Pese a que el mito intenta desmentir esta afirmación, pese a la famosa frase con la que Aixa, madre de Boabdil, quiso humillar a su hijo, pese a las películas de Clint Eastwood y a los discursos de El Fary, lo cierto es que ver a un hombre llorar es tan viejo como el llanto mismo. Desde que Homero le cantó al amor de Aquiles por Patroclo, abrazado aquél al cadáver de éste, incorrupto ya por la gracia de Tetis. O desde que Alejandro destrozó al enemigo persa en Gaugamela, cuando el caudillo discípulo de Aristóteles vio caer a Darío delante de un imperio en fase de derrumbe. O desde que Julio César se arrodilló frente a la estatua del propio Magno en Gades, nuestra Cádiz, comprendiendo el por entonces cuestor romano que, alcanzando la edad del general macedonio, apenas había probado las mieles del éxito militar. Escenas todas estas del hombre antiguo enjugándose las lágrimas, personajes que siempre exudaron masculinidad por los poros, pero que lloraron cuando la historia así se lo exigía, una imagen canónica, real, del verdadero ser humano.
Días atrás se despidió de las pistas de tenis el grandioso Roger Federer, otro Aquiles, pero este con cocodrilo Lacoste en el pecho, talento aun en la última uña y carisma en el caminar, que diría mi abuela. Eligió para la despedida la compañía de su incomparable amigo por enconado enemigo Rafa Nadal, otra suerte de héroe griego. En un momento dado, ambos lloraron al cruzar por sus meninges recuerdos de viejas batallas, Gaugamelas inolvidables sobre la arena de la Philippe-Chatrier o el césped de Wimbledon. No tardaron en salir a comentar la escena nuestros políticos de guardia, ideologizando todo, as usual. «Este momento de dos deportistas varones de éxito, con millones de fans en todo el mundo, contribuye a combatir los estereotipos más tóxicos de la masculinidad», afirmó el ministro Garzón en Twitter, por ejemplo. «No sé si somos conscientes del poder de estas imágenes en la ruptura de ciertos estereotipos y en la deconstrucción de una masculinidad terriblemente tóxica», argumentó a su vez Rufián en la misma red social.
En fin, qué se les puede decir a estos. Quizá valdrían con exigirles que saquen la ideología de donde sólo hay emoción. Queridos gobernantes, Nadal y Federer lloran porque el ser humano se expresa cuando una imagen le calienta el alma; cuando la nostalgia le recuerda que, como diría Cernuda, el tiempo nos alcanza; cuando le embarga una felicidad escondida o le sobreviene una tragedia inesperada. Así fue siempre y así será. Ahora bien, lo que también hay en este mundo que habitamos es disparidad de caracteres: hay quien no llora en público por vergüenza o por orgullo, como hay quien lo hace con cierta facilidad por un legítimo sentimentalismo. Ustedes pretenden hacer de todos los hombres el hombre, unificar criterios, teledirigir emociones. Ante eso, ante vuestra necesidad de imponer el dogma ideológico sobre la diferencia humana, hay una expresión tan vieja como las propias lágrimas: váyanse al carajo de una santa vez.
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