Todos los escritores han dicho en alguna ocasión aquello de “son los personajes los que me hablan cuando escribo”. En mi caso no sólo me hablan, también me invitan a café y bizcocho, me regalan caramelos y me tejen bufandas en invierno.
Conocí a Teresa durante el verano de 2019. En cuanto me contó de manera sucinta su vida (exilio a la URSS con doce años, dos guerras, Cerco de Leningrado, evacuaciones, repatriación, interrogatorios en Madrid por parte de la CIA) quedé atrapada y decidí contar su historia. Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿qué enfoque darle? ¿Una biografía, un ensayo, una crónica? De pronto fui consciente de la gran responsabilidad que había adquirido. Una historia así no se podía contar de cualquier manera. Así que decidí hacerlo en el género en el que me siento más cómoda: la novela.
Empezamos las entrevistas en agosto. Como era de esperar, al segundo día me eché a llorar mientras me contaba uno de los episodios de su vida, no recuerdo cuál. Cuando me vio llorando, apurada, me dijo que si me iba a hacer llorar, mejor hablásemos de otra cosa. Y pasó a enseñarme un jersey que estaba tejiendo para su bisnieto. Así que no me quedó más remedio que activar el modo autómata y tragarme las lágrimas durante los meses siguientes si quería obtener toda la información posible. En varias ocasiones tuve que excusarme e ir al baño porque el episodio de ese día resultaba demasiado desgarrador.
Fue durante el confinamiento cuando aproveché para escuchar las más de cien horas de grabación que tenía. Ahí sí, lloré, mucho. Cierto es que por aquellos días todos teníamos las emociones y las lágrimas a flor de piel. Una conjunción sensitiva imposible de controlar. Después, documentación, entrevistas, búsqueda, situación espacial y temporal, esquemas… Un proceso necesario e imprescindible, pero también una excusa para ir retrasando el momento de ponerme a escribir. Estaba en el borde de un trampolín, y debajo, las aguas de la historia. Salté con miedo. Al principio me sentí abrumada, desorientada. Pero poco a poco cogí el ritmo de la historia. A veces perdía pie, otras fluía con ingravidez sedosa. Siempre con cautela, para no pisar el campo de minas sembradas bajo la piel de sus recuerdos.
Durante el encierro la llamaba varias veces por semana, para consultarle alguna duda o simplemente para saber cómo estaba. Me decía: “Celia, cuando veo los muertos del Coronavirus, sueño con Leningrado”. No le preocupaban las restricciones, la falta de abrazos o el contacto con los demás. Teresa sólo pensaba en los muertos. Ella que había visto tantos cadáveres durante el Cerco, sentía terror al imaginarlos apilados, amontonados, no en las aceras nevadas de Leningrado, pero sí en las morgues y las residencias de ancianos.
Muchas veces me expresó su preocupación ante la posibilidad de no ver publicado su libro. Reconozco que esa misma preocupación también me rondó a mí en un par de ocasiones. Pero no, a Teresa la vida le ha tomado cariño. Hace unos días viví un momento emocionante, incluso me atrevo a decir que histórico: cuando abrió el sobre que contenía el libro de su vida y que he tenido el honor y el placer de escribir. No le salían las palabras. Miraba el volumen, lo volteaba, lo hojeaba, acariciaba la cubierta con los dedos… Quizá imaginando cómo una vida tan grande, la suya, podía caber en un objeto tan pequeño. Metió el libro en su bolso y lo abrazó. Tenía prisa por volver a casa. Pensé que estaría cansada pero no, quería llegar y empezar a leer.
La imagino sentada en su butaca de escay marrón, frente al ventilador y viajando 85 años en el tiempo, viendo la película de su vida y quizá pensando: Ha valido la pena.
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Autora: Celia Santos. Título: La niña de Rusia. Editorial: Ediciones B. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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