Una hoja manuscrita vuela sobre el dormitorio de Cesare. Lleva un movimiento suave, con un baile casi imperceptible, ligero como la pluma de un ave, que avanza hasta abandonarse encima de las rayas de un viejo sillón.
Estira las sábanas del austero jergón y cierra la puerta tras de sí. No se da cuenta que apenas entra ya la luz del comienzo de este bello verano, entre los tomos de la librería de madera, pero que es suficiente para encender de amarillo las patas de dos pequeñas poltronas solitarias, en el centro del cuarto, que siempre parecen aguardar a su inquilino. Dentro de unas semanas, cuando el “bello verano” esté terminando, el escritor no volverá.
Maria Pavese se ha dejado, en el viejo sillón de rayas, un folio olvidado. No pudo leer las frases que se juntan como una mala premonición:
“No más palabras, solo un gesto.
Nunca volveré a escribir” [1]
Turín extiende su Quadrilatero [2] hacia el río Po, que entra en la ciudad desde el sur. Dejando al oeste su centro histórico con sus piazzas rodeadas de palacios y arquitectura renacentista, barroca, rococó, modernista… Como un gran espejo de las trasformaciones de una ciudad, esculpida por los acontecimientos de su historia, hasta convertirse en un Turín postindustrial, turístico y moderno.
Al este, desde el mirador del Monte dei Cappuccini, una zona verde también salpicada de casas señoriales, la Mole Antonelliana se perfila entre las brumas del río dibujándose, clavando la aguja de su linterna directamente en la nieve de los Alpes. Estos soplan su melancolía sobre un Turín que va creciendo y que Cesare describe como la ciudad de la pasión que despierta también su espíritu pero, como todo en él, afinado siempre por el desasosiego, se torna contradictorio: la ama, sí, pero a la vez es pesada y extraña.
“Esta ciudad me ha vencido como una mar.
Ya no es el cielo aquel vacío lejano
que aparece entre las casas
sino el peso de la piedra que sobresale”,
escribe en su libro Blues de la gran ciudad.
El 28 de agosto de 1950, en principio, no parece ser tan extraña, pero sí más vacía. Además, casi todos sus amigos están fuera, así que no es raro que Pavese cierre el portón del número 35 de la Via Lamarmora con una pequeña maleta en la mano, tal vez para una de sus escapadas de fin de semana.
La casa en la que lleva viviendo con su hermana Maria, su cuñado y dos sobrinas, desde 1930, está en el amable barrio de Crocetta, no lejos del centro, entre las estaciones de Porta Susa y Porta Nova, en el lado oeste del río. Es un edificio señorial lleno de ventanales donde la familia reside en uno de los pisos.
Pavese se ajusta las gafas con la mano izquierda mientras balancea su maleta con la derecha. Hace calor, todavía faltan unas horas para que se ponga el sol y continúa el cielo pesado y húmedo. Desabrocha un botón de su camisa y afloja el nudo de su corbata. Tose: su asma, en esos momentos, parece asfixiarlo. Con un aire desgarbado, pero con paso amplio como su figura esbelta, camina por Lamarmora para después girar a mano derecha y entrar en vía Pastrengo.
En ese punto, una mujer con un vaporoso vestido de verano se cruza delante de él. Por un momento le ha parecido Doris, pero se equivoca y la mira con desdén mientras la mujer, confusa, le devuelve la mirada. Todavía con la estela del corazón agitado se da cuenta que sigue sufriendo, si alguna vez ha dejado de hacerlo, por Constance Dowling, la hermana de la Doris que creía haber visto hace unos segundos, la actriz norteamericana que será otros de sus amores imposibles, siempre de dimensiones trágicas para él. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, se repite. Vendrá la muerte, de la mañana a la noche. Siente que cada palabra es un martillo que golpea su cerebro.
El escritor, que necesita sacudir sus propios versos, aligera el paso, y aunque empieza a correr hacia el cruce con corso Re Umberto, el pudor lo detiene. Un tranvía, que no ha visto venir, silva a su lado, y Cesare suspira.
En esos momentos odia a su madre, a su hermana, ama a su madre, las odia a todas: a la bailarina [4], a la mujer de voz ronca [3], a la otra…
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, se dice.
Su cabeza está a punto de estallar. Nota un nudo en el estómago, pero, una vez más, se recompone y reanuda la marcha. Cambia, con agilidad, la maleta de mano, que es más bien de attrezzo y no pesa. Llega a Paolo Sacchi, calle que sube paralela a las vías que parten de la estación no lejos de allí y que quedan al otro lado del muro. Mientras escucha ese pitido de tren lejano, Pavese busca el cobijo de los soportales infinitos que le alivian, le arropan y siempre le recuerdan al invierno, aun estando en verano.
La piedra de la bóveda ejerce un efecto de campana que parece arrebatarle por unos instantes el mundo huraño que siempre le sumerge. Pero todo retumba sobre él. Son esos recuerdos que se agolpan en su recorrido hacia Porta Nova:
El color del invierno, que Natalia [5] dice que es gris de niebla y que huele a estación y a hollín, mezclado con el humo de su pipa; la luz de la nieve que amarillea en los montones por el reflejo de sol; los puestos de libros que se hacen hueco bajo los pórticos. Es en este tramo de sombra cuando también se siente invadido por imágenes de días vividos: la lluvia sobre el Po; el abrigo negro manchado de ceniza, el sombrero y la bufanda blanca desde la colina viendo la ciudad; las charlas (aunque puede pasarse toda una noche callado) en el café Platti lleno de humo; las conversaciones sobre literatura americana con Fernanda Pivana y Primo Levi; la editorial de Giulio Einaudi donde trabajó con Leone y después también con su mujer, Natalia Ginzburg; la redada contra el movimiento antifascista cuando fueron detenidos Giulio y él; los primeros bombardeos sobre Turín que llenaron su mesa de escombros; su huida hacia a Serralunga di Crea y su vuelta a Turín después de la guerra…
Los estragos de esta y la muerte de Leone, torturado y asesinado por los alemanes, le sacuden, y ve a Natalia caminar hacia él desolada con sus dos hijos pequeños (desde entonces será su gran amiga).
A la altura del corso Vittorio Emanuele, la imagen de Natalia se desvanece, y él parece volver a la realidad. Esta vez mira indeciso antes de cruzar. Ya tiene a su derecha la fachada de Porta Nova, la estación. Se adentra decidido en la Piazza Carlo Felice. Una niña come un helado de stracciatella. Un señor tira migas de pizza a unas palomas.
Entonces el escritor se dirige directo al número 60, exactamente al hotel Roma. Hasta ese punto ha recorrido 1,4 kilómetros desde que saliera de su domicilio. Recoge la llave de la habitación 346, que previamente ha reservado, y sube al tercer piso. La habitación apenas mide 5 metros de largo por 3 de ancho. Es escueta, austera. En la entrada, un lavabo y un retrete, con un panel que los separa del resto de la estancia. Pavese deja correr el agua y llena un pequeño vaso que coloca en la mesita de noche al lado del catre, que es estrecho. Hay un teléfono negro colgado en la pared al lado del cabecero de madera. Cesare abre la maleta que ha dejado sobre un escritorio. Lo único que hay en ella es un libro: Diálogos con Leuco. Entre sus páginas parece encontrarse el equipaje de toda una vida.
De repente, se da cuenta que su corazón ya no arrastra ninguna estela, ni los golpes de algún latido descompasado. Su mente, ahora, fluye como el río en verano dejando escapar lentamente una brillante serenidad.
Abre el libro al azar:
HIPÓLOCO —¿Y por qué no se mata, él que sabe todas estas cosas?
SARPEDONTE —Nadie se mata. La muerte es el destino, sólo podemos desearla, Hipóloco.
Pero Cesare no hace caso a lo que él mismo escribió en La Quimera, uno de los diálogos de Leuco, así que añade a mano en la primera página:
«Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Vale? No chismorreen demasiado».
En ese momento lo cierra y coloca en la mesita de noche. Sentado en la cama, descuelga el teléfono y marca. El sonido es frío y hueco. La llamada suena distinto cuando al otro lado no hay nadie. Marca un nuevo número, tampoco contestan. Otro más, nada. En el último intento por fin se escucha la voz de la joven bailarina que conoció hace una semana, pero esta le responde de forma despectiva y cuelga.
Deja el auricular en su sitio y se queda mirando fijamente el teléfono negro. Después se descalza y se quita los calcetines. La pequeña alfombra parece poner orden a sus zapatos. Pulcramente vestido, se tumba. Recoloca sus gafas y mira la luz de la lámpara del techo, más ácida que nunca, que balancea su sombra como una presencia en las paredes blancas del cuarto. Del bolsillo de su pantalón saca unos somníferos. Se incorpora lo justo para coger el vaso y tomar uno. Y luego el siguiente con un nuevo sorbo, y otro. Y continúa hasta que acaba el agua y los somníferos. La sombra en la pared es ahora puntiaguda y oscura, un animal punzante que anida sobre él. Siente sueño. El aire del cuarto ha desaparecido. No recuerda por qué está allí. Cierra los ojos. Siente un sueño profundo que irá venciendo la muerte. No volverá a despertar.
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[1] De su diario El oficio de vivir.
[2] Designa la zona en el interior de las antiguas murallas romanas. Las primeras ampliaciones se dan a partir de 1563 con los Saboya.
[3] Hay varias bailarinas en su vida. La primera es en los años de instituto. La esperó en la calle bajo la lluvia y el frío varias horas, pero ella salió del teatro, huyendo del escritor, por otra puerta. Cesare cogería una bronquitis crónica.
[4] La mujer de voz ronca es Tina, Battistina Pizardo, de la que se enamora locamente. Militante del partido comunista. Cesare se ofrece a recibir en su casa la correspondencia de su amante, Spinelli, que está en la cárcel. Finalmente la policía registra el domicilio de Cesare, que es detenido y después exiliado. Ella se casará con otro. El escritor, al recibir la noticia, se desploma en medio de la calle.
[5] Natalia Ginzburg.
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