El poder sanador del arte
Todos conocemos la capacidad curativa del arte, aunque creamos o finjamos no ser conscientes. Se comprobó durante el confinamiento pandémico, en aquellos días en que la soledad y las incertidumbres y el desasosiego se hicieron algo más llevaderos gracias a los libros, a las películas, a las series, a la música, a las exposiciones virtuales —no estoy seguro de que esto no sea un oxímoron— que algunos museos comenzaron a organizar en internet, y también, en algún caso, al ejercicio de disciplinas relacionadas directa o indirectamente con la creatividad: hubo a quienes les dio por poner sus reflexiones por escrito, otros se lanzaron a tocar algún instrumento, algunos convertían las videollamadas con sus amigos o las grabaciones que colgaban en las redes para entretener el tiempo en experimentos con cierta vocación estética. En alguna ocasión he mantenido charlas informales con colegas escritores que siempre conducen a la misma hipótesis: en cierto modo, esa afición tan rara de rellenar un folio en blanco con letras, esa tendencia a juntar palabras y componer con ellas frases y crear a partir de ellas bien mundos ficticios o bien divagaciones abstractas o concretas en torno a lo real, nos sirve para tratar de poner orden en un mundo que nos resulta ininteligible, para formular ordenadamente preguntas que acaso no tengan respuesta, pero que conviene pasar a limpio aunque sólo sea para tener una visión acabada de lo que nos perturba. «Escribir es dejarse llevar por la escritura. Es saber y no saber lo que uno va a escribir», consignó Marguerite Duras, y en ese laberinto urdido a medias por la morfología y la sintaxis se van transitando caminos que se enroscan los unos sobre los otros hasta conformar un mapa interior que nos comunica con nosotros mismos y con cuanto nos rodea, y que a base de dar forma a nuestros estupores nos ilustra sobre nuestro lugar en el mundo. Lo mismo se podría decir de quien pinta o esculpe, de quien compone, de quien coge una cámara y se pone a grabar lo que le dicta su instinto o lo que marca un guión previo. Quizá lata la voluntad oculta de dejar alguna clase de huella en el recorrido, una muesca que recuerde a los que están por venir que alguna vez hemos estado y hemos sido, y que las cosas que puedan preocuparles son, en esencia, las mismas que nos quitaban el sueño a nosotros. La vocación de perdurar no porque nuestros nombres y apellidos queden inscritos en la historia, sino para dar fe de que tampoco acertamos a comprender nada, igual que nada entendió aquel hombre o aquella mujer que hace muchos miles de años dejó el rastro de sus dedos en las paredes de una cueva.
El éxtasis que perdura
Dicen que vuelve a estar de moda Santa Teresa de Jesús a propósito de la reedición de un ensayo de Ramón J. Sender en torno a su vida y su obra, y me pregunto si el legado de Teresa de Ávila —que subió a los altares tras elevar el orgasmo femenino a la categoría de revelación mística, lo cual no deja de ser un mérito encomiable por sí mismo— ha dejado de estar de moda alguna vez, principalmente porque de sus versos y sus prosas hemos bebido y bebemos, aunque sea de manera indirecta o inconsciente, todos los escritores que por estos pagos hemos sido después de su paso por el mundo. No conozco a nadie que se haya acercado a sus poemas o sus libros más o menos confesionales sin sentirse en algún momento subyugado por su forma de plasmar aquello que conformó la sustancia de sus días y de indagar en sus pormenores más recónditos, y nadie puede evitar que resulte simpática la figura de una mujer que, desde la esquina que le tocó ocupar en la sociedad de su tiempo y a su particular manera, se rebeló contra las consignas establecidas y terminó subiendo a los altares para que la veneren hoy muchos que, de haberla conocido en persona, tal vez habrían acabado detestándola. En ocasiones, la lectura que de los hechos acomete la posteridad termina pervirtiendo su naturaleza hasta deformarla y convertirlos en otra cosa distinta a lo que realmente fueron. En el caso de Teresa, por fortuna, no se ha llegado al extremo. Por mucho que Franco tuviera en la mesita su brazo supuestamente incorrupto y que los exégetas de la Iglesia hayan hecho lo posible para acentuar su idiosincrasia contrarreformista en detrimento de lo que verdaderamente aporta valor a su legado, esa valentía para arremangarse e ir contra lo establecido, refrescar el dogma con ropajes nuevos y regalar al mundo ese talento que le permitía escribir entre líneas aquello que, de explicitarse totalmente, habría propiciado la iracundia de muchos de los que luego serían sus hagiógrafos.
Ritos de paso
Hace unas semanas, revolviendo en unos cajones, encontré una vieja fotografía de mis tiempos universitarios en la que aparezco, con veinte años menos, junto a Emilio y Jesús. Nos la tomó alguien en un aula del colegio mayor donde vivíamos, mientras ensayábamos un puñado de canciones que al día siguiente o unas pocas horas después interpretaríamos en una fiesta. A nuestras espaldas, se ve una pizarra en la que figuran escritas —me temo que de nuestro puño y letra— unas cuantas cosas irreproducibles que nos producen hoy —lo sé porque la compartí por whatsapp con ellos en cuanto la localicé— más vergüenza o sonrojo que ternura. Me viene a la mente cuando me tropiezo con el vídeo desdichado en el que los internos de una residencia madrileña se dirigen a sus vecinas con términos soeces y frases no ya poco decorosas, sino desprovistas del menor sentido de la decencia, y recordé cómo en la época que pasé viviendo en Salamanca —y sobre todo en estas semanas en las que se iniciaba el curso y aparecíamos todos por la Plaza Mayor y sus aledaños igual que si fuéramos potros desbocados— era habitual que se dieran burradas similares, si no mayores, sin que escandalizaran a nadie ni se interpretaran como augurios funestos para los tiempos que estaban por venir. Recuerdo a un grupo de iluminados que en mi residencia obligaba a los novatos a cantar el «Cara al sol» —no sólo eran idiotas, también eran rancios— y también a otros que —sin duda aquejados de una grave carencia de autoestima— se las ingeniaban para entrar en habitaciones ajenas e intimidaban directamente a quienes las ocupaban, siempre recién llegados, para convertirlos durante quince días en una suerte de esclavos que debían obedecer sus órdenes si no querían recibir alguna que otra colleja o la vejación que se les ocurriera en cada momento. Todo formaba parte, por así decir, de un rito de paso que nadie discutía y que nadie estaba capacitado para desatender. No lo digo para justificar que se hiciera entonces, sino para consignar que me parece una buena señal que ahora se consideren despreciables actitudes como las que llevan a esos estudiantes a subir las persianas para llamar putas a las inquilinas de la residencia vecina, y que lo que con efectos retroactivos me parece inadmisible es que tales cosas se dejaran pasar como si nada hace dos décadas. Es tradición, dicen quienes pretenden dar coartada a la estulticia, pero también fueron tradicionales los autos de fe o las quemas de brujas y no por eso deben resultar menos execrables. Y a esa conclusión deberían haber llegado no tanto los jóvenes que aparecen en el vídeo —al fin y al cabo, cabras locas que se conducen en manada sin detenerse demasiado a pensar en lo que hacen— como quienes tácitamente comprueban o consienten, y acaso también impulsen y perpetúen, la desnortada costumbre que ha dado lugar a la polémica. Me refiero a los responsables de la residencia, que tiempo han tenido para desmadejar ese ritual casposo que, según parece, se desarrolla desde hace cuatro décadas. A ellos es a quien se debe achacar realmente la escena bochornosa, y también a quienes desde sus púlpitos políticos o mediáticos se han apresurado a dar una coartada supuestamente intelectual al gran desmadre, calificando medio en broma de ritual de apareamiento lo que más bien es una muestra de escarnio y atropello, de humillación y vasallaje. Los chavales que aparecen en el vídeo, por mucho que sean mayores de edad, aún no han cumplido años suficientes para percatarse de que la vida va en serio. Eso, como dice el poema, siempre lo empieza uno a comprender más tarde.
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