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Inocencia interrumpida, de Susanna Kaysen - Zenda
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Inocencia interrumpida, de Susanna Kaysen

En 1967, después de una sesión con un psiquiatra al que nunca había visto, subieron a un taxi a Susanna Kaysen, de dieciocho años, y la enviaron al Hospital McLean, en Massachusetts. Pasó la mayor parte de los dos años siguientes en la sala de chicas adolescentes de un hospital psiquiátrico reconocido por su famosa...

En 1967, después de una sesión con un psiquiatra al que nunca había visto, subieron a un taxi a Susanna Kaysen, de dieciocho años, y la enviaron al Hospital McLean, en Massachusetts. Pasó la mayor parte de los dos años siguientes en la sala de chicas adolescentes de un hospital psiquiátrico reconocido por su famosa clientela (Sylvia Plath, Robert Lowell, James Taylor, Ray Charles). En Inocencia interrumpida, primer libro de la editorial Big Sur, Kaysen narra de forma íntima y fragmentaria su experiencia como paciente diagnosticada con trastorno límite de la personalidad.

Zenda adelanta un fragmento de la novela.

***

Mi suicidio

El suicidio es una forma de asesinato, un asesinato premeditado. No te suicidas la primera vez que piensas en hacerlo. Tienes que acostumbrarte. Y necesitas los medios, la oportunidad, el motivo. Un suicidio exitoso exige buena organización y cabeza fría; ambas suelen ser incompatibles con el estado mental del suicida.

Es importante cultivar el desapego. Una forma es practicar imaginando que estás muerto o en proceso de morir. Si hay una ventana, debes imaginar que tu cuerpo cae por la ventana. Si hay un cuchillo, debes imaginar que el cuchillo te atraviesa la piel. Si hay un tren en marcha, debes imaginar que tu torso se aplasta bajo sus ruedas. Estos ejercicios son necesarios para lograr la distancia adecuada.

El motivo es primordial. Sin un motivo fuerte, estás hundida.

Mis motivos eran débiles: un trabajo sobre Historia de los Estados Unidos que no quería escribir y la pregunta que me había hecho meses antes: ¿por qué no matarme? Muerta, no tendría que escribir el trabajo. Tampoco tendría que seguir debatiendo la cuestión.

El dilema me estaba consumiendo. Una vez que te haces la pregunta, no desaparece. Creo que mucha gente se mata simplemente para no seguir discutiendo si suicidarse o no.

Todo lo que pensaba o hacía de inmediato quedaba arrastrado por la disyuntiva: “Hice un comentario estúpido, ¿por qué no me suicido?”. “Perdí el autobús, mejor ponerle fin a esto”. Hasta las cosas buenas entraban: “Me gustó esa película, quizá no debo matarme”.

En verdad, yo quería matar solo a una parte de mí: la parte que me arrastró a la disyuntiva suicida y convirtió cada ventana, utensilio de cocina y estación de metro en un ensayo para la tragedia.

Aunque eso no lo descubrí hasta después de haberme tragado las cincuenta aspirinas.

Tenía un novio, llamado Johnny, que me escribía poemas de amor. Buenos poemas de amor. Lo llamé, le dije que iba a matarme, dejé el teléfono descolgado, me tomé cincuenta aspirinas y me di cuenta de que era un error. Entonces fui a buscar leche, lo que mi madre me había pedido que hiciera antes de tomar las aspirinas.

Johnny llamó a la policía. Fueron a mi casa y le informaron a mi madre lo que había hecho. Ella apareció en el A&P de Mass. Avenue justo cuando estaba a punto de desmayarme sobre el mostrador de la carne.

Mientras caminaba las cinco manzanas hasta el A&P, fui presa de la humillación y el arrepentimiento. Había cometido un error e iba a morir por ello. Quizá hasta merecía morir por ello. Empecé a llorar por mi muerte. Por un momento, sentí compasión por mí misma y por toda mi infelicidad. Entonces todo empezó a nublarse y a resonar. Cuando llegué a la tienda, el mundo se había reducido a un túnel estrecho y palpitante. Había perdido la visión periférica, me zumbaban los oídos y me latía el pulso. Las chuletas y los bistecs sangrantes, tensos dentro de sus envoltorios de plástico, fue lo último que vi con claridad.

El lavado de estómago me hizo recobrar el conocimiento. Cogieron un tubo largo y me lo metieron despacio por la nariz y lo bajaron por la garganta. Sentí que me ahogaban hasta matarme. Luego empezaron a bombear. Fue como si me sacaran sangre a escala masiva: la succión, la sensación de que el tejido colapsaba y hacía contacto de una manera indebida, las náuseas cuando echaba afuera todo lo que estaba adentro. Resultó un buen disuasivo. La próxima vez, decidí, no tragaría aspirinas.

Pero, cuando terminaron, me pregunté si habría una próxima vez. Me sentía bien. No estaba muerta, pero algo había muerto. Quizá había conseguido mi peculiar objetivo de suicidio parcial. Estaba más liviana, ligera como no había estado en años.

Mi ligereza duró meses. Hice algunos de mis deberes. Dejé de ver a Johnny y me enrollé con mi profesor de Inglés, que escribía poemas aún mejores, aunque no para mí. Fui a Nueva York con él; me llevó a la Frick a ver los Vermeers.

Lo único raro fue que de repente me hice vegetariana.

Asociaba la carne con el suicidio, por haberme desmayado en el mostrador de la carne. Pero sabía que había algo más.

La carne estaba magullada, sangrando y aprisionada en un envoltorio apretado. Y, aunque tuve un respiro de seis meses para pensarlo, también yo lo estaba.

—————————————

Autora: Susanna Kaysen. Traductora: Sandra Caula. Título: Inocencia interrumpida. Editorial: Big Sur. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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