Aviso: se recomienda leer a un ritmo de 2/4, 2×4 o dos por cuatro. Sin coger mucho aire y sin analizar al individuo, sino al colectivo. Como hacen los epidemiólogos, vamos.
Gorbachov. Ay, mi Gorbachov… lo que me invigoriza a mí leer a ese señor. Sí, me voy a inventar palabras. Y ya, quítense de la mente la imagen de un ruso calvo besando a un viejo. Que escribo de Nabokov, pero no sé por qué siempre los intercambio. No es porque sean rusos, ni porque fonéticamente suenen igual. Es más bien porque ambos son rompedores… pun intended.
Leer a los muertos me hace fluir la sangre. Los autores vivos son, todos, sin excepción, tan planos, tan sopabobas, aspiragaitas y tan papiromuchos… Nada, que no. Y no lo siento. Ya les tocará estar muertos y, a los que pasen la última criba editorial, ser venerados por futuraciones generas.
Pero no me den muertos muy muertos. Denme que tengan algo de chicha para digerir. Me explico: Virginia Woolf, John Steinbeck, Irvine Welsh… ¿Qué no está muerto? ¿Seguro? Míramelo otra vez… Y PJ Gutierrez… Ah, que sigue vivo. Pero ¿tú sabes la cantidad de alcohol, droga y venéreas que esos se han metido pa dentro? Venga, nada, como si estuvieran muertos. Para el caso no están tan muertos como Cervantes, a quien venero y consumo como una bebida de electrolitos, o como Homero, que ya el hombre no tiene ni una poca de vitamina pa darme. Lo masco como quien hace con una cecina rancia, y le saco el valor que tiene en mitad de un páramo, pero no en un campo verde y fresco con todo el abono de los muertos más jóvenes.
Dicen que ocho de cada diez hombres dedican el 90% de sus pensamientos al sexo. O puede que sean 2 de cada diez hombres dedicando sus pensamientos a este menester. El 80%. Al sexo. No a los porcentajes. Puedo imaginar lo que es sentir semejante atracción por las cifras, simpatizo por los datos sucintamente codificados en números, pero también puedo imaginar al lector desconectando del texto si sigo por esos derroteros. La simpatía es la que crea a los jefes y presidentes, y la antipatía es la santamatrona de los indigentes. ¿O de los indígenas?
A lo que íbamos, que no sé en que pondrán los tipos las ideas, pero que yo dedico veinte de cada medio pensamiento a obsesionarme con escribir. A castigarme por estar haciendo otra cosa. Conduciendo, trabajando, escribiendo, pero escribiendo prosa educativa, no ficción. Qué hago gastando las palabras, el limitado número de tip-tip-tip que tengo en eso. No lo sé. Y así los pensamientos se pierden y se enredan unos en otros, sin llegar nunca a constituir una cosa tan de bien, tan decente, como un pensamiento unitario. No es de extrañar, por tanto, que me pase sumido en la culpa pseudo-cristiana del escritor que no tiene una hacienda de la que vivir, y siervos que se ocupen de hasta el más mínimo detalle que no tenga que ver con sobrevolar las páginas como un viejo bombardero de la Segunda Guerra Mundial, dejando caer las frases como bombas, esperando acertar en el blanco, y rezando porque alguno de los proyectiles no quede atascado.
Y entre esos pensamientos fractales, que no llegan nunca a ser, llega el reproche por convertirse en algo que no se es. Por preocuparse por el tiempo, por el dinero, por lo que se le deba al banco o el maldito banco le deba a uno, por decir buenos días, como si eso fuera a mejorar o empeorar la mañana. Igual que si a la jauría de gorriones que vive en el bosquecillo de bambú bajo mi ventana —veinte pisos para abajo— le importara una puñeta que les deseara lo bueno o lo malo para cantar como ángeles y pelear como Erinias. Pero para, respira, coge aire, que no podrías gastarlo ni aunque le opusieras todas las ansiedades estas que te inventas. Mira alrededor. Oh, no, mejor no lo hagas. Pero es demasiado tarde.
Hay arena de gato en el suelo. Pilas de libros que se dividen por meiosis a una escala que daría envidia a los coliformes más prolíficos. Y polvo. ¿Dónde? No lo sé, pero lo hay, que te lo digo yo, maricarmen. Que alguien me saque de la cabeza a los Morancos. Por piedad, que no la pietá, pero esa sáquenmela también. En mi cabeza solo son bienvenidas mis propias mierdas artísticas. Y de nuevo mira, sí míralo, al silencio que hay frente a ti en la casa. La fuente que suena, los gatos que chillan como gaviotas histéricas mientras juegan —enloqueces hasta a los gatos, hijo—… Y te sobrevendría el horror vacui, de no ser porque no, ese no es el problema. Piensas en la danse macabre, en cómo los representan, depictan —esta palabra no existe en español, que viene del inglés, pero debería estar en nuestro amado diccionario, porque estoy convencido de que los guiris nos la facharon (vocablo cubano)—. En fin, piensas en esos señores esqueletos bailando entre ellos, o con la muerte, y que dónde está ahí el terror, lo malvado. Pero si son ellos los que viven en un exquisito vacío, que no tienen lugar en las pelvis esas como quillas a las que se agarre la grasa, ni les tiene que preocupar que el trapecio y el deltoides no crezcan a la misma velocidad, eso es la gloria, es el paraíso. Que alguien venga y me diga a mí dónde está ahí el horror. No, qué va, pienso, mirando a las baldosas de color ¿amarillo?, ¿marrón? Esos señores que bailan no tienen que escribir. No piensan, en su danza eterna, en por qué están haciendo lo que sea que hagan distinto a la escritura. La eterna insatisfacción del mago de feria que sabe que la paloma sale de un compartimento secreto. Y eso si es que sale viva.
Pero entonces me acuerdo, pensando en calaveras jolgoriosas, en Brueghel el viejo, y en el triunfo de la muerte (no lo pongo en mayúsculas, que venga de la tumba a corregirme). Qué lástima, el hombre nació y ya era viejo. Y la pena que siento no es por él, sino porque ahora quién me llamará a mí el viejo. En fin, que ese cuadro siempre me pareció una cosa bien graciosa, así como animada, una superproducción de las de la calle esta de nuevayor…
“¿cómo se llama la calle esa de nuevayor donde hacen las obras de teatro?”
Duda, porque soy un gañán y algo habré dicho mal, o ella estará también pesando en escribir. Siempre presos de la escritura, ya lo digo yo.
“Sí, esa de donde vienen los musicales estos de mierda…. Broadway”, me respondo yo.
Nadie como mi mujer para ayudarme a encontrar la respuesta. Y esto no es una puñetera broma. Como tampoco lo es el cuadro del viejo. Que menuda obra de arte, que a ver dónde está ahí el horror, repito, salvo quizás en la carreta cargada, carretargada, de muertos, que de tan arracimados no queda sitio pal meneo. Pero me cambiaría por uno de los otros. Ahí no hay vacui, no hay banco, no hay polvo ni buenos días. Hay dinamismo, la muerte y la vida, que son dos cosas iguales. Eso, señores, es el anticipo de una película de Marvel. Que no es que se inspiraran en una cosa tan vieja, tan europea, para hacer la saga infinity, pero bien pudieron, porque allá a lo lejos, frente a la TorredeSauronuno que arde me parece ver a Thanos.
Pero ya, niño, expulsa a los seres del imaginario común, cargados de ETS, de tu mente, y sigue un rato más con Cincinnatus antes de perderte en tus mierdas y, quizás, si tienes suerte y no te distraes haciendo de comer —por qué tiene nadie que comer, por el amor de jezúz—, atendiendo a los gatos, las tortugas, las matas, los pájaros o la bicha, quizás, y solo quizás, palabra a la que eres adicto porque te encanta que te ofrezca posibilidades, eres adicto a la indecisión, puedas escribir algo.
Y todo esto para decirle al lector —aquí ya puede leer en un tres por cuatro— que lean, cohones, que es importante. Que lean a los muertos, que la pátina que da los años, la forma en que los isótopos de carbono se divorcian en los huesos crea un drama que es de lo más enriquecedor y todos sabemos lo mucho que reconstituye al cuerpo un caldico de huesos de ternera, o de pollo, o de cerdo… qué más da, si lo que reconstituye es el sadismo, no el contenido. No digan que no suena atrayente el concepto de que una sopa hecha de los huesos de un cadaver devuelva la vitalidad. Es como un café con sal, uvas y queso, plátano y bacon. Lo mal que suena y la cantidad de fósforos —que decían en un programa de Herrera, o del Olmo, pa mí son los mismos, en Ondacero cuando yo era un crío— que arrastran.
Lean, pero beban agua entre libro y libro, no sea que se queden como uno. Que siempre será mejor que quedarse como dos. Al sistema nervioso no le suele gustar esa dualidad. Ay… tantas exigencias que satisfacer.
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