles, para tener esa sensación de poder que no siente en su propia vida. Ese es un odio viejo. Que ha existido siempre en las comunidades humanas, pero que desde la época moderna ha tenido unas expresiones ideológicas a través de la xenofobia y del racismo. Un odio a veces religioso: la Inquisición, la caza de brujas… Unos fenómenos sociales a través de los cuales un grupo de personas de repente se convierten en máquinas de odiar, que pueden llegar a matar y realizar auténticas atrocidades. La versión más actual de todo eso es el terrorismo.
—Su novela tiene un centenar de páginas. ¿Habría perdido contundencia el mensaje de haber tenido el doble?
—Un escritor tiene aspiraciones. Tienes una idea en tu cabeza de lo que quieres hacer. Después llega la realidad. (Risas) La realidad es que uno hace lo que puede. Me produce gran satisfacción escuchar a los autores que dicen «yo lo que quería hacer es esto». Y siempre digo: «Coño, qué suerte. Han querido hacerlo y han podido». Yo llevo toda la vida queriendo hacer cosas y, al final, escribo lo que puedo escribir. Quizás por eso sigo escribiendo, porque nunca acabo. Siempre tengo la sensación de que nunca conseguí llegar a esa especie de melodía que uno tiene en la cabeza y que es tan difícil sintonizar con ella cuando estás escribiendo. De ahí la búsqueda para encontrar esa musiquita. Yo tenía un propósito con este libro —que no sé si lo he conseguido— que era escribir un texto como los que yo adoro, breves, contundentes, secos, como un uppercut, como un golpe boxeo que te da en la mandíbula, un porrazo que te deja diciendo «¿qué pasó?».
—Conrad.
—El corazón de las tinieblas, Pedro Páramo, La balada del café triste, Bartleby, el escribiente… Novelas cortas que tienen un centenar de páginas y que son como diamantes; pequeñas, brillantes y contundentes. Ese era el propósito que yo tenía con el libro. Yo no quería extenderme en el libro. No quería hacer un análisis psicológico de los personajes a lo largo de cientos de páginas, porque al hacerlo perdía esa fuerza. La novela es como una flecha que apunta al final, a unos desenlaces abiertos en los que los dos protagonistas traspasan esa puerta que los saca de la humanidad para convertirlos en monstruos.
—El título y la localización de una de las historias, en los suburbios de París, nos llevan inconscientemente a la película de Mathieu Kassovitz, La Haine.
—Yo vi esa película hace tiempo. Me impresionó y me gustó mucho. Esa austeridad, el blanco y negro, ese relato sincopado… Yo supongo —esto no es muy consciente— que en mi cabeza quedó algo que está en la parte de París de mi novela. Sí que me acuerdo de que le insistía a mi editora francesa que no tradujera el título como La Haine, que fuese solo Haine. Porque además hay una diferencia grande: si yo digo «el odio» estoy ciñéndome a un concepto; en cambio «odio» puede ser tanto ese concepto como que «yo odio», el presente del verbo odiar. De esta forma queda más abierto. Ahí sí que me acordé de la película, en la traducción francesa del título de la novela. «Odio» es una palabra llena de resonancias.
—En su libro, el odio de los personajes engarza también con la misantropía. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?
—Claro. Ese es el problema. En la novela hay dos elementos en común, la misoginia y la misantropía. Los dos protagonistas reciben una educación de odio a la mujer. Las dos madres son detestadas por sus esposos. Son mujeres maltratadas. Al fin y al cabo, la mujer es el primer «otro» del hombre. Cuando hablamos del «otro» mencionamos siempre la religión, la raza, las nacionalidades…, pero hay una primera otredad, que son las mujeres. Y después está la misantropía, ese odio hacia los demás, hacia la sociedad en su conjunto, del que proviene la frustración. Es obvio que ninguno de los dos personajes se encuentra a gusto con su vida, consigo mismo, ni con el lugar que está ocupando en el mundo, y ambos tienen la sensación de que eso es culpa de los que le rodean.
—Sus dos protagonistas conviven con la emigración y sus consecuencias: Jack Wildwood con la que llega del campo a la ciudad para trabajar en las fábricas, y Harcha es una segunda generación de argelinos desubicados en Francia.
—Sí. Y es curioso porque Mister Wildwood odia a los emigrantes que llegan del campo a Londres, y Harcha es un emigrante que llega a esa gran ciudad que es París, y él a su vez odia a los que no le dejan integrarse.
—Usted también ha sido migrante en Portugal y Francia. ¿Ha sentido el odio del racismo?
—Es algo que se siente en Francia más que en Portugal, aunque ahora, por desgracia, la extrema derecha está empezando a ganar peso en este último país. Pero Portugal es una sociedad pacífica. No es una sociedad donde haya la virulencia de Francia. Allí los episodios de odio con el tema de la emigración son mucho más frecuentes. El discurso de la extrema derecha contra los inmigrantes es tremendo. Además, hay una gran agresividad en esas comunidades y en esas zonas donde hay, sobre todo, descendientes de inmigrantes. Porque los que vienen a emigrar, por lo general, no manifiestan un odio hacia el país que les acoge, al contrario. El problema es con la segunda generación, que no acaba de ser reconocida como francesa. Ellos se sienten como expulsados del lugar donde han nacido, y ahí es donde se nutren los extremismos. La gran mayoría de los atentados islamistas en Francia fueron cometidos por personas que pertenecían a la segunda generación de inmigrantes. El problema de estas dinámicas de odio es que empiezan siendo una minoría y nunca sabes en qué momento se produce la chispa que puede prender en el resto de la sociedad.
—Este fin de semana leí en Twitter a alguien afirmar que el desarraigo es el gran tema de los últimos veinte años.
—El problema del desarraigo no es el desarraigo, es la falta de arraigo. Es que ahí es donde está el verdadero problema: no eres acogido en la sociedad. No hay mecanismos para conseguir una integración real de esas personas. Y esa es la gran cuestión, cómo conseguir esa integración en una sociedad mudable, cambiante, en la que las estructuras sociales han estallado porque las costumbres, la moral, la ética, las formas de familia, hasta la movilidad, todo se ha modificado. Le puedes decir a esa persona «tú eres francés», pero luego va a vivir en el barrio más asqueroso de y alejado de la ciudad, sin tener trabajo, en unos pisos de mierda y rodeado de basura… Sin ninguna perspectiva de vida. Y encima le miran mal y hay gente en las redes que se pasa la vida insultando. Es muy difícil que esa persona se pueda integrar. El desarraigo es el síntoma, no es la enfermedad. La enfermedad es la falta de arraigo. El desarraigo sería la fiebre que provoca la infección. Tienes que tratar esa fiebre, pero si no curas la infección no hay nada que hacer.
—En su libro hay guiños literarios, Sir Danvers Carew y Lord Henry Wottom se cuelan en el relato. ¿Por qué esas referencias a las dos famosas obras de Stevenson y Wilde?
—Porque en el libro hay todo un juego literario. Por un lado está el odio y por otro la idea del papel que juegan las ficciones en la realidad. Este último es un tema cíclico. ¿La literatura puede cambiar el mundo? ¿Sirve para algo? Yo creo que es cíclico porque en ocasiones nos gusta descubrir el Mediterráneo. (Risas) Cervantes ya lo había resuelto, pero seguimos dándole vueltas al tema. Pienso que las ficciones, la literatura, como máximo exponente de la ficción, juegan un rol importantísimo en la vida. La literatura no es entretenimiento. Puede serlo, pero la literatura es la manera en que nosotros trasponemos nuestra forma de vivir en valores simbólicos, que después nos ayudan a seguir viviendo, a recolocar nuestras pulsiones y nuestros problemas. A mí se me ocurrió jugar con la idea de que las obras de ficción operan sobre la realidad. ¿Qué pasaría si los crímenes de Jack el Destripador fueran fruto de la irrupción de un personaje de ficción en el mundo real? ¿Qué ocurriría si Mr. Hyde aparece en las calles de Londres como una persona de carne y hueso? Empecé a tomar elementos de la literatura y los mezclé con elementos de la realidad. Como el gigante Malambruno del Quijote, que, de repente, aparece en París mezclado con los terroristas que están preparando el atentado de Bataclan. Y para integrar al lector en el Londres victoriano usé la literatura de esa época como caja de resonancia, de tal manera que al caminar por esas calles el lector se cruza con gente que ya conoce: Dorian Grey, el protagonista de El agente secreto…
—Esta novela iba a ser un cuento, que le pidió un amigo, el escritor Fernando Marías. Falleció a los pocos meses de publicarlo. ¿Cómo lo recuerda?
—Esta novela hay dos amigos que no han podido leerla. Es algo que me da una pena enorme, porque los dos estuvieron muy presentes cuando la estaba escribiendo. El primero de ellos fue Fernando Marías, que hace 15 años, cuando escribía un cuento sobre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde —que fue el embrión de Odio—, me dijo: «Fajardo, ese cuento me encanta, pero ese cuento es una novela». Él me insistía sobre ello cuando nos veíamos. Me he pasado años dándole vueltas a este libro, aunque parezca increíble, porque son solo cien páginas. No conseguía dar con la fórmula para transformar el cuento en una novela. Porque yo no quería hacer una novela más, ambientada en la época victoriana. Hay montones de libros y de películas de ese periodo. Hasta que me di cuenta de que yo estaba hablando de otra cosa, y que la época victoriana era solo una excusa. Era el marco donde ya había planteado esa reflexión sobre el odio y sobre las ficciones y la vida real. Entonces se me ocurrió hacer un juego de espejos entre dos épocas, crear una segunda historia que fuera el reflejo de la primera. Con dos personajes, que en realidad son tres: Mister Wildwood, Harcha y el odio. Este último es el elemento que hace que esas dos historias, aparentemente desconectadas entre sí, estén íntimamente ligadas.
—¿Quién fue esa segunda persona que no pudo leer tu libro?
—Antonio Sarabia. Él era como un hermano para mí. Cuando cumplí sesenta años —dos meses antes de su muerte— y yo seguía sin poder escribir ficción y no conseguía sacar esta novela adelante, Antonio me escribió un soneto muy chistoso que te voy a leer:
«A José Manuel Fajardo al entrar en la tercera edad»
Como los bardos de antaño
celebraban con canciones
el transcurrir de los años
y el trastrueque de estaciones,
a riesgo de aguar la fiesta
subrayó en estos renglones
lo que fue cantar de gesta
y hoy avergüenza cojones.
Fajardo, los sesentones,
sin mediar un comprimido,
ya no están en condiciones
de cumplir como es debido.
Las papayas y melones
que te habituaste a gozar
serán meras ilusiones
que es mejor no recordar.
Bébete unos Jamesones
Pues se acabaron, amigo,
las mujeres sin calzones
mostrándonos el… ombligo.
Pero olvida estas cuestiones
que oscurecen tu avenir
Busca otras satisfacciones,
hermano, ponte a escribir.
Ese «hermano, ponte a escribir» para mí fue muy importante.
—Entre Odio y su anterior novela han transcurrido diez años. ¿Por qué tanto tiempo?
—La sequía… (Ríe) Pues no lo sé. He seguido escribiendo, pero no ficción. Con mi anterior novela, Mi nombre es Jamaica, cerré todo un ciclo de historias que orbitan alrededor de un mismo núcleo de ideas, una reflexión sobre la modernidad y sobre el conflicto entre igualdad y libertad. Algo que está en la esencia del conflicto moderno desde Utopía, de Tomás Moro. También sobre la otredad, la búsqueda del paraíso en la vida. Siempre he estado en desacuerdo con esa frase de Jean-Paul Sartre: «El infierno son los otros». Todas mis novelas anteriores (Cartas del fin del mundo, El converso, Una belleza convulsa) convergen en Mi nombre es Jamaica. Y cuando cerré ese ciclo, de repente me quedé como colgado en el vacío. También hubo una herida narcisista. Escribir Mi nombre es Jamaica me llevó cinco años. Fue un trabajo tremendo. Creo que era lo mejor que había escrito hasta ese momento. Pero tuvo una acogida pésima en España. Tuve la suerte de obtener premios en Francia, pero no es tu lengua, por mucho que te alegre recibirlos. Durante cuatro o cinco años, estuve en esa especie de bloqueo, y el resto del tiempo he estado trabajando en Odio. Una novelita, un libro pequeño, una novela que para mí es muy importante, porque recupero el placer de contar. En cierto modo, me he liberado de expectativas, ahora escribo sin expectativas. Lo ilusionante para mí es haberlo publicado con Fondo de Cultura Económica, que me permite llegar tanto a los lectores de España como de toda América Latina en mi lengua.
—Confiamos en que no tengamos que esperar otros diez años para una nueva obra. ¿Cuál es su próximo proyecto de escritura?
—Después de recuperar las energías, las ganas y el placer de escribir, ahora estoy metido en una nueva novela. No quiero hablar mucho de ella, pero no es una novela breve. Es una de esas que llaman de largo aliento Llevo un año y medio trabajando en ella. Ya veremos lo que sale.
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