Todo es normal, de hecho. Cualquier cosa ha sucedido y volverá a suceder, como decían en la vieja película de Peter Pan. La frase que encabeza este artículo procede de la película Vortex, donde dos ancianos naufragan en la edad, ella con alzheimer, él, con problemas vasculares, y su hijo les visita (poco), y tiene problemas con las drogas, y hay un nieto. La vejez avisa: ¿muerte?, ¿residencia?, ¿suicidio? Parece horrible, y lo es, pero lo horrible es completamente normal.
Por eso nunca he visto Amour (2012, Michael Haneke), porque nunca me noto el cuerpo como para esa travesía funeral y decadente. Amour es fácil de ver, está no sé dónde, puedo darle al play en cualquier momento. Siempre me niego a darle al play.
Vortex pudo correr la misma suerte: viejos que se mueren, la escalofriante y monótona última etapa de la vida. Prefiero ver una de los minions. Pero el cartel era curioso, más sofisticado que el de Amour, y en algún clip o trailer que vi por ahí salía la pantalla partida en dos. Me puse la película de Noe porque partía la pantalla en dos.
Es una película muy grande. De hecho, muy juvenil. Me ha recordado cuando yo escribía novelas y las pensaba formalmente. La cosa no puede empezar de cualquier manera, no puede acabar de cualquier manera y no puede estructurarse de cualquier manera.
Si hay algo que ya no soporto en una película es ver a gente normal decir cosas normales y que todo esté filmado sin complicaciones: poniendo la cámara a bulto, de modo que quepan en plano los personajes. Una película de Eric Rohmer (o derivados) es hoy para mí la cima del tedio. Gente fea dice cosas tontas y un señor lo registra con una cámara. No puedo con eso.
Cuando Gaspar Noé parte la pantalla en dos, o incrusta en la pantalla estándar dos cuadritos, nos está diciendo: voy a contar algo interesante. Ver a dos viejos en su amplio piso destartalado tomando medicinas, fregando los platos y mirando por la ventana no tiene el menor interés. Es ese recurso el que nos atrae de la película. Es la forma en la que mira el mundo Vortex la que hace que merezca la pena el mundo de la ancianidad.
También pienso últimamente, y más al hilo de la masiva disponibilidad de películas que caracteriza nuestro tiempo, que una película o una serie está toda ella en los cinco primeros minutos. Los cinco primeros minutos de Vortex ya hicieron que Vortex entera (y dura 150) me gustara. Era casi imposible que Vortex empeorara después de los primeros cinco minutos. El comienzo me ganó, me convenció, y luego sólo había que ir siguiendo la línea de puntos hasta concluir razonablemente dos horas y pico más allá. No me pasó lo mismo con Drive my car: desde el comienzo, esa película me pareció idiota, y por mucho que esperé media hora o cuarenta minutos, me siguió pareciendo idiota.
Vortex empieza con los títulos de crédito, encajonados en el mismo cuadrito que luego enmarcará a los ancianos. Es aburrido ver letras durante largos minutos, pero también es arriesgado. En el riesgo, un artista nos desafía, y por eso puede incluso aburrirnos.
Después, llega la gratificación y el contraste. Directamente vemos a una chica guapísima, en primer plano, en blanco y negro, cantar una canción. Es Françoise Hardy; la canción, Mon amie la rose. El videoclip no lo ha creado Noe, sino que ya existía: alguien en 1965 decidió no complicarse y filmar un primerísimo plano de la cantante, que tenía entonces 21 años, y ya está: un videoclip. Es impresionante. Tanta belleza.
Con este clip Noe parece despedirse de su cine anterior, acotarlo. Hasta Françoise Hardy, filmé gente bellísima; desde ahora, ancianos. La canción trata de una rosa que se marchita.
La historia propiamente dicha de los ancianos empieza a continuación. En la pantalla vemos dos pantallas, casi cuadradas, fruto del seguimiento que dos cámaras distintas hacen de cada uno de los viejos. Esto obviamente puede considerarse una frivolidad. Sin embargo, esa frivolidad técnica es la esencia de la película.
Gaspar Noé crea una sintaxis muy simple con sus dos cuadritos. El recurso lo hemos visto antes (en El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, sin ir más lejos; también recuerdo una película de Mike Leigh que utilizaba cuatro cuadritos), pero no su sintaxis. Cada cámara sigue a un anciano por la casa (eventualmente, también por la calle), y vemos de forma simultánea lo que hace uno y lo que hace la otra. Si están juntos, los cuadritos conforman un puzzle, algo oblicuo, de la escena. Puede suceder que un trozo del cuerpo de un anciano invada el cuadrado del otro anciano. También puede pasar que se vea a un anciano dos veces: en su cuadrado, y al fondo del cuadrado del otro.
Cuando cambia el plano en cada cuadradito, hay un pequeño fundido en negro, un chispazo oscuro. Eso hace que el espectador, que no puede mirar los dos cuadritos al mismo tiempo, mire el cuadrado donde ha notado un fundido. Normalmente pasa algo en ese cuadrado que Noe quiere que miremos, si acaso estábamos mirando el otro cuadradito.
Ese es el terreno de juego de la película. Se hacía antes mucho esto en la novela: establecer unas normas y mostrárselas al lector y luego ser capaz de llevarlas a su límite y de deslumbrar creativamente, encerrado en el juguete. Cortázar, por ejemplo, hace saltar al lector en Rayuela de una parte a otra del libro, y lo cierra haciendo saltar al lector interminablemente de un pasaje concreto a otro pasaje concreto, es decir, agotando las posibilidades de su propia mecánica.
Ahora las novelas no son más que gente que te cuenta cosas.
En estas estructuras hay algo intuitivo, que es donde el crítico se va de varas. Así, los cuadritos de Noe, según los iba viendo, me sugerían como la burbuja de existir, la soledad delimitada en la que nos movemos. Y me parecía poético y extraordinario cuando un codo de un viejo entraba en el cuadrito del otro viejo, como desafiando tanta soledad.
Pero ya digo que esto (que los cuadritos sean “la soledad delimitada en la que nos movemos”) es mi sensación, y Gaspar Noé pudo muy bien no pensar en ello, ni pensar en nada, o verlo de otra forma.
A veces los recuadros muestran fotos de familia, o al hijo, o al nieto, y funciona perfectamente. Nos hace mirar. También hay una escena en la que la cabeza de uno de los ancianos (de aquel que va perdiendo el juicio) sale duplicada (min 1.35.23), y eso es exactamente poner la forma al servicio del contenido, y fundirlos y hacer arte.
La película te lleva a preguntarte: ¿cuándo debemos morir? Y uno está tentado de responderse: antes. Antes de que acabemos así.
“Vamos a fingir que todo es normal”, dice la anciana cuando la situación es tan complicada que ya se habla de residencias y asistentes. Vamos a fingir que todo es normal.
Vortex acaba sintácticamente donde uno lo espera, y luego cierra con una fabulosa secuencia de planos fijos e inertes, yo diría (el último plano) que matándonos a todos.
Es verdaderamente impresionante que después de tantas películas hipermodernas, de neón y sexo explícito, de noche y exceso, Gaspar Noé pueda tranquilamente hablar de cosas de mayores y lo haga con mano maestra. Al igual que las baladas suelen ser las mejores canciones de los grupos de rock duro, yo ya creo que los directores más espectaculares y sofisticados son los mejor preparados para hacer cine intimista.
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