Pedro Sánchez no ha matado a la corbata. La corbata lleva décadas muriendo, aunque tras la pandemia su declive se haya acelerado. En mayo asistí a un congreso jurídico. Se celebró en un hotel próximo al aeropuerto de Barajas, con amplios salones para conferencias y jardín. El cóctel se celebró junto a la piscina, con un lujo insólito para tales eventos. Había incluso un cortador de jamón y barra de sushi. Parecía una boda. Todos los hombres llevaban chaqueta, pero sólo los más veteranos corbata. Incluso algún conferenciante había prescindido de ella. Los encorbatados no eran los jefes, contra lo que diría el tópico, sino buenos profesionales anticuados, que se mantenían a flote por el alto coste de sus despidos. Hace pocos días, paseando por la City de Londres, vi a decenas de ejecutivos. Todos vestían camisa blanca, ninguno corbata.
De no mediar un improbable revival, la corbata se convertirá pronto en una prenda solemne: quedará para las bodas más formales (o las más histriónicas), para algunos consejos de administración y para el Tribunal Supremo. Saldrá, sin posibilidad alguna de regreso, de la cotidianeidad de las oficinas: vestir una chaqueta y una corbata, incluso a 40 grados, para ver cada día al mismo jefe de riesgos y al mismo contable no parece razonable. La palabra misma (corbata) ya suena difícil, incómoda, antigua, calurosa y clasista, aunque no lo sea, incluso a veces implique todo lo contrario porque quienes la abandonan son quienes pueden permitírselo. Los camareros de los mejores restaurantes, o los más anticuados, y los porteros de fincas seguirán llevándola, sin que tengan opción a la renuncia. No olvidemos que el ataque a la corbata no es de izquierdas sino liberal, más bien libertario. En el mundo artístico y literario su declive es absoluto. Solo su versión rockera, o la dandy a lo Tom Wolfe, podría reivindicarse. No ha sido siempre así, y no hay que remontarse a tiempos de dominio absoluto, como el de Thomas Mann o Marcel Proust: en la reciente exposición del pintor pop estadounidense Alex Katz puede apreciarse que la corbata era habitual en las reuniones sociales neoyorquinas de, por ejemplo, los 60 y los 70. De hecho Andy Warhol solía llevarla, aunque combinada con ese sustituto que fue el jersey de cuello alto, y también intelectuales rebeldes como Jean Paul Sartre o Michel Foucault. Solo los beatniks prescindían de ella, aunque el más loco de todos ellos (William Burroughs) casi siempre la llevó.
Pedro Sánchez ha atacado la corbata porque tal envite es propio de una modernidad liberal, envidiable y envidiada. Su posición no representa a la izquierda, ni mucho menos. Los viejos comunistas siempre la llevaron, a veces con jersey granate. No olvidemos a profetas de la izquierda como Pier Paolo Pasolini o el mismísimo Bertolt Bretch (aficionado también al cuello alto). La corbata transmite vejez, lentitud y gasto innecesario. Quienes la visten voluntariamente parecen no solo atrapados por el pasado sino incapaces de renunciar a un complemento superfluo, destinado a algo tan anacrónico como cubrir los botones. Implica lo contrario a las nuevas tecnologías, es el símbolo de las estructuras piramidales, del eterno mandato del hombre occidental. ¿Alguien imagina a Steve Jobs presentando sus creaciones con corbata? ¿O a Jonathan Franzen presentando su última novela con un nudo al cuello? Incluso resulta discutible en servicios comerciales porque ya no evoca calidad o seriedad, sino mayor precio y una calidad antigua, de ebanista. Y la gente no quiere muebles que duren cien años, salvo que sean ataúdes. Es decir, parece razonable que un comercial de pompas fúnebres lleve corbata, pero no que lo haga un vendedor de coches, a no ser que venda Rolls Royces.
Por supuesto el confinamiento afectó a la corbata, pero no ha sido la causa de una decadencia que dura décadas. Recordemos las imágenes de las calles principales de cualquier ciudad occidental en los años 50. Los hombres iban con corbata al cine, a cenar con su señora, a cualquier lado. Ir con los botones de la camisa al aire era una muestra de pobreza y mal gusto propia de los arrabales. Aún quedan señores mayores que van con corbata incluso a comprar un kilo de peras. De hecho una de las señas de identidad del Juan Marsé juvenil, del autor de la magistral y arrabalera Últimas tardes con Teresa, lo que le diferenciaba de otros popes de la gauche divine, fue el cuello libre.
La contracultura dio el primer golpe y, desde entonces, la corbata no ha parado de perder importancia, sin recuperar en ningún momento lo perdido. El individualista, el pionero, siempre ha estado en contra de la corbata y, ¿qué es la revolución tecnológica sino una transformación profundamente individualista? Silicon Valley vende modernidad, atrevimiento, reducción de costes, igualdad y la fusión entre trabajo y la vida. Quiere que el trabajador considere a su centro de trabajo su segunda casa. Que juegue al pinball antes de cerrar un presupuesto. Una prenda tan laboral, tan social como la corbata es un evidente enemigo. Y, por supuesto, los abogados del congreso que mencioné al inicio quieren parecer de Silicon Valley, también lo desean los arquitectos, los economistas y los escritores. Y hasta cierto punto, no les falta razón, porque las nuevas tecnologías han revolucionado todas las profesiones. También la literaria. ¿Tiene sentido en nuestros tiempos un escritor encorbatado, salvo en ocasiones solemnes, como la entrega del Planeta, y no siempre, o las sesiones de la Real Academia? Me temo que no.
Muchas empresas permiten que los empleados acudan los viernes sin traje ni corbata, pero con un look deportivo, casual, como de salida en familia de sábado por la tarde en el centro comercial de Pozuelo. En el Casual Friday triunfan las marcas norteamericanas, que reflejan el arquetipo de Nueva Inglaterra (el mentón de los Kennedy, los veleros antiguos, los labradores corriendo por las playas desiertas…) como Ralph Lauren o Gant, incluso Brooks Brothers. Marcas que transmiten limpieza, valentía, tradición familiar. La moda del Casual Friday se ha convertido en la habitual, mejorada a veces con camisa blanca. El siguiente paso es que, una vez que la camisa de cuadros o el polo han alcanzado la cotidianeidad, lo casual sea ir con zapatillas y pantalones cortos. No creo que se llegue al chándal y al pijama, eso se reserva para la teleconferencia.
Aunque tal vez la corbata y su complemento, el traje, nunca tuvieron tanto protagonismo como se le achaca. El traje era solo para los trayectos y las reuniones. Todo el mundo se quitaba la chaqueta y se desabrochaba el primer botón en cuanto llegaba a la oficina. Incluso se remangaba la camisa. En las comidas de negocios, salvo en aquellas de alta representación, las chaquetas terminaban apoyadas en el respaldo. Alguien que permaneciera con chaqueta y un nudo perfecto durante toda su jornada laboral podía ser sospechoso de vagancia.
¿Son estos cambios positivos o negativos? No pueden evaluarse con parámetros tan absolutos, tan antiguos como la propia corbata. Son cambios irremediables, parte de la sociedad del fingimiento en la que habitamos. Implican un falso desclasamiento, una igualdad postiza. Adáptense rápido, pero no se crean nada. Todo sigue igual.
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