A continuación reproducimos un relato inédito de María Cabré, Infierno.
Eva grita y llora desconsolada; apenas está peinada y arreglada. Lleva puesto el mismo short que el domingo pasado y su rostro se gasta a pasos agigantados. Un cansancio inútil la acerca más a la muerte que a la vida. Es domingo y hace un sol radiante y desde mi cama se la ve sola gritando a pleno pulmón. Todavía estoy desnudo, tal y como estaba cuando empezó a gritar, incluso media hora antes también estaba desnudo, pero a José no le importa que nos vean desde la calle porque sabe que nada puede ocurrirnos.
Me incorporo porque los gritos de Eva me molestan. No más sacerdotes encubridores. Le he vuelto a proponer a José mudarnos a otro lugar, a una ciudad, tal vez, los pueblos me asquean. Le he dicho que en Barcelona podríamos desayunar pá am tumaca todos los días, bañarnos en el mediterráneo con una cervecita en la mano, pero cada vez que le saco el tema me mira con auténtica repugnancia como si estuviese vendiendo su alma al diablo, y me asegura que la gente de aquí es más dócil de lo habitual. Hay un algo impresionante en José y es que no tiene miedo nunca.
Eva no deja de protestar, grita que ha llamado a la policía, que nos arrestarán uno a uno. Me preguntó de dónde sacará esa fuerza; tendrá razón José y estarán todas las mujeres locas, ¿por qué si no terminarían siempre tomándola con él? Las últimas veces que le he propuesto ir a hablar con Eva me ha hecho prometerle que no me meteré en nada, que no es la primera vez que mujeres histéricas se la lían de esa manera, que ya está acostumbrado, y que en caso de volverse peor tiene munición en su contra para dar y repartir. Nunca he sabido a qué se refiere cuando habla de munición, pero dice que tiene de eso contra todos, incluso contra mí.
Quisiera preguntarle qué es lo que pasó exactamente con Eva pero no me atrevo, ni me atrevo tampoco a preguntarle qué es lo que pasó con mi hermana.
Vuelvo en un rato, dice con la sotana ya abotonada hasta arriba y los zapatos bien lustrados, daré la mano al alcalde y vendré a tu lado. Espérame desnudo, me dice mientras me hace la señal de la cruz en la frente y sonríe. ¿Cómo sabes que el alcalde estará?, le pregunto, y me responde que siempre va a misa de once, y, aunque sé que eso no es cierto, decido no rechistar. El alcalde no me gusta tanto como tú, pero es útil como un perro, me dice. En estos momentos, quiero ser el alcalde. Bueno, intenta no pensar mucho, añade, y desaparece dejándome de nuevo en un estado de profundo aturdimiento. Me tumbo en la cama, está fría sin él, y es grande, grandísima, como el mundo. Pienso en la vida que llevo, sin duda es mejor que lo que había imaginado. Es más tranquila que la que llevaba antes, que la que llevan mis padres, y además la gente parece quererme, y me respeta. Me gusta eso de que me respeten. También me escuchan y me obedecen como no lo habían hecho antes, y eso es todo un lujo. Todos nosotros nos hemos acostumbrado muy rápido a vivir así. Los habitantes de aquí nos tratan muy bien. El carnicero, por ejemplo, cada dos semanas nos envía kilos de su mejor res, y tenemos pavo y jamón de bellota para desayunar cada mañana; la panadera nos acerca el pan día sí y día también. Las tres viudas nos lavan y nos planchan la ropa y ponen flores frescas a la iglesia a cambio de que recemos por el alma de sus maridos. Ellas están tranquilas, nosotros vamos impolutos. José dice que todos salimos ganando porque nadie desconfía de los de la sotana, y cuando dice esas cosas también sonríe.
Me sirvo una copa de vino que tengo guardada debajo de mi cama. Brindo por Dios y por no tener que trabajar nunca más, e intento imitar la sonrisa ladeada de José. Al principio nunca tuve la intención de ser cura, lo admito, hasta que lo conocí a él y, bueno, poco a poco, se fue dando el resto. Antes de él, el mundo me parecía gigante, me daba miedo la vida y todas sus responsabilidades. Cuando José y yo nos conocimos él tenía treinta, yo quince. Recuerdo contarle en confesión que crecí vistiendo ropa heredada, con las uñas sucias, y que a mi padre le gustaba acariciarnos a mi hermana y a mí todo el cuerpo mientras dormíamos. Mi madre lo sabía pero no decía nada. A José fue al único al que se lo conté, estas cosas dan vergüenza, y me abrazó fuerte y me prometió que él no me iba a abandonar nunca. Fue él quien me insistió en que me metiese a cura, que lo acompañase a todos lados. Por eso estoy aquí, siguiendo sus consejos porque me acercan a él. Lo que más me gusta de José es que no le ha contado nunca mi secreto a nadie, también me ha dicho que no le he dado motivos para hacerlo. Al principio, después de tener sexo me perseguía la asquerosa fragancia de mi padre y me ponía a vomitar sin parar, pero eso cada vez me ocurre menos.
El alcohol me relaja, es una especie de calmante a recuerdos nunca expurgados. Vuelvo a asomar mi cabeza bajo la cama, me sirvo otra copa. Ha pasado media hora desde que estoy solo y ya siento como el mundo se abalanza sobre mí. Cuando las imágenes vívidas de José saludándose con el alcalde se proyectan en mi cabeza, me siento perdido y sin hogar. ¿Volveré a quedarme solo?, ¿conseguirá que el alcalde lo necesite tal y como yo lo necesito? José siempre me llama paranoico, me asegura que él no me abandonaría jamás, y algo de cierto tienen esas palabras porque siempre termina volviendo a mis brazos.
Fue hace 7 años cuando vi a José por primera vez. Me oculté en la iglesia porque era el único lugar al que mis padres tenían respeto. Por aquel entonces José tenía el pelo más largo, daba misa todos los días y tenía muy buena relación con mi hermana Julia. Ahora mi hermana anda deseándole la muerte todo el tiempo. José dice que es porque se siente celosa de haber sido reemplazada por mí, que está loca, que veía cosas donde no existían, que, al principio, cuando se pasaban horas y horas hablando en confesión, no parecía tan complicada. José siempre dice que las mujeres son complicadas. También dice que yo soy más interesante que ellas, que no hago montañas de un grano de arena, eso me dice José. De vez en cuando me digo que debería ponerme en movimiento, salir de ahí, pero, al final, opto por deshacerme de todo lo que tenga que ver con la realidad. Mi corazón se acelera porque no puedo encontrar un lugar seguro en mi mente donde dejar descansar mis pensamientos. Mi desesperación crece con la idea de que José deje de cuidar de mí. Recuerdo ese martes por la noche, después de darle la unción de los enfermos a uno de los maridos de una de las viudas (no recuerdo exactamente a cuál, porque todos murieron muy seguidos), me dijo de pasar después por una fiesta con la excusa de saludar a una amiga suya antigua. Serán dos minutos, me dijo mientras se ponía unos jeans que guardaba entre las ramas del olivo de la plaza, pero terminaron volviéndose dos horas. Su amiga resultó no estar pero ahí conoció al alcalde y entonces me abandonó para hablar con él; las sombras de los dos terminaron por hacerse largas y entremezclarse en el suelo. Tuve que volver solo a la parroquia a las tres de la mañana, escondiéndome en las esquinas por el frío que hacía, y en medio de aquel silencio nocturno me sentí muy abandonado. Nos habíamos hecho la promesa de morir juntos.
Apareció al cabo de unas horas en mi habitación, cayéndose en mi cama, y apenas le abracé, cogió mi mano y la puso ahí abajo. Te odio, le dije, ¿por qué?, me preguntó. No le respondí: ni siquiera yo sabía por qué lloraba.
Repaso cada uno de sus gestos al salir y los lleno de significado. ¿Por qué se arregló el cabello más de lo que suele hacerlo normalmente? Eva sigue ahí, gritando. Sus gritos se traban cada vez más, y sus ojos están fuera de órbita, también como los de mi hermana. Me pongo la sotana y decido bajar. La misa ya ha acabado. Mientras saludo a todos los del pueblo busco a José entre la multitud. Y aunque todos hablan, ríen, y se abrazan, siento que los fieles están muertos. De fondo, veo que dos policías están metiendo a Eva en un coche patrulla. ¿Qué pasa?, pregunto a Juan el carnicero. Me responde que el alcalde ha dado órdenes expresas para llevarla a un loquero. Deberías haber visto la cara del Padre José, añade, pobrecito, lo ha llamado violador enfrente de todos nosotros. Doy un paso hacia atrás. Busco a José entre la multitud. Comienza a hacer un calor de infierno ahí fuera, hay muchos racimos de moscas que vuelan a la altura de nuestras bocas. El calor aprieta más a cada instante. Veo a José al fondo de la calle. Lo llamo por su nombre pero no responde. Mi voz se sacude en el aire como si el calor la desintegrase, y siento que está hecha de hebras de la voz de mi hermana y de Eva. Me acerco hacia él y veo en sus ojos el chispazo de una alegría feroz mientras coloca una mano sobre el pecho del alcalde. Quiero coincidir con la mirada de José para reclamarle mi atención pero no me mira.
Varias horas después ha dejado de hacer tanto calor y yo me estoy acabando otra botella de vino que me ha vendido el Padre Alberto por unos centimillos más caro que de costumbre. La desesperación sale cara, o eso siempre dice José. Mientras doy otro sorbo, marco su número. Me cuelga otra vez. El silencio que se mantiene suspendido en el aire me recuerda al malestar de mi infancia. Doy vueltas por la habitación mientras convoco las palabras de José que me dicen que a mí me quiere de verdad, pero esta vez no me sirven; miro por la ventana: la calle está tan limpia como una sábana blanca, aireada, sin manchas; me detengo frente al espejo, y en mi mirada se confunden los ojos de mi hermana, los de Eva y los míos. Cojo impulso y le escribo un whats app que dice: contéstame ya al teléfono o te denuncio. A los segundos me aparece en pantalla: te he confesado suficientes veces como para no tenerte miedo. Es en estos momentos cuando entiendo todo: a mi hermana, a Eva y al desfile de cadáveres que probablemente haya dejado por el camino; y, lo peor es que tengo la certeza de que en estos momentos, mientras leo su mensaje, José está sonriendo.
******
María Cabré nació en Barcelona en 1993. Se graduó en Derecho por la Universidad de Barcelona en el año 2015. Seguidamente cursó el master de Arts & Cultural Management. No fue hasta el 2019, después de años de periplo por el mundo de la abogacía, que escribió y codirigió una micro obra de teatro, Ahora ya es demasiado tarde, que se estrenó en el Real Cercle Artístic de Barcelona. Se programaron diversas representaciones para junio de 2020 en el Espai Mosaic Teatre, pero no pudieron llevarse a cabo a causa de la pandemia. Acaba de finalizar el máster de escritura creativa del Hotel Kafka, y, al mismo tiempo, está revisando su primera novela en aras a una futura publicación. De manera simultánea ha colaborado en diferentes medios de comunicación como ElDiario.es, El Salto y La Pajarera Magazine.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: