La muerte inapropiada de Javier Marías ha sido el jarro de agua fría más triste y desolador de todos los que me han caído encima, a destiempo, a contracorriente, brusca y repentina cuando no tocaba. Nunca pensé que pudiera morir quien ha escrito las páginas más verdaderas que leí en mi juventud y que he seguido leyendo durante décadas como si nunca fueran a terminarse, como si quien las escribe tuviese un pulso eterno para seguir publicando novela tras novela cada dos o tres años que siempre he esperado y deseado con la ilusión de una enamorada. Y no exagero. Porque el amor por las palabras y por lo que quieren las palabras contarnos ideadas por la mente de Marías han tenido un poder indescifrable para quienes las han entendido. Porque a los escritores no solo se los lee, se los siente. Y él tenia la virtud de hacerse sentir; o era así o no te gustaba o no podías atender su propuesta y recorrer con él la ficción que te ofrecía para hacerla tuya. A Marías lo amabas o lo rechazabas.
Pienso en los últimos momentos de su vida y reproduzco lo que escribió su personaje Cromer-Blake de la novela Todas las almas, e intento descifrar los pensamientos que pudo tener él ante su propia y real enfermedad:
“Sigo igual que siempre, oscilando entre la ira y la risa que me producen las cosas, sin término medio, son mis dos maneras complementarias de relacionarme con el mundo y andar por él. O me enfurezco o me río, o ambas cosas a la vez, y ambas en mi interior. No cambio. La enfermedad debería hacerme cambiar, ser más reflexivo y más turbio. La enfermedad, sin embargo, no me enfurece ni me hace reír. Si sigue avanzando, si se confirma (vuelvo a cruzar los dedos), me observaré. Estoy asustado”.
Solo puedo comparar el vacío que deja Marías al que dejaron Borges, Cortázar, Onetti o García Márquez, voces que no nos contarán otra historia pero que han escrito las mejores páginas de la literatura de los últimos cien años en nuestro idioma español.
La última vez que vi a Marías fue en la Feria del Libro de Madrid de 2018. Yo firmaba esa mañana y caminaba por el margen derecho del Paseo de Carruajes a primera hora, tras la línea de casetas que lo recorren, hacia el sur. Era una mañana de sábado, luminosa y cálida, de esas despejadas y memorables con las que nos obsequia Madrid en el mes de junio; era un regalo y un placer por vivir un año más la feria del libro que más quiero. De pronto me di cuenta de que Marías caminaba delante de mí por el sendero de tierra con un libro debajo del brazo. Su soledad me conmovió. No había un alma a nuestro alrededor, solo el aleteo de las aves. Él iba despacio, quizá un poco cansado noté, midiendo sus pasos, quizá retrasándolos para disfrutar de la tranquila mañana que promete la agitación y el cansancio de toda feria para un escritor. Yo aflojé la marcha, tras él. Me propuse guardar sus pasos y su figura, no tan joven ni tan apuesta como hace unos años, envuelta en su habitual chaqueta azul, pero me seguía emocionando igual que antes porque un escritor nunca envejece en nuestra mente; de pronto se queda congelado en el momento en que leíste su mejor novela. No fui capaz de ponerme a su altura y saludarlo, ya que nos conocíamos de ser ambos escritores del mismo grupo editorial, habíamos coincidido en algunos actos y habíamos intercambiado conversaciones frugales y tímidas por mi parte. Me abrumaba la sola idea de romper el encanto de la soledad de un paseo del que disfrutaba mi escritor más querido para ir a reunirse con su legión de lectores que estarían esperándolo en la caseta en que firmaba. También me abrumaba no saludarlo. Y simplemente caminé detrás de él, como quien va tras las huellas de su sombra, con miedo a romper un hechizo, un momento irrepetible, dejando que la mañana y su solitario caminar entre los árboles y los parterres de El Parque del Retiro siguieran alumbrando un corazón tan blanco en la batalla de un mañana que acabaría con su vida cuatro años después en un hospital de Madrid sin que entonces él pudiera imaginarlo. De pronto lo vi salir del camino hacia su caseta con el libro bajo del brazo, tan grande y tan pequeño, y yo continué hacia mi destino recriminándome no haberlo saludado sin saber que jamás lo volvería a ver.
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