Que los periodistas son unos cínicos es ya una acusación recurrente. La malinterpretada tesis de Ryszard Kapuściński en Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama) ha llevado a no pocas confusiones. Si seguimos la literalidad del título, deberíamos excluir de la lista de buenos periodistas, entre otros muchos, a Nora Ephron, nada menos. Ella misma estaba convencida de que su “cinismo” y su “desapego emocional” la dotaban de un “carácter idóneo para el periodismo”. Lo confiesa en No me acuerdo de nada (Libros del Asteroide), una desgarradora reflexión sobre su vida y su oficio.
El diccionario define al cínico como “una persona que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas”. A Nora Ephron se le pueden achacar desvergüenza y descaro a raudales, pero en ningún caso falsedad. Por más que recurra al cinismo como mecanismo de defensa personal y como herramienta literaria, todo en sus escritos nos conmueve por su descarnada sinceridad.
“El pasado se me escapa y el presente es una lucha constante. Me resulta imposible seguir el ritmo”. Nora Ephron tiene la capacidad de hacernos partícipes de sus preocupaciones en sus artículos, porque son las mismas que sentimos nosotros. Al leerla sentimos que su vida ha sido la nuestra.
Ha sido compañera fiel de toda una generación. La conocimos como mujer de Carl Bernstein cuando el héroe del Watergate nos hipnotizaba en las facultades. Nos movilizó con su guión de Silkwood (Mike Nichols, 1983) en la lucha contra los abusos despiadados de las grandes empresas. Nos descubrió en Heartburn (Mike Nichols, 1986) que Bernstein, en realidad, era un marido miserable que la traicionó y la humilló. Nos hizo preguntarnos si dos personas de diferente sexo pueden ser amigas en Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989). Nos demostró que uno se puede enamorar de una voz en Sleepless in Seattle (Nora Ephron, 1993). Y hasta nos introdujo en el amor en la era digital en Tienes un e-mail (Nora Ephron, 1998).
Nuestra relación no ha podido ser más íntima. Lo sabíamos todo de ella y ella sabía cómo tocarnos la fibra sensible. Lo que no imaginábamos era que, muchos años después, la joven Nora iba a volver cuando ya había aparecido en su vida, y en la nuestra, “la palabra que empieza con V”. Vejez.
A lo largo de los 23 textitos de No me acuerdo de nada, Nora Ephron (1941-2012) nos describe lo que recuerda de su infancia, de su relación con su madre alcohólica, de su doloroso divorcio del innombrable (nunca menciona a Bernstein), entrelazado con sus aficiones culinarias, sus propias adicciones o su rechazo a la tecnología.
Entre esos apuntes, hay uno especialmente recomendable para periodistas. El título lo dice todo. Periodismo: Una historia de amor. Sólo los avatares del amor se pueden comparar con los de una profesión tan voluble, tan caprichosa, tan arrebatadora. “Creía tener un temperamento idóneo para el periodismo, por mi cinismo y mi desapego emocional, y a veces admitía que estos rasgos eran defectos del carácter, pero en el fondo no lo creía”. No se puede describir mejor una profesión a la que amamos con la misma intensidad con que la odiamos.
Nora Ephron decidió ser periodista —»no tengo la menor idea por qué»— el día que en el instituto se celebraba el “día de la vocación”. Supone que fue en parte por Lois Lane —la novia de Superman— y en parte por un libro que le regalaron unas Navidades: A Treasury of Great Reporting. El caso es que mientras oía la charla de una periodista de deportes de Los Angeles Times que hablaba de la escasez de mujeres en la profesión, se dio cuenta de que “me moría de ganas de ser periodista y de que ser periodista era probablemente una buena manera de conocer hombres”. Y apostilla, con su acerada ironía: “No sé qué fue primero: si querer ser periodista o querer ligar con un periodista”.
Su primer trabajo lo consiguió en una agencia de empleo. Le ofrecieron, para empezar, nada menos que un puesto en la redacción de Newsweek en Manhattan. Cuando le preguntaron por qué quería trabajar allí, contestó que porque quería ser escritora. Como todos. Oídas sus aspiraciones, la contrataron por 55 dólares a la semana para repartir la correspondencia. “Si eras chica —recuerda— te mandaban a repartir al correo y si eras chico como reportero en alguna delegación de la revista”. Eran otros tiempos. Para el correo y para las chicas.
Como chica inquieta que era, no se conformó con su destino. Se quedaba hasta la madrugada los viernes por la noche —día de cierre— y llevaba textos de los redactores a los editores. Lo que se conocía en las redacciones pretecnológicas como “traidora”. Entonces había que estar trayendo y llevando cosas de un sitio a otro constantemente. Su trayectoria en el magazine es un catálogo de trabajos hoy prehistóricos, pero entonces esenciales en los engranajes de las redacciones.
Pronto fue ascendida a teletipista. Cortaba los teletipos, los clasificaba y los repartía entre los redactores correspondientes. De ahí pasó a documentalista, trabajo que suena importante, pero que en realidad consistía en recortar la prensa nacional para distribuir los recortes en la redacción. Luego a documentalista de la sección de nacional, que componían seis redactores y seis documentalistas. Los documentalistas —aquí sí que ya son importantes— comprobaban cada dato que escribían los redactores. “Una vez verificados los datos y con la certeza de su exactitud, se subrayaba la frase. La verificación se daba por concluida cuando todas las palabras del artículo se habían subrayado”. ¿Alguien se puede imaginar una obsesión así por la exactitud en las redacciones de hoy?
Nora Ephron lo vivía con la emoción con la que muchos periodistas viven su trabajo, adornándolo de una épica desmedida. “Uno llega a creer sinceramente que vive en el centro del universo —escribe— y que el mundo espera en vilo el próximo ejemplar de la cabecera para la que trabaja”.
En la redacción de Newsweek tuvo ocasión de conocer al editor Philip Graham. Graham había llegado al puesto tras casarse con Katharine, hija del editor del Washington Post, cabecera insignia del grupo propietario de la revista. Maníaco depresivo y alcohólico, mantenía abiertamente una aventura con una joven redactora. Acabó suicidándose. “Un drama tan bestial que casi compensaba la insignificancia de mi trabajo”, en palabras de Nora Ephron.
Pero el gran salto lo dará cuando el editor de la revista satírica Monocle le encarga una parodia de una popular columna de cotilleos del New York Post. Fue un éxito. Mientras muchos pretendían demandarla, la directora del periódico objeto de chanza, con buen criterio, les dijo: “No seáis ridículos. Si pueden parodiar el Post, pueden escribir en el Post”.
Así que le ofrecieron trabajo. Una amiga más veterana le dio una serie de consejos muy útiles entonces, y ahora, para enfrentarse a un trabajo nuevo. “Me dijo que cuando me hicieran un encargo, nunca dijera: ‘No lo entiendo’, ‘¿Dónde está exactamente?’ o ‘¿Cómo lo localizo?’ Vuelve a tu mesa, explicó, y ponte a pensar. Saca recortes del archivo. Busca en la guía telefónica. Busca en el callejero. Llama a amigos. Haz lo que sea menos preguntarle al editor qué tienes que hacer o cómo llegar a un sitio”.
Su descripción de la redacción es un viaje en el tiempo para quienes vivieron aquella época y una recreación de Primera plana para quienes no tuvieron esa suerte. ”La sala era una reliquia: el decorado de una sala de prensa de la década de 1930. Las mesas eran viejas y las sillas estaban rotas. Todo el mundo fumaba y no había ceniceros; había cigarrillos encendidos apoyados en el borde de las mesas, que dejaban marcas oscuras de quemaduras. No había mesas suficientes para todos, y solo quienes llevaban veinte años allí tenían mesas o cajón propio; encontrar dónde sentarse era algo parecido al juego de las sillas musicales. Las ventanas nunca se limpiaban. Las puertas eran de cristal opaco y tenían tal capa de polvo que alguien había escrito con el dedo “Guarros”. A mí me importaba un bledo. Llevaba casi la mitad de mi vida queriendo ser reportera en un periódico y por fin encontraba mi oportunidad”.
No tardó en hacerse con el puesto. “Firmé cuatro piezas en la primera semana. Entrevisté a la actriz Tippi Hedren. Fui al acuario de Coney Island para escribir sobre las focas capuchinas que se negaban a aparearse. Entrevisté a un director de cine italiano: Nanny Loy. Cubrí un asesinato en la calle Ochenta y dos Oeste. El viernes por la tarde me ofrecieron un puesto fijo en el periódico”.
Aquellas redacciones y aquel periodismo tenían un magnetismo al que resultaba difícil resistirse. “Me encantaba el Post. Era un zoo, naturalmente. El editor era un depredador sexual. El jefe de reacción era un pirado. A veces parecía que la mitad de la plantilla estaba borracha. Pero me encantaba mi trabajo”.
Aunque lo más importante es que aquel ambiente era una auténtica escuela para todo aspirante a periodista y a escritor, como ella. “Aprendí con la práctica (…). Los editores y correctores me enseñaron (…). ‘No empieces nunca un artículo con una cita. No uses otro verbo más que ‘decir’. No dejes para el último párrafo algo que te interese de verdad, porque seguro que te quedas sin espacio… Fue un editor el que me salvó de caer en la estupidez cuando Tom Wolfe comenzó a escribir para el Herald Tribune y yo hice un intento de imitarle”.
Tras cinco años de reportera, comenzó a trabajar por su cuenta en reportajes para prestigiosas publicaciones, como el Esquire de Harold Hayes o la New Yorker de Clay Felker, dos revistas que “representaban el espíritu de la época y cuyos colaboradores, la mayoría hombres, eran una panda de idiotas arrogantes (…). Creían que habían inventado la no ficción (…), y para nada”.
En ese ambiente conoció a celebridades como Lillian Ross, autora de grandes reportajes en The New Yorker y “famosa por su habilidad para hacer parecer que sus personajes eran memos”. Llevaba ocho años escribiendo un perfil de Lorne Michaels, el productor de Saturday Night Live. “¿Cuándo terminará?”, le preguntó Nora Ephron en una entrevista. “No lo sé, en el New Yorker no nos meten prisa”. Así eran las cosas entonces.
Se trataba de una historia de amor y, como en todas las historias de amor, hasta lo más repugnante resultaba maravilloso. “Estuve enamorada del periodismo muchos años. Me encantaba la sala de la sección local. Me encantaba el lote completo. Me encantaba fumar, beber whisky escocés y jugar al póker. No sabía de nada y había elegido una profesión que no requería saber demasiado. Me encantaba la velocidad. Me encantaban los plazos de entrega. Me encantaba que se utilizara el periódico del día anterior para envolver el pescado”.
Fue la ilusión cumplida de una chica de instituto. “Siempre soñé que viviría en Nueva York, un lugar en el que podría llegar a ser lo único que merecía la pena: periodista (…). Y resultó que tenía razón, que lo sería”.
Pero desde la distancia de la edad, superada la embriaguez de la nostalgia, las cosas empiezan a verse con una cruel claridad. “Ahora sé que la verdad no existe. Que las declaraciones de la gente se tergiversan continuamente. Que los medios de comunicación son un hervidero de conspiraciones (y que, en cualquier caso, la ineptitud es una forma de conspiración). Que con cinismo y desapego emocional no se llega demasiado lejos”.
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