La escena cultural-histórica con la que da comienzo cada jueves esta sección es hoy un recordatorio: España siempre fue un territorio disfuncional cuando no encontró un pacto, un consenso. Y conste que, en opinión de éste que les habla, creo que la sociedad histórica que conforma esta piel de toro tiende a eso, a establecer grandes pactos, pese a que se suele decir lo contrario. Pienso en eso que se ha llamado Reconquista, que no es otra cosa que un objetivo común; pienso en la identidad que se forma durante la invasión francesa de principios del XIX; pienso en el último de esos grandes pactos, que es la Constitución del 78. Tres escenas que demuestran que España creció siempre en torno a la unidad, en contraposición al derrumbe que trajeron taifismos, cantonalismos, federalismos y toda clase de desmembramientos que salpican la línea cronológica patria. Por tanto, no es casualidad que las épocas de prosperidad estén ligadas siempre a una cierta estabilidad geográfica, como tampoco puede serlo que las épocas de catástrofe vengan precedidas de lo contrario.
No hace falta explicarle al lector que se acerque a esta tribuna, avezado y atento como de costumbre, que hoy vivimos uno de estos procesos de desmembramiento, auspiciados, como siempre, por ese ente centralista que admite que dicho proceso culmine. El último paso de los millones que hay que dar para llegar a la meta se puede leer hoy en todos los papeles: “La asignatura de Geografía e Historia, obligatoria durante los cuatro cursos de la ESO, tendrá 17 nuevas versiones, una para comunidad autónoma”, leo por ejemplo en el diario El País. Esto supone que, probablemente, en algunas aulas se hablará de Felipe V como ese invasor que destruyó el vergel catalán allá por la guerra de Sucesión, y en otras del primer Borbón como el salvador de una España majestuosa. En algunas aulas se hablará del río Guadalquivir y en otras de la cordillera Cantábrica, excluyéndose ambos mundos dentro de lo que debería ser un marco común.
Paradójicamente, ese gran pacto del que hablábamos antes, que podemos llamar Transición, afán democrático o lo que prefieran, es el principal artífice de que hayamos llegado a este punto: quiso dar cabida a las identidades que excluyen su propio marco. Ahora bien, la pregunta podría formularse de la siguiente forma: ¿Está en disposición esta sociedad para darle la vuelta a la tortilla? ¿Tiene esta sociedad ese talante setentayochista para remar en la misma dirección? ¿La misma sociedad que humilla la transición con la etiqueta de “régimen”? ¿La misma sociedad que considera a los padres de la Constitución unos fachas malnacidos? Desgraciadamente el desenlace de esta columna no es optimista. No tiene soluciones, salvo elegir con dignidad y lucidez una biblioteca que salve a esos niños de la ignominia política. España se descose, que diría Ortega, como se descose la Historia en diecisiete parches. Diecisiete historias para moldear diecisiete identidades. Diecisiete geografías para generar diecisiete fronteras mentales. Diecisiete pueblos que rompen aquello que un día pudo ser España. Sólo queda apechugar, me temo.
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