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El pabellón 3, de Bette Howland - Zenda
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El pabellón 3, de Bette Howland

Bette Howland publicó El pabellón 3 en 1974, cuando tenía 37 años. En el transcurso de una década, escribió dos aclamados libros de relatos y le fue otorgada una beca MacArthur. Después, silencio. No volvió a publicar y, mucho antes de su muerte, en 2017, se había desvanecido en la oscuridad. Zenda reproduce un fragmento...

Bette Howland publicó El pabellón 3 en 1974, cuando tenía 37 años. En el transcurso de una década, escribió dos aclamados libros de relatos y le fue otorgada una beca MacArthur. Después, silencio. No volvió a publicar y, mucho antes de su muerte, en 2017, se había desvanecido en la oscuridad.

Zenda reproduce un fragmento de esta obra, editada por Tránsito.

***

I

En la unidad de cuidados intensivos había una mujer a la que habían operado a corazón abierto. Tenía implantado un monitor que emitía un pitido cada segundo del día y de la noche, una cadencia persistente que nunca se aceleraba ni ralentizaba, como al parecer lo hace un corazón humano innumerables veces en un día normal de nuestras vidas. De haber sucedido, las enfermeras habrían acudido al toque, con sus briosos tacones de color blanco que apenas se entreveían por el vaivén de las cortinas. La mujer estaba inconsciente, no se había vuelto a despertar; su vida no era más que un mecanismo cuyo ritmo resonaba en toda la sala.

Seguramente llevaba mucho tiempo escuchando aquel pitido sin saberlo.

Más tarde, me sorprenderían las primeras frases de un ensayo sobre la ceguera escrito por una chica ciega: «Debe de ser oscuro. Es lo que la gente te dice siempre. Pero no es oscuro. No es nada». Tal vez me equivoque, pero antes de todo aquello no había oscuridad, no había nada. Y no se sabía cuánto podría tardar en emerger, en llegar a aquel umbral de confusión. Había un cierto dolor, vago, dificultoso, y un regusto salobre, un sabor de agua de mar. (Era por el vapor del respirador). Mi consciencia parecía estar fijada, equilibrada, en un extraño y penetrante anuncio:

Bip… bip… bip…

—Está todo bien. Vas a estar bien —alguien susurraba en mi oído—. Ya pasó, ya quedó atrás. Empezarás tu vida de nuevo. —De nuevo, decía la voz—. Vas a volver a nacer.

Yo no veía nada.

Nada de esto me parecía extraño; carecía de energía para una reflexión así. El único estímulo real era el dolor, y no era capaz de determinar de dónde venía. Estaba desinflada, estrictamente fuera de servicio. Mis dos manos lastradas, atadas con esparadrapo a unas tablillas y llenas de tubos, parecían remos; lo mismo sucedía con los tobillos. También sentía un escozor en torno al ano y a la uretra —más tubos, inferí por experiencia—. Los que me bajaban por la boca y la nariz me los había arrancado yo misma en algún momento de semiinconsciencia. Esos tubos eran ahora mi mayor inquietud; parecía que me ataban, que me bloqueaban, que se enredaban en mi vida; quería liberarme de ellos. No dejaba de intentar levantar la cabeza y morderlos, entrechocaba los dientes, tratando de partirlos a dentelladas.

—¡Has renacido! —susurraba mi madre. Llevaba tres días esperando a que me despertase, acampada en los pasillos y salas de espera del hospital. ¿Tenía planeado lo que iba a decir? ¿O se le había ocurrido en ese mismo momento? Nunca le pregunté, aunque sé lo que trataba de hacer. A su manera, estaba reviviéndome, resucitándome, igual que todas aquellas máquinas, máscaras, agujas, tubos que veía salir de mí por todas partes. Pero el sistema que ella estaba alimentando era otro, la función vital más esencial. Al fin y al cabo, ella era madre, yo era su hija; ella pertenecía a aquel sistema. Y yo lo había repudiado. Así que ahora intentaba ponerlo de nuevo en marcha.

Renacida. De nuevo. Bip… bip… bip…

Yo no sabía que ese tipo de palabras está muy cerca de la superficie, en la punta de la lengua. Durante mucho tiempo, habían sido mi secreto más profundo, mis protectoras, mis compañeras más cercanas. Y ahora me sorprendía escuchárselas decir en voz alta de aquella manera. Así que no eran ningún secreto, a fin de cuentas. No tenían nada de especial. Ni tan siquiera me pertenecían —saltaba a la vista que eran propiedad colectiva—. La primera sensación que experimenté entonces, en los primeros momentos de aquella nueva vida mía, fue una sorda decepción. Mis deseos parecían insuficientes, deteriorados, indefensos, tibios.

Aun así, las carencias de una existencia anterior no tenían mucho poder sobre mí en aquel momento, no podían competir con lo que me preocupaba intensamente: los tubos. Me escuché a mí misma suplicar que me los quitaran.

En aquel momento no tenía voz, tan sólo era capaz de hablar en un susurro totalmente inaudible. Al entrar por las fosas nasales tráquea abajo, el tubo había distendido mis cuerdas vocales; mi voz era una especie de vapor ronco. Trataba de hablar con todas mis ganas, pero no salía nada. Esa era una de las cosas que pasaban. Había otras cosas. La máquina de tos, por ejemplo, un aparato estrepitoso; actividad violenta, el equivalente a nadar en un canal agitado. Me acompañaba durante veinte minutos de cada hora día y noche. Fue lo primero de lo que fui consciente, y ahora era una de las realidades extrañas pero importantes de mi vida. Había vomitado, como suelen hacer las personas que ingieren una sobredosis masiva de somníferos. El vómito había llegado a mis pulmones; me estaban drenando. Aquella era mi (inesperada) realidad fisiológica.

La unidad de cuidados intensivos nunca quedaba a oscuras; estaba iluminada a todas horas, día y noche, con una especie de resplandor constante, incesante, que parecía pertenecer a la misma categoría de cosas que el pitido. Era como si mi cama estuviera varada en el centro de la estancia amplia y refulgente. Había una enfermera, una especie de matrona-policía, que tenía unos brazos enormes y una delantera a juego; musculosa, no hecha para la ternura. Para hacer llaves de kárate, tal vez; para greñar pan. En una ocasión, mientras aquella bata almidonada se afanaba de un lado a otro de la sala, la llamé repetidas veces. Algo me dolía. Mi voz era inaudible, y no pareció oírme. Traté de captar su mirada. ¿Acaso no veía que tenía la boca abierta?

Al final desapareció entre las cortinas.

Dos limpiadoras arrastraban sus fregonas por el suelo, inevitables siluetas flacas ataviadas con uniformes azul oscuro que se convirtieron en una visión familiar cuando llegué al P-3. Vieron mi apuro y se miraron entre sí; una dejó la fregona y se acercó a las cortinas. Para entonces yo miraba las cortinas con todas mis fuerzas. La mujer regresó, recogió su fregona:

—Le dije que la estabas llamando —comentó, con la fregona de aquí para allá, sin mirarme a la cara—. Pero dice que no te oye.

—Maldita zorra —les susurré a las cortinas.

De inmediato se separaron; unos brazos fornidos las hicieron a un lado y las sujetaron con una anilla:

—¿QUÉ HAS DICHO?

En defensa de la enfermera, debo admitir que aquellas llamadas se producían constantemente y que a mí tampoco me parecían especialmente expresivas ni conmovedoras. Al fin y al cabo, los enfermos en sus camas eran invisibles. Sólo estaban allí implícitamente. Tenían que existir, aunque sólo fuera por esa otra vida llena de importancia: brazos atareados, batas almidonadas; carritos, fregonas, timbres, pitidos; enérgicas idas y venidas de las enfermeras y sus medias blancas.

El hospital era una institución universitaria; los corredores estaban llenos de alegres manadas de estudiantes de Medicina. Varias veces al día una clase se desplegaba y se alineaba —los dobladillos de sus batas blancas aleteaban enérgicamente— detrás del profesor, a los pies de mi cama.

—¿SABE CÓMO SE LLAMA? ¿SABE DÓNDE ESTÁ? —preguntaba el profesor apoyándose en la barra lateral.

¿Qué querían de mí? Desde luego, no la respuesta a preguntas como aquellas.

—¿SABE QUÉ HORA ES?

Pregunta trampa. Una sala sin oscuridad ni luz natural, las mismas lámparas encendidas día y noche. No me traían comida; la máquina de tos aparecía a todas horas. El monitor cardíaco de aquella paciente pitaba cada segundo, sin ninguna referencia a la hora. Un paciente con quemaduras gritaba, sedado: nada en sus lamentos y gruñidos sugería el paso del tiempo.

El profesor reparó en mi vacilación y su mirada se deslizó hacia sus estudiantes. Llevaban batas tan rígidas y rectas, sus bigotes y barbas poseían una intensidad tan oscura y sedosa, que me sobresaltó el aburrimiento de las caras que había detrás. Los ojos vacíos, las mejillas como ladrillos sofocaban sus bostezos. ¿Has visto eso? No sabe qué hora es.

Me pidió que tratara de adivinarlo. Para entonces ya estaba susurrando en tono íntimo. Era por mi voz, la gente no podía evitar susurrar. Nunca llegué a ver a la mujer de detrás de las cortinas, y eso me resulta extraño; el pitido de su corazón dominaba mi vida. También parecía generar mucho ajetreo. Las hermanas de la mujer, vestidas de negro, con grandes bolsos colgados de los brazos pecosos desnudos, iban y venían de puntillas. Existe toda una subcultura en las unidades de cuidados intensivos, los parientes en las salas de espera, en sus puestos. Son una especie extraña de vida periférica, una vida entre bambalinas. Los propios pacientes la desconocen, no saben qué sucede fuera; no son conscientes de toda esa espera. Rara vez son conscientes los unos de los otros.

En realidad, la unidad de cuidados intensivos estaba siempre llena de ruidos, quejidos y agonías de los pacientes, pero ninguno tan implacable como el pitido. El hombre de las quemaduras gritaba. Había sufrido un accidente de trabajo, una combustión química espontánea; sus gritos parecían contracciones musculares. Detrás de otro biombo había una chica que rotaba; aquel movimiento tenía algo que ver con una herida abierta en su estómago. En realidad, ella estaba fija, era la cama la que se movía a su alrededor para cambiarla de posición y, en todo momento, una potente lámpara de arco, una especie de reflector, irradiaba la herida. Yo imaginaba todo aquel tinglado como una especie de noria con luces giratorias humeantes. Tampoco a ella la vi. Nunca vi a nadie. Sabía de los detalles, de la existencia misma de los otros pacientes, tan sólo por mi madre, que había pasado tanto tiempo en la sala de espera, apostada tras las puertas deslizantes.

Cada vez que las puertas se abrían, mi madre levantaba su cabeza blanca, hermosa y llamativa: esbelta, impresionante, como la de un armiño; extraordinariamente alerta, dispuesta a ponerse en pie de un salto y empezar a hacer preguntas. Ella misma sabía que aquellos interrogatorios no servían para nada, pero era incapaz de no indagar, de no pedir. Adaptable, versátil, persistente (maldiciones eternas de la naturaleza humana, pero sobre todo persistente), había dormitado en la sala de espera tapándose con su abrigo, había comido en la cafetería, se había enjuagado los dientes en el baño. En otras palabras, había establecido una especie de vida, una rutina propia con sus hábitos y normas, e incluso con su propio grupo de conocidos, gente que se encontraba en sus mismas circunstancias. Puesto que las visitas —la verdadera finalidad de aquella vida— ocupaban tan sólo cinco minutos de cada hora, le quedaba mucho tiempo para conocer gente. Y mi madre era famosa por su sociabilidad, e incapaz de bajar en ascensor al vestíbulo sin darle conversación a cualquier desconocido.

Así que se había hecho amiga de las hermanas de la paciente cardíaca y, sobre todo, de los padres de la chica de cabellos dorados que estaba en la cama giratoria (me había descrito su hermosa melena). Antes de ellos, teniendo en cuenta la tasa de defunción en aquel lugar, también había trabado amistad con el padre de un niño chino que padecía una enfermedad cardíaca rara. Un día, las puertas de saloon de la sala de espera se abrieron de golpe y el chico pasó rodando ante ellos, de camino a cirugía. Bajo la sábana blanca, su corazón parecía presa de una posesión violenta: activo, saltaba como una rana, me dijo mi madre. El padre tenía los ojos llenos de lágrimas. El niño murió antes de que yo recuperara la consciencia.

No hubiera sabido qué era el pitido del monitor cardíaco (parecía algo bastante natural, el pulso de la sala; las rejillas de ventilación que aleteaban, su respiración) de no ser porque mi madre me lo había explicado. Por supuesto, como estaba prohibido, se había asomado a hurtadillas tras las cortinas y había visto a la mujer; un cuerpo golpeado, ennegrecido, que azuleaba por todas partes, como la mujer tatuada de un circo. Había algo extraño en las descripciones de mi madre; eran bizarras, frenéticas, salvajes, como un carnaval callejero, un espectáculo. Me dejaban una impresión vívida y peculiar; quizás se debiera a mi estado de debilidad. La fuerza vital de aquellos extraños detalles era una medicina potente, y las dosis eran altas.

—————————————

Autora: Bette Howland. Traductora: Lucía Martínez. TítuloPabellón 3. Editorial: Tránsito. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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