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Katherine Mansfield, la Chéjov inglesa - Beatriz Eduarte - Zenda
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Katherine Mansfield, la Chéjov inglesa

No obstante, aun desdoblándose en sus personajes, Katherine resultó ser una de esas personas indescifrables tanto para su círculo más íntimo como para sus conocidos o allegados. Un ser misterioso, huidizo de la normalidad a pesar de plasmar en sus relatos la atmósfera burguesa y victoriana con la que se codeó. Pero así era Mansfield:...

Si el pasado mes de julio recordaba a Alice Munro, conocida como ‘la Chéjov canadiense’, he aquí a Katherine Mansfield: ‘la Chéjov inglesa’. La personificación de la extrema sensibilidad. La buscadora incansable —e insaciable— de lo absoluto; lo visible y lo invisible; de la vida oculta que poseen los hombres y las cosas. Del pálpito existencial. Y precisamente porque no llegaría a superar los treinta y cuatro años de edad debido a la tuberculosis que le fue detectada y que acabó por debilitarla hasta llevársela, esa búsqueda se convirtió en su hálito vital. Chéjov, con quien empatizó y se identificó en oficio y enfermedad, fue quien más se lo inspiró y se lo dio por medio de la escritura y de la literatura. También despertando su imaginación a la hora de crear las vidas, situaciones e incluso experiencias que, desde que naciera el 14 de octubre de 1888 en Wellington, Nueva Zelanda, su cuerpo marchitado le negó, y sus cuentos (Felicidad, Preludio, La mujer del almacén, La señorita Brill, Fiesta en el jardín, La casa de muñecas, El canario o Algo infantil, entre  otros) son un ejemplo de ello. Historias breves donde la versatilidad de la propia Mansfield puede entreverse en los personajes que, al fin y al cabo, nacen de ella. Que son verdaderamente ella. Sin ir más lejos, la niña pequeña y asustadiza que teme la noche y aguarda a que su padre o su madre compruebe que debajo de la cama no hay fantasmas ni monstruos, y a la que después de arroparle y darle un beso de buenas noches, le aseguran que está a salvo y no hay nada que temer. Sin embargo, nadie la arropa ni la socorre. Ni unos padres ni el amante cuando ya se ha convertido en mujer. Y esos momentos desoladores y solitarios, frágiles y vulnerables, esas noches en las que sólo ha habido desvelos y temores, serán su eterna y constante lucha, tan intensa como la de Belerofonte y la Quimera.

"No sólo era como una figurita oriental o un hada-mariposa delicada y hermosa, también un frío e imperturbable gato observador"

No obstante, aun desdoblándose en sus personajes, Katherine resultó ser una de esas personas indescifrables tanto para su círculo más íntimo como para sus conocidos o allegados. Un ser misterioso, huidizo de la normalidad a pesar de plasmar en sus relatos la atmósfera burguesa y victoriana con la que se codeó. Pero así era Mansfield: mudable. Portadora de máscaras, por fuera y por dentro. «No te quites la máscara hasta que debajo de ella no tengas preparada otra, por muy terrible que sea, pero una máscara», afirmó en un momento dado. ¿Y quién descubrió su verdadero rostro? Nadie lo supo, nadie llegó a descubrirlo, pues guardaba con recelo su mayor secreto. Aunque el biógrafo italiano Pietro Citati dio varias pistas sobre esto en su ensayo La vida breve de Katherine Mansfield, donde revela que no sólo era como una figurita oriental o un hada-mariposa delicada y hermosa, también un frío e imperturbable gato observador, que diría Virginia Woolf, o un jardín salvaje en cuyo interior había tanto espacio para la belleza como para el horror. «(…) en el interior de su mente había un frondoso huerto donde oscuras ciruelas violetas caían sobre la tupida hierba, un bosque intrincado, un estanque cuyas profundidades nadie había sondeado, auténticos escondrijos y auténticas serpientes ocultos en la hierba», escribió Citati y, en efecto, basta con leer la vida y obra de Mansfield para comprenderlo y comprenderla.

"Mansfield dejaba que su musa, su mano y su pluma, todas a la vez, hicieran y deshicieran a su antojo sin que nada ni nadie se lo impidieran"

Además, para la escritora neozelandesa la vida y el arte eran indivisibles. «Sólo siendo leal hacia la vida puedo ser leal hacia el arte» escribe en los Diarios publicados póstumamente gracias al que fue su marido y editor, John Middleton Murry, quien afirma en el prólogo que jamás había conocido a un escritor que respondiera a la vida con la intensidad con la que lo hizo ella. «Ah, ¡la vida! La vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar. Nada que sea menos que esto es lo que quiero. A esto es a lo que tengo que llegar», escribió Mansfield. Como si Whitman desde el más allá le hubiese cantado ¡Oh, yo! ¡Oh, vida! « (…) que estás aquí, que existe la vida y la identidad; / que prosigue la obra, sobrecogedora, y tú puedes contribuir con un verso». Y a la pregunta de si Katherine logró contribuir con un verso, la respuesta es sí, sin duda. Con muchos y con sobrada maestría. Pues todas las imágenes que sucedían a su alrededor (conversaciones, gestos, encuentros fugaces, historias cotidianas o noticias que recibía y que sacudían su mundo interior), las exploraba hasta la extenuación, hasta que no le quedaban fuerzas después de un largo proceso de creación. Después de pasar entre catorce y quince horas escribiendo a ritmo de frenesí, sin descanso, sin demora, consciente de que el tiempo se le escapaba, y sabedora de que cuando la musa se apodera de la mano y de la pluma, es la única soberana en ese estado de trance frente al que nada puede hacerse salvo dejar hacer. Y Mansfield dejaba que su musa, su mano y su pluma, todas a la vez, hicieran y deshicieran a su antojo sin que nada ni nadie se lo impidiera. Pero eso sí, reservándole un lugar primordial al azar, el verdadero protagonista que enriquecía los relatos con esos giros inesperados que nos sorprenden y desajustan un poco la realidad o la vida. «El azar tiene la capacidad de provocar grandes revelaciones, de poner en evidencia la debilidad insostenible de una situación asumida como estable y normal», solía decir. Y quizá por eso, por la importancia que le otorgaba al azar, su final fue inesperado aunque no casual. Consecuencia de un sobre esfuerzo físico: la subida acelerada de las escaleras de casa con la que quiso demostrarle a su marido que se encontraba mucho mejor y que pronto estaría completamente curada. Lo sentía. No sabía cómo ni por qué, pero lo sentía y eso era suficiente para ella. De hecho, esa emoción siempre había sido suficiente para seguir adelante. Sin embargo, unas horas más tarde, Katherine Mansfield se desvaneció como hicieran sus personajes antes que ella, dejando un vacío que jamás volvió a llenarse.

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Beatriz Eduarte

En la carretera. Saltimbanqui de generación en generación. Alguien dijo una vez que Zenda no era un sueño sino una realidad. Hojas en blanco y mucha tinta. @BeatrizEduarte

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