El escritor italiano Cesare Pavese, nacido en Santo Stefano Belbo el 9 de septiembre de 1908, resulta ser siempre una efeméride que conviene recordar. No sólo por la obra que nos legó, donde encontramos los innumerables poemas sobre el amor, la belleza, la memoria y el olvido, la naturaleza, el sexo, Turín o Roma —ciudades donde vivió— sino, sobre todo, por la recopilación de los diarios escritos desde 1935 hasta 1950 (año en el que se suicidó) y titulados Il mestiere di vivire (El oficio de vivir). «El genio poético debe ser fecundísimo y durar toda la vida. Su espíritu no debe cesar nunca de producir descubrimientos, de ejercitarse la poesía, porque si se para revela con ello que aquellas pocas [poesías] no procedían de un temperamento nacido para descubrir», nos advierte. Poeta y sentimental, Pavese era de esos artistas que vivían trágicamente para poder escribir. Ese era su objetivo principal: construir en el arte y en la vida conjuntamente, sintiendo el dolor, la desgracia, la humillación y la desdicha, para después componer y crear una nueva poesía jamás compuesta, jamás leída. La ‘poesía futura’ lo llamaba él.
Pensando en el título El oficio de vivir me pregunto si vivir realmente es un oficio. Y en busca de una respuesta, recuerdo entonces a Ángel González, el poeta español nacido en Oviedo el 6 de septiembre de 1925, y a quien el pasado martes quise evocar releyendo algunos de sus poemas. Entre ellos, Cumpleaños, que dice así:
Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.
Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!
Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
“Yo comprendo: he vivido / un año más, y eso es muy duro…”. Tan duro que para muchos supone uno de los trabajos más arduos, pues resulta ser el peor, y mal pagado, de todos. “Para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho”. ¿Cuántas veces llegó a morirse Pavese mientras vivía? Demasiadas, y sus diarios así lo corroboran. Un puñado de escritos convertidos en la malograda experiencia de la propia existencia, donde, además de a sí mismo y a su obra, analiza a autores como Whitman, Stevenson, Balzac o Baudelaire, por el que siente una gran admiración y cierta identificación, y que fueron verdaderos referentes para él. Ni siquiera Homero escapa a su ojo crítico. De hecho, en relación al poeta griego, destaca ya no sólo la temática escogida en obras como la Ilíada o la Odisea sino, principalmente, la habilidad que tenía para crear una unidad estética, material y sentimental combinando el relato y la poesía. Detalle que, a ojos de Pavese, denota maestría. También él quiso ser maestro y, en muchos sentidos, como tal ha llegado a nuestros días a pesar de su carácter (auto) analítico y destructivo que se hizo todavía más evidente en los meses de confinamiento que pasó en Brancaleone cuando fue acusado por conspiración política debido a su afiliación al partido comunista. Afiliación, todo sea dicho, que se vio motivada por el amor que sintió hacia la misteriosa mujer de la voz ronca a quien apenas describe, pero que, a primera vista de lectura, despierta en la imaginación del lector la figura de cualquier femme fatale de cine negro —o a color— con el rostro de Lauren Bacall o Kathleen Turner. Una mujer con la que se carteó, se vio en escasas ocasiones, y también la primera que echó por tierra sus ilusiones. Así son los primeros amores, una montaña rusa de emociones que te elevan o te hunden. Después de siete meses aislado, la primera pregunta que se hace —y hace— Pavese al llegar a la estación de Turín es “¿Y ella?”, a lo que su amigo Sturani, encargado de ir a recogerlo, responde “No pienses más en ella. Se casó ayer por la mañana”. Tras oír aquello, el alma y las maletas cayeron al suelo provocando un estruendo. Derrumbado y destrozado a causa del abandono, lo que se pregunta de aquí en adelante el poeta italiano es: ¿qué vale más: vivir sufriendo o morir y acabar con este tormento?
Leyendo su aflicción y su condena, sometido al eterno debate entre la vida y la muerte, me doy cuenta de que Pavese es capaz de tirarse por un abismo siendo consciente de que «el único modo de salvarse del abismo es mirarlo y medirlo y sondarlo y bajar a él», y al mismo tiempo, como si hubiese logrado desdoblarse, su otro yo, el optimista, el bueno, el artista exitoso, el eterno buscador, el poeta que se perdía y se encontraba en las palabras y en la poesía, le observa desde arriba y le lanza —para su consuelo— un pequeño canto a la vida: «la única alegría del mundo es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante (…)». De modo que se obligaba a levantarse, coger la pluma y escribir «la lección es siempre una sola: lanzarse de cabeza y saber sufrir la pena. Es mejor sufrir por haber osado obrar en serio, que acobardarse, retirarse, o escurrir el hombro y no cumplir con la obligación». No obstante, ¿cuál era esa obligación para el poeta, seguir viviendo, seguir escribiendo o acabar matándose? «La mayor culpa del suicida no es matarse, sino pensarlo y no hacerlo», escribe, considerándose por ello un raté, un fracasado, incapaz de llevar a cabo pensamientos tan arraigados. En verdad, se desconoce cuándo le rondó por primera vez el tema del suicidio —materia recurrente en sus diarios—, a pesar del poema que le dedicó al arma con el que soñó y con el que debía quitarse la vida, y sin embargo dicho arma nunca apareció. Jamás. En su lugar, recurrió a una sobredosis de somníferos con la que puso fin a cuarenta y dos años de sufrimiento, nostalgia y melancolía patológica el 27 de agosto de 1950 en el hotel Roma de Turín. Nueve días antes escribió «Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más». Y así fue.
Llegados a este punto cabe preguntarse si lo que sucedió en la habitación del hotel fue, para él, e incluso para nosotros, un acto de completa lucidez, un acto de locura o su última pieza de Arte pues «la única flor de esta civilización prodigiosa en su ocaso, que no olvida todavía y que a través de la muerte conserva para los hombres el latido de los corazones humanos es, espíritu sin rostro, el Arte. Sin rostro por universal y eterno. Y porque debe ser –es– la fascinación de todos los hombres». Así pues, fascinado por el Arte y por la muerte, Pavese se entregó a su oficio: el oficio de vivir, aun perdiendo la vida en el intento.
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