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«La leyenda del santo bebedor», legado y testamento de Joseph Roth, de Berta Ares Yáñez - Zenda
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«La leyenda del santo bebedor», legado y testamento de Joseph Roth, de Berta Ares Yáñez

Joseph Roth concluyó La leyenda del santo bebedor dos semanas antes de morir en París, alcoholizado y apátrida. Escrita entre el otoño de 1938 y la primavera de 1939, su postrera nouvelle se considera el legado y testamento de su pensamiento más íntimo, pero, como ocurre con el resto de su obra, con frecuencia se...

Joseph Roth concluyó La leyenda del santo bebedor dos semanas antes de morir en París, alcoholizado y apátrida. Escrita entre el otoño de 1938 y la primavera de 1939, su postrera nouvelle se considera el legado y testamento de su pensamiento más íntimo, pero, como ocurre con el resto de su obra, con frecuencia se ha leído exclusivamente dentro del canon occidental, ignorando su innegable inscripción en la tradición judía europea. La investigadora Berta Ares Yáñez explora en este ensayo iluminador los topos, símbolos, metáforas y motivos literarios que caracterizan la obra de Roth, profeta de la modernidad, a la luz de la literatura del shtetl oriental y de la mística luriana, y así la reconcilia con lo que Hannah Arendt denominó la «tradición oculta» para referirse a los textos cuya comprensión no es posible remitir al canon con el que Europa se ha explicado a sí misma.

Zenda adelanta el prólogo de Julio Trebolle y la introducción de la autora de este ensayo editado por Acantilado.

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PRÓLOGO

de JULIO TREBOLLE

Ser santo no comulga fácilmente con ser bebedor. No obstante, el judío alza cuatro veces la copa de vino en la celebración de la Pascua y el cristiano comulga con el pan y el vino consagrados. La viticultura fue el último y supremo hallazgo civilizador. Adán descubrió la agricultura, Caín la arquitectura y sus tres hijos, Jabal, Jubal y Tubalcaín, respectivamente el pastoreo, la música y la herrería. Tras un diluvio de agua Noé descubrió el vino y la vida feliz a la sombra de una parra. Fue el primer beodo, a la vista de sus escandalizados hijos, cuyos descendientes abandonaron Babel hablando multitud de lenguas. No deja de sorprender que el cristianismo surgiera un día en el que «gentes de todas las naciones que hay bajo el cielo» se reunieron en Jerusalén y, aunque hablaban lenguas muy diversas, se entendían perfectamente. Sin embargo, otros allí presentes «decían riéndose: “Están llenos de mosto”». La santidad y la bebida confluyen en el milagro de entenderse hablando lenguas diferentes. La mística y la bebida se funden en los versos de san Juan de la Cruz: «En la interior bodega | de mi Amado bebí…».

El vino y la santidad o la mística no parecen ser del todo refractarios. En sus últimas cartas Nietzsche parangonaba a Dioniso, el dios del vino, y el Crucificado. Thomas Mann aunó estas dos figuras en la historia de Peeperkorn, que emula la del dios del placer y la del dios que sufre en el Gólgota. La escena final de La montaña mágica convierte la última cena en un banquete báquico que concluye con la amarga copa ofrecida en Getsemaní. En su prólogo a La leyenda del santo bebedor de Roth, Carlos Barral habla de la sacralidad del vino, de la mitología del cáliz y del «santo bebedor que muere en la conjunción de la santidad del vino con la que el cielo otorga».

Joseph Roth pasó de joven largas temporadas en Lemberg, la ciudad de las «fronteras difusas», como la definió él mismo, la capital de Galitzia, que cambió los colores de su bandera, «rojo y blanco, azul y amarillo y un toque de negro y dorado », al ritmo del cambio de nombre: del alemán Lemberg de la época austríaca al polaco Lwów tras la Primera Guerra Mundial y al ucraniano L’viv al finalizar la Segunda. Cuando escribo este prólogo, la ciudad está siendo bombardeada por quien pretende izar sobre ella la bandera blanca, azul y roja e imponerle el nombre ruso Lvov. Leópolis, nombre originario de la ciudad, es el símbolo de una Europa también de «fronteras difusas». Roth añora la «Europa espiritual», «la que se rinde, por debilidad, por desidia, por indiferencia, por irreflexión». Berta Ares escribe en el capítulo «Europa, Europa» cómo «para Roth, había que mantenerse en Europa, proteger el legado recibido y luchar de lleno contra el nazismo. Para él, el judío debía permanecer en la diáspora…».

Roth se sentiría hoy más apátrida que al abandonar Lemberg por Viena, cuando, según dijo, no había «peor suerte que la del judío oriental recién llegado a Viena». La suerte del poeta contrasta con la de los también judíos Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin, que estudiaron Leyes en Lemberg cuando Roth comenzaba a estudiar Germanística, y que, tras emigrar uno a Inglaterra y otro a Estados Unidos, llegaron a ser los creadores del derecho internacional sobre el llamado crimen contra la humanidad y sobre el genocidio, una legislación aplicada en el proceso de Núremberg y que bien pudiera ser aducida de nuevo tras la actual guerra en Ucrania.

El protagonista de La leyenda, Andreas Kartak, es un apátrida o refugiado, trasunto del guer bíblico, el «residente en tierra ajena» (רֵג). La inmensidad de marginados en las sociedades del antiguo Oriente cabía en el binomio de «huérfanos y viudas», que la Biblia transformó en la tríada «huérfanos, viudas y guer», acompañada del mandato de dar protección a los guer, «pues fuisteis guer en la tierra de Egipto».

En marzo de 1938 la disolución del Estado austríaco en el Tercer Reich condenó a Joseph Roth a ser un paria sin nacionalidad ni pasaporte, al igual que su personaje: «mientras iba bebiendo, le vino a la mente que de hecho se encontraba en París sin el correspondiente permiso de residencia. Revisó sus papeles y llegó a la conclusión de que en realidad podía considerarse expulsado…». Los chistes judíos de la época nazi expresan con crudeza reacciones desesperadas ante situaciones límite, como aquél de dos judíos que conversan en un café de Berlín: «Moisés fue un completo pedazo de animal». «Por Dios, ¿cómo hablas así de nuestro gran profeta? ¡Él nos sacó de Egipto!». «Justamente por eso. De no habernos sacado, ahora yo tendría pasaporte inglés».

Joseph Roth encarna también la figura bíblica del guer en su sentido religioso, el de ‘prosélito’ o ’converso’. El escritor se definía a sí mismo como «un católico con cerebro judío», aunque no parece que se hubiera convertido al catolicismo. Los contactos de Roth con el mundo católico eran de índole más política que espiritual. En 1935 escribe a su amigo Stefan Zweig: «debo cumplir mi obligación terrenal: un imperio alemán católico. Y me esforzaré por crearlo, en la medida de mis escasas fuerzas, por medio de los Habsburgo». A tal punto alcanzaba su nostalgia por El mundo de ayer, título del libro de Zweig. Sin embargo, más aterrador era su miedo al mundo que auguraba, como un verdadero profeta de calamidades bíblico.

Roth dio a su obra el título de «Leyenda» y Berta Ares se pregunta: «¿Es La leyenda del santo bebedor un cuento romántico, una parábola religiosa, una sátira de tintes católicos, una leyenda de inspiración medieval?». A estos géneros añade los de una confesión, un testamento o un cuento jasídico. Advierte, además, la mezcla de géneros, de estilos— elevado y llano—y de planos—santo y profano—que Roth toma de la tradición bíblica frente a la clásica. Establece relaciones entre el personaje del caballero bien trajeado que ofrece dinero a Andreas Kartak y la figura del daytsh del teatro yiddish y de la «Comedia de redención» (Geule Komedye), que a su vez remiten a la figura del goel bíblico, el «redentor» que debería rescatar a Andreas de su miseria.

Roth escribió otra leyenda, parábola o cuento jasídico en Job. Historia de un hombre sencillo. La trama y los personajes responden también a arquetipos bíblicos y a la tradición medieval de los «misterios». El papel de goel lo representa aquí un famoso compositor, autor de «La canción de Menuchim» que Mendel Singer escucha en un disco y no deja de tararear. El día de Pascua se presenta en la casa de su padre, en Nueva York, y le revela que él es Menuchim, el hijo pequeño epiléptico que de niño había quedado atrás en el shtetl. El anciano Mendel había confesado, como Job, ante tres amigos su deseo de «quemar a Dios», pero al final del libro descansará «del peso de la dicha y de la grandeza de los milagros» y «pasados muchos años fallecería de una muerte benigna, rodeado de sus nietos y “satisfecho de la vida”, como estaba escrito en el libro de Job». Roth concluye su última leyenda del santo bebedor con el deseo para sí mismo de «tan liviana y hermosa muerte».

El milagroso happy end del libro bíblico y de las leyendas rothianas constituye una provocación inaceptable para el pensamiento crítico de la novela moderna. Siguiendo a Martin Buber, quien fuera profesor en Lemberg y compilador de cuentos jasídicos, las narraciones bíblicas—y, para el caso, las leyendas de Roth—relatan acontecimientos que, más allá de lo realmente acontecido, resultan tan grandiosos y excepcionales a ojos de quienes los han vivido que sólo pueden ser contados creando una historia mítica, que a la postre puede ser más verdadera que la que pudiera contar un cronista aséptico. Roth convierte una historia prosaica y humillante en una épica mística, como también transforma a una santa en una señorita o a un beodo recalcitrante en un santo que muere en el cumplimiento de su último deber o mitzvá, saldando su última deuda.

Santander, marzo de 2022

INTRODUCCIÓN

Joseph Roth terminó de escribir La leyenda del santo bebedor dos semanas antes de morir, alcoholizado y apátrida, cuando vivía como refugiado en París. Nacido el 2 de septiembre de 1894, en Brody (Galitzia), una ciudad del confín oriental del Imperio austrohúngaro, fallecía el 27 de mayo de 1939, apenas unos meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Bajo el amparo de Eleanor Roosevelt y la periodista y escritora Dorothy Thompson, presidenta del PEN América, Roth había recibido una invitación para participar en la World’s Fair de Nueva York que tenía lugar a principios de mayo. De este modo pretendían proporcionarle el medio de salir de Europa y salvarlo de la guerra y del nazismo; sin embargo, él estaba entonces física y psíquicamente agotado. La noche anterior a su ingreso en el hospital de la caridad en el que murió había bebido en exceso, en la soledad de su cuarto, rompiendo así un breve período de templanza. Su buen amigo y protector Stefan Zweig interpretó este gesto, el último de un largo y continuado proceso de autodestrucción, como un suicidio.

La primera edición del libro apareció a finales de 1939, en Ámsterdam, a cargo de la editorial en lengua alemana Allert de Lange, cuyo fondo de autores estaba compuesto por escritores exiliados, principalmente judíos y comunistas. Acababa de estallar la guerra y el libro apenas pudo distribuirse. La cubierta de esta primera edición, así como la que se reeditará diez años más tarde, también en Ámsterdam y con el mismo sello, muestra la imagen de santa Teresa de Lisieux a modo de estampita religiosa, sugiriendo con ello una lectura católica, como si el texto en sí fuera un devocionario. Sin embargo, La leyenda del santo bebedor va mucho más allá de esta lectura de fe ingenua.

El relato narra los últimos días de la vida de un sintecho de origen silesio, un bebedor con un pasado criminal de nombre Andreas Kartak, que duerme bajo los puentes de París. Un atardecer de la primavera de 1934 sale a su encuentro un converso al catolicismo que acuerda darle dinero a cambio de un favor: devolver la misma cantidad que le entrega, cuando la conciencia así se lo dicte, al sacerdote de la iglesia de Santa María de Batignolles, en nombre de santa Teresa de Lisieux. El pacto entre ambos sirve como detonante para que, a partir de ese momento, Andreas comience algo completamente nuevo en su vida. Desde entonces vive en un estado de gracia que percibe en forma de milagros y visiones, y tiene una misión que cumplir por la cual ha dado su palabra. Pero, poco a poco, aflora en el héroe una imposibilidad de dar y de recibir amor, un sentido opresivo del tiempo, un estado de desorientación y pérdida que remiten al nihilismo.

***

Por las cartas que dirigió a sus amigos y los artículos que publicó durante el exilio, sabemos que Roth escribió esta obra en un estado de miedo y angustia existencial extremos. En ella describe de forma poética su propio fin, la leyenda de un bebedor en plena caída, sólo frenada por pequeños golpes de fortuna. Sobre ella dijo que era su legado y el testamento de su pensamiento más íntimo, también, irónicamente, que gracias a ella sus editores verían recompensados los anticipos. La lectura que aquí ofrecemos parte de la afirmación de que la experiencia de vida y la vivencia estética están unidas por esa inminencia de la muerte, pero de tal manera que es la obra la que explica al poeta.

Roth fue un profeta de la modernidad. Sus crónicas, artículos, novelas y también su correspondencia denuncian las que parecen irreparables grietas de la vieja Europa y el temblar de unos cimientos construidos sobre las aparentemente sólidas bases de una tradición que había llegado principalmente de Atenas, Roma y Jerusalén, que había recibido el impulso intelectual y social de movimientos como la Ilustración y la Revolución francesa, que a su vez derivaron en promesas de igualdad y de ciudadanía plena. Sin embargo, de nada sirvieron para frenar la aniquilación en Europa, tan frágil es el proyecto. Roth escribe La leyenda del santo bebedor en la proximidad de una catástrofe histórica que él, con una lucidez que sus contemporáneos admiraron, auguró.

En esta obra, que no renuncia al misterio, emplea símbolos y mitos del Antiguo Testamento y de la tragedia en un momento crucial de la historia europea, en una época de fuerte carácter escatológico, apocalíptico y mesiánico: la década de 1930. Un marco temporal de violencia, propiciado por las devastadoras secuelas de la Primera Guerra Mundial, pero que sólo puede comprenderse a partir de la «radical novedad histórica» de las dos fuerzas totalitarias que son el nazismo y el estalinismo, en cuyo trasfondo aparece una creciente destrucción del espacio público, de la alienación del individuo y de la alienación del mundo mismo. Es una época que podría calificarse, empleando la terminología de René Girard, de «violencia insatisfecha» al acecho de víctimas sobre las cuales dirigir un deseo irracional de furia. Un trasfondo que remite a la tragedia sacrificial.

La leyenda del santo bebedor es producto de un presentimiento monstruoso, por eso no podemos pasar por alto ni el delirio en el que se sostiene esta fábula, ni el modo en que el autor penetra en el espacio mental de libertad imaginativa que le proporciona el acto creativo: la libertad subjetiva a través de la ironía. Esta obra acoge asimismo una confesión del penitente y lo hace sumergiéndose en símbolos y mitos —la serpiente, la caída, la expulsión del paraíso, el exilio—que a lo largo de siglos han servido para explicar cómo pasa el ser humano del estado de inocencia al estado de culpabilidad; es decir, la relación entre el «ser esencial» del ser humano y su existencia histórica. Roth traza una fábula que entronca con el relato de la caída de Adán y el mito de la Creación, drama a través del cual hombres y mujeres a lo largo de generaciones han reflexionado en torno a la salvación, especialmente en momentos de disonancia entre el orden del comienzo y la experiencia histórica de mal. Hay, por tanto, una dimensión religiosa en esta obra que consideramos heredera de un judaísmo existencial, oriental y místico.

En un momento en el que la distinción entre «ario» y «no ario» y la pureza de raza domina el discurso en Alemania y Austria, Joseph Roth extrema en esta obra la mezcla de géneros y trae a la lengua alemana todo un pensamiento propio de la tradición oriental. Incluso judaíza el idioma con recursos característicos de la literatura del Antiguo Testamento. Su gesto es contra la pureza y por un Oriente que está en los mismísimos cimientos de la cultura occidental.

***

A la hora de ahondar en la literatura que encuentra su origen en una Europa de tradición judía, se hacen visibles las barreras que crean las divisiones nacionales. Contra ellas se rebeló Joseph Roth, especialmente ante el ascenso del nazismo. Escribió en un artículo en 1933 titulado «El poeta en el Tercer Reich»:

La literatura es más fuerte e inmortal que cualquiera de las formas de Estado que la nación se dé a sí misma en cada momento; que sobrevivirá a todas las formas de Estado y a todas las revoluciones nacionales, pero también a las internacionales.

Lo que mejor define políticamente a Joseph Roth fue su arraigo europeo por encima de cualquier nacionalismo, también el sionista. Para él lo crucial no era crear un Estado para los judíos, sino defender su permanencia en Europa. Asimismo, no cabe extrañarse de que alguien tan ajeno al espíritu sionista y que además escribió en la lengua de Goethe—y no en yiddish o en hebreo—no forme parte de las antologías de la «literatura judía», por más que deba a esta tradición buena parte de su imaginario. Muchos de los topos, símbolos, metáforas y motivos literarios que caracterizan su obra proceden de la literatura del shtetl oriental y de la mística luriana, con raíces en Sefarad y Safed.

Con este libro quiero rendir homenaje a la tradición judía europea. Hannah Arendt la llamó «tradición oculta» por estar fuera del canon con el que Europa se había ido explicando a sí misma. Valga, espero, a modo de pequeño puente.

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Autora: Berta Ares Yáñez. Título: «La leyenda del santo bebedor», legado y testamento de Joseph Roth. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Josey Wales
Josey Wales
1 año hace

Joseph Roth era austrohúngaro, un leal súbdito del emperador Francisco José. Cuando los vencedores de la primera guerra mundial descuartizaron el Imperio en estados-nacioncillas enfrentadas entre sí, Roth se sintió un apátrida, igual que su amigo Estefan Zweig. Cuando España se desintegra en cinco o seis países independientes y totalitarias, tendremos la ocasión de experimentar la nostalgia de Roth por la Monarquía de los Habsburgos, donde los judíos de Galitzia, los alemanes de Moravia, los pastores de Voivodina y los vendedores de castañas de Bosnia cantaban con el mismo fervor el ‘Gott erhalte’. Ya queda menos para llorar.

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