A estas alturas quizá ya esté todo dicho sobre Annie Ernaux, escritora francesa merecedora del Nobel de Literatura. El anuncio del fallo del jurado de la Academia sueca pilló por sorpresa y llenó de emoción a los lectores de la escritora, dinamitando las apuestas habituales en torno a dicho fallo.
Hay muchos factores en la literatura de Ernaux que han marcado un punto y aparte en la ficción contemporánea, que la han erigido como una de las voces más interesantes de las últimas décadas. El principal es que Ernaux enarboló la bandera de la autoficción cuando escribir sobre la propia vida aún no era considerado un género. Treinta años más tarde, tres décadas después de que la escritora abriera este camino, su literatura comenzó a vestir etiquetas en las librerías.
En septiembre de 2020 leía Una mujer cuando falleció mi abuela materna. En esos momentos en que la tristeza desbordó casi todo a mi alrededor, la novela de Ernaux construyó los diques que se empeñaron en vestir las ausencias. Sobre ello escribí en su momento en Zenda. Llevaba años leyéndola y hace, justo ahora, dos, descubrí que a un millar de kilómetros de distancia Annie Ernaux me estaba escribiendo. Llevaba años disfrutando, conmoviéndome con su escritura, con la lucha emprendida en cada una de sus novelas y hace, justo ahora, dos años me di cuenta de que Ernaux llevaba años escribiéndome, escribiéndonos.
Desde ese momento, digamos, la obra de Ernaux constituyó mi fondo de armario literario, cada una de sus novedades y, no digamos ya el Premio Nobel, ha sido motivo de celebración. Siento que este es un Premio para celebrar en común, porque si su literatura nos interpeló en algún momento, éste es también un premio que nos abraza a todos. Siento sana envidia por quienes empiezan a leerla ahora, quienes encuentran por primera vez en sus textos un espejo en el que conocernos.
Si el mundo literario fuese un patio de colegio donde aprendemos, cada recreo, a sortear nuestros demonios, sé que cada uno de nosotros siempre se encontrará a salvo entre sus páginas. Quizá porque ella muestra línea a línea la erupción de nuestros incendios. Leer a Ernaux es encaramarse a la verja oxidada de ese patio, desgañitarse al gritar “casa” … encaramarse a su literatura es esto, encontrar en sus palabras una balsa calma. Ser “casa” de una manera tan unánime —como lo son en nuestra vida personal tan pocos escritores—, la eleva por encima de cualquier premio.
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