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Lepisma y las gafas - Quim Carro - Zenda
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Lepisma y las gafas

—¿Y qué es lo que ocurrió después de que se te rompieran las gafas, Henry? —me atreví a preguntarle un día; tenía curiosidad en saber cómo su mente enferma continuaba el argumento de una historia que tanto me había marcado. —Estaría horas sin moverme, si el vacío pudiera cobrar forma humana, esa sería la mía....

He podido comprobar que uno de los capítulos más recordados de The Twilight Zone (como conocí esta serie en catalán, para mí es La dimensió desconeguda) es el titulado Tiempo suficiente al fin. Narra la historia de Henry Bemis, un hombre cuya pasión son los libros, a los que dedicaría las 24 horas si no fuera por nimiedades tales como su trabajo, dormir, o estar con su mujer. Un día, huyendo del mundanal ruido para enfrascarse en la lectura, se encierra en la cámara acorazada del banco en que trabaja, descubriendo al salir que el mundo ha sido devastado por una guerra nuclear y él es el último ser humano. Tras el impacto inicial, le invade la felicidad al ver que los libros de la biblioteca pública permanecen intactos: tiene miles de ejemplares por leer, todo el tiempo del mundo, y nadie que le moleste. Y es en ese momento cuando sus gafas caen al suelo, rompiéndose y dejándole prácticamente ciego, rodeado de estantes repletos de obras a su alcance pero de las que ahora nunca podrá disfrutar. Un final desgarrador y con cierta carga moral que lo emparenta con castigos mitológicos como el de Sísifo o Tántalo. Pues bien, la historia no acaba ahí, y lo sé puesto que yo conocí a Henry Bemis, o al menos él afirmaba serlo. Su rostro reflejaba bonhomía aunque sus miradas eran esquivas, usaba gafas de gruesos cristales y además de un cierto parecido con el actor Burgess Meredith tenía un marcado acento manchego. Otra de sus peculiaridades es que, hiciera lo que hiciera, escribía continuamente, de forma compulsiva: nadie sabe el qué, pero por lo visto eran ya miles las libretas que había rellenado, y el psiquiátrico de San Humbértigo (creo que aún no había aclarado que ambos coincidimos allí como pacientes) no tenía reparos en darle todo el papel y bolígrafos azules que necesitara.

—¿Y qué es lo que ocurrió después de que se te rompieran las gafas, Henry? —me atreví a preguntarle un día; tenía curiosidad en saber cómo su mente enferma continuaba el argumento de una historia que tanto me había marcado.

—Estaría horas sin moverme, si el vacío pudiera cobrar forma humana, esa sería la mía. Hasta que me puse en pie, con el ánimo de encontrar una pistola con la que había pensado en suicidarme justo antes de encontrar la biblioteca. Palpando a ciegas las estanterías, sin embargo, lo que encontré fue un libro en braille, esos puntitos eran inconfundibles.

—No jodas… ¿Y tú sabes leer así?

—Por aquel entonces, ni una sola letra. Sin embargo tuve la suerte de que se trataba de un ejemplar de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, en una edición que ya por los colores de la portada (poco más podía ver) pude reconocer: porque la edición para ciegos tenía la misma carátula que la que yo había leído y de la que había memorizado todos y cada uno de esos versos. Por eso, con paciencia y tiempo, pude aprender ese alfabeto de forma autodidacta y eso ayudó a mantener mi cordura. Cuando dominé el braille, por lo menos ya eran una docena los volúmenes que podría leer con mis dedos.

—Increíble…

—“Estoy leyendo Rimas pero ahora también yo Soy leyenda”, pensaba, homenajeando así tanto a Bécquer como a Richard Matheson. Sin embargo, tras leer y releer esos libros, volví a encontrarme vacío. Las latas de conservas del hipermercado contiguo a la biblioteca me alimentaban el cuerpo, pero el alma también necesita nutrirse, y sin relatos ni conocimientos nuevos, languidece. Por eso, a falta de lectura, empecé a imaginar mis propias historias, sin boli ni papel como tengo ahora. Comencé a crear un universo propio, y con tanta fuerza que acabé por hacerlo real: todo lo que nos rodea no es más que fruto de mi mente, tú mismo no eres más que uno de mis personajes; y la única verdad es que la Tierra es un planeta devastado en el que yo soy el único superviviente, the omega man, sentado a los pies de la escalera de una biblioteca pública, imaginando cómo escribo todo lo que tienes a tu alrededor.

—Jajajaja, qué loco estás, Henry —me reí, tanto que al acabar la carcajada, me llevé las manos a la nuca, donde había un manchurrón de tinta azul que aún no me explico cómo pudo llegar hasta allí.

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Quim Carro

Quim Carro (Tarragona, 1973), autor de Divitos y coleando, es licenciado en Historia y un apasionado de la creación de relatos, ya sea en viñetas de cómic o en páginas manuscritas. @QuimCarro

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