El derecho a no hacer nada
Para los católicos, la pereza goza de mala prensa desde el Antiguo Testamento y sólo por el capricho arbitrario de un dios que era muy dado a premiar o castigar en función del humor con que se hubiese levantado esa mañana. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente», le espetó a Adán cuando éste tomó la fruta prohibida de manos de Eva —o «En el sudor de tu rostro comerás el pan», como tradujo Casiodoro de Reina con un cariz más poético—, y de ese modo la vagancia, que fue en origen un rasgo atribuido por la divinidad a las personas como una condición propia de su especie, comenzó a ver depauperado su rango hasta el punto de terminar engrosando la lista de los pecados capitales. En realidad, la cosa ya venía de antes: se atribuye a Esopo la famosa fábula de la cigarra y la hormiga que siglos después popularizarían La Fontaine en Francia, durante la época barroca, y Samaniego en España, cuando comenzaron a soplar por estos lares los vientos ilustrados. Y, como ocurre siempre, el tópico generalizado —y, en este caso, hasta bendecido— constituyó una eficaz herramienta de control para que quienes se podían permitir el lujo de vivir sin dar un palo al agua encontraran quién se manchara las manos en su nombre. La esclavitud, las servidumbres, los diezmos, el derecho de pernada y hasta la explotación infantil hallaron su coartada perfecta en ese versículo del Génesis y en la actitud de los prohombres que —en unos casos con buena fe, en otros con toda su insidia— ensalzaban las virtudes del trabajo y despreciaban la pertinencia de la holganza, enarbolando un discurso que sólo tiene razón en parte y omite una circunstancia que, sospecho, constituía una de sus razones de ser fundamentales: quien se detiene, piensa; quien piensa, se cuestiona; quien se cuestiona, actúa. Es curioso que hasta los artistas, tan dados a la contemplación y el recogimiento, evitaran ponderar a personajes perezosos y en muchos casos se encargaran de presentarlos como seres necios o ridículos, al menos hasta que Melville imaginó a su escribiente Bartleby y ese adagio lapidario que se ha erigido en una de las frases totémicas de la literatura universal. Tuvieron que llegar las revoluciones y su descubrimiento de los derechos laborales, con su concepción del trabajo como una necesidad de la que podían derivarse consecuencias virtuosas, para que il dolce far niente comenzara a labrarse una reputación, siquiera, clandestina, ésa contra la que arremeten los apóstoles del esfuerzo ajeno, empecinados en glosar las glorias de la entrega de los demás mientras evitan con todos los medios a su alcance derrochar la propia. Leo que ahora se llama «despido silencioso» a la actitud de los trabajadores que optan por cumplir escrupulosamente con sus obligaciones y abandonan el puesto una vez cubierto lo estipulado en sus contratos, sin asumir horas extras ni atender a las llamadas extemporáneas de sus jefes. La denominación resulta inquietante, por cuanto conlleva asumir que los compromisos que se rubrican son un mero papel mojado, una excusa para cargar sobre la parte débil unos grilletes y una cadena que habrá de arrastrar de por vida. La conquista de la libertad y la lucha por el progreso exigen un esfuerzo colectivo, pero también el empecinamiento por defender ese derecho a ser perezosos cuando corresponde. Hace unos días, me encontré con un amigo que había programado unas vacaciones de ensueño con sus hijos en una de esas localidades costeras que reúnen todos los requisitos posibles para que nadie llene sus horas de vacío. Un atardecer, después de pasar la mañana en un parque acuático y emplear los primeros compases de la tarde en una visita a un zoológico, mi amigo y su mujer preguntaron a sus criaturas a qué les apetecía jugar hasta que llegase el momento de la cena: «A no hacer nada», respondieron. Los niños, que son sabios, conocen por puro instinto aquello de lo que quieren que nos olvidemos: que, al fin y al cabo, los grandes avances de la humanidad vinieron de la mano de gente que, en un momento dado, se puso a no hacer nada y tuvo ideas.
Quiénes somos
Lo encuentro abatido, ojeroso, abrumado por qué sé yo qué conflictos íntimos de los que no sabe o no puede liberarse. Le pregunto si le pasa algo y me da una respuesta general, vaga, esquemática: la familia, que anda renqueante; el trabajo, allí las cosas no van bien del todo; las facturas, cada vez más numerosas y más caras; el mundo en general, que se ha puesto de espaldas. Al cabo de pocos días, me aparece por casualidad su última publicación en una red social: se muestra allí radiante, reconfortado, como si todos sus males se hubieran diluido. Me meto en su perfil y voy descendiendo por su muro. Todos los días ha escrito algún pequeño texto o subido alguna foto, y en ninguno de esos rastros de su cotidianidad hay la menor huella de ese pesar que me trasladó cuando me lo encontré por la calle, en pleno tránsito de una preocupación a la siguiente. Sé que miente, pero no sé por qué se siente obligado a propagar una felicidad inexistente ni a dejar cumplida y diaria cuenta, ficticia o no, de sus andanzas. «Te conozco de las redes», suelen decir a veces personas a las que no hemos visto nunca y que se nos acercan convencidas de su propia afirmación, como si deliberadamente ignoraran que las redes no dan para saber realmente de nadie, si acaso sólo los fingimientos en los que incurre para no mancillar su imagen de cara a la galería, las verdades parciales y las mentiras encubiertas con que va tejiendo el disfraz que difumina las imperfecciones de la realidad y la modela hasta distanciarla de lo que tenemos para aproximarla a lo que nos gustaría poseer. «Hace tiempo que no publicas nada, creí que te pasaba algo», me dicen a veces, como si de manera tácita todos nos hayamos sometido a esa especie de deber que exige dejar constancia de nuestros pasos para que todo el mundo sepa por dónde andamos, qué nos inquieta, a qué cosas pensamos renunciar o a cuáles aspiramos. Igual que si por fuerza hubiera que entregarse a una exposición constante y tuviéramos que sobreactuar constantemente en esa tragicomedia cuyo guión consiste en exhibir aquello que decimos ser para así evitar reconocernos quiénes somos.
Otro exilio
Hay un exilio del que no se habla, aquél que provoca la enfermedad cuando irrumpe y nos convierte en unos extranjeros obligados a convivir con un cuerpo que no responde a nuestras necesidades ni cumple estrictamente las órdenes que le impartimos, que se rebela o se rinde y nos postra en una cama o en un sillón, y nos tiene a su merced durante el tiempo que dure la convalecencia, que resulta siempre cansino y dilatado por más que ocupe sólo unos pocos días. Decía Huxley que la investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que hoy en día resulta imposible encontrar a alguien que se encuentre absolutamente sano, pero los males efímeros y cotidianos que uno arrastra con tanta familiaridad que hasta les acaba cogiendo cariño —ese mínimo pinchazo en el tobillo, la tos de la mañana, la queja de un músculo que en determinados movimientos se resiste y se pone tonto—distan mucho de esas otras que llegan de improviso y merman la voluntad y el ánimo y convierten los entornos más inmediatos y rutinarios en espacios hostiles en los que cuesta desenvolverse. La vida cotidiana se convierte entonces en un país extranjero del que se ignora el idioma y se desconocen las costumbres, un lugar ignoto y no siempre amable por el que cuesta caminar y en el que sólo con cierta ayuda podemos dar por satisfechas las necesidades básicas, una cavidad lóbrega y fría en la que sólo reconforta, y no siempre, el arrullo de las voces familiares o el refugio en una memoria que hurga en lo vivido para buscar sombras de luz con las que sembrar alguna calidez en la penumbra. Tarde o temprano llega la calma que sucede a las tempestades, y uno va reponiéndose con la sensación de que regresa de un sitio en el que no ha llegado a estar nunca, como los náufragos a los que rescatan en alta mar cuando ya han perdido toda esperanza, como los desterrados que vuelven a sus orígenes y recuperan los olores y sabores de la infancia y sienten que la existencia recobra su sentido, una vez escalado el abismo en el que los precipitaron la casualidad o el destino y que sobrellevaron sobre la enclenque balsa de madera a la que se aferraron sus días, en el horizonte siempre la ilusión de encontrar una playa confortable en la que sortear la arbitrariedad de las mareas.
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