Las brumas de Montevideo
Leo que, cuando Enrique Vila-Matas visitó Montevideo en 2017, sólo pidió conocer dos cosas: la llamada Torre de los Panoramas —que tiene, en realidad, poco de torre en nuestros días: se trata del edificio de dos plantas donde residió el escritor Julio Herrera y Reissig— y el hotel Cervantes. Tiene este último la peculiaridad de aparecer en sendos relatos que, con trama similar, urdieron dos escritores sin que ninguno supiera que el otro se encontraba ocupado con los mismos escenarios y casi el mismo argumento que su colega tenía en mente. Se trata de «Un viaje o El mago inmortal», de Adolfo Bioy Casares, y «La puerta condenada», de Julio Cortázar, que es el más conocido. En el texto cortazariano, un personaje llega a Montevideo y recibe alojamiento en el mencionado hotel Cervantes. Desde el cuarto, escucha cada noche el llanto de un niño que parece provenir de la habitación contigua, que descubre comunicada con la suya a través de una puerta escondida tras un armario y en la que en teoría se aloja una mujer que viaja sola. El protagonista llega a la capital uruguaya con la intención de hospedarse en el Cervantes, aunque un error del taxista modifica su destino y termina arrojándolo en otro hotel donde, al igual que ocurre en la narración de su paisano, escucha sonidos inesperados y hasta indeseables —en este caso, una conversación entre un hombre y una mujer— en el cuarto de al lado. Ambos personajes llegan a Montevideo en un barco de vapor —el antiguo Vapor de la Carrera, que surcaba durante la noche las aguas del Río de la Plata— y ambos ven cómo una estancia que en principio iba a ser apacible se ve alterada por esas intromisiones espectrales. Al igual que ambos, yo también llegué a la ciudad en barco, aunque el mío salió de Puerto Madero a primera hora de la tarde y me dejó en las dársenas de la Ciudad Vieja cuando ya comenzaba a caer la noche; al igual que Vila-Matas, también yo quería conocer el hotel Cervantes. El paraje que rodeaba al mío no me resultó menos siniestro a mi llegada: se levantaba a un lado lo que parecía un desvencijado templo griego —al amanecer del día siguiente descubrí que se trataba en realidad de una iglesia anglicana— y al otro un edificio sobre cuyo chaflán emergía una figura que podía ser tanto una virgen como un Cristo redentor que daban la bienvenida, o la absolución, a los marineros venidos desde la otra orilla del mundo. Pedí al entonces delegado cultural en la ciudad, Ricardo Ramón Jarne, que me llevara a conocer el Cervantes y ya él me comentó que Vila-Matas le había solicitado lo mismo hacía relativamente poco tiempo; lamentó también que sus muchas obligaciones le impidiesen complacerme. Me dio el capricho mi buen amigo Jaime Clara, que me llevó allí para grabar una entrevista televisiva. La recepcionista nos contó que el establecimiento había cambiado de propiedad en fechas recientes y se estaba reconduciendo después de que sus dueños anteriores se hubiesen dedicado a organizar allí intercambios de parejas —me divirtió saber que el lugar donde Cortázar ambientó una de sus fantasmagorías había terminado acogiendo orgías y otras sordideces lúbricas—, pero no me permitió acercarme a la habitación cortazariana. Mi memoria no recuerda si se estaba ocupada o había desaparecido tras la reforma integral del inmueble, lo que no habría dejado de añadirle un toque misterioso a la cuestión. No puedo decir, sin embargo, que mi paso por Montevideo desmereciese las andanzas de los personajes imaginados por Cortázar y Bioy. Igual que les ocurrió a ellos, mis días allí transcurrieron envueltos en una irrealidad propiciada por la meteorología, descarnadamente invernal para las fechas veraniegas en que nos encontrábamos, y todas las imágenes que atesoro de la ciudad —la decadencia elegante de la antigua Estación Central, la torre del Palacio Salvo difuminándose entre los nubarrones sobre la plaza de la Independencia, la melancolía colonial de la calle Sarandí, el monumento al Entrevero presidiendo la gran fuente del parque de Juan Pedro Fabini— aparecen rodeadas de esa bruma lluviosa que se enroscaba desde bien temprano sobre los tejados, atenuaba los perfiles ya de por sí lánguidos de la ciudad e impregnaba sus calles de una tenue premonición nostálgica, como si la realidad hubiese optado por anticiparse y exhibirse ante mis ojos con la textura preventiva del recuerdo.
Para qué sirve el Grial
Una parte de la culpa le corresponde a mi padre, que reunió una buena cantidad de libros sobre cuestiones equidistantes entre lo heterodoxo y lo esotérico que de vez en cuando ojeaba yo en mi juventud, y otro porcentaje cabe atribuírselo a mi madre, que me llevó a ver la tercera entrega de la trilogía de Indiana Jones en cuanto se estrenó en el viejo cine Esperanza de Mieres. El caso es que siempre ha despertado mi interés no tanto el Santo Grial como el aparato narratológico que a lo largo de los siglos se ha ido desplegando a su alrededor, comenzando por las narraciones artúricas que le dieron carta de naturaleza y concluyendo, principalmente, en el conocido caso de aquel célebre sacerdote francés cuyas andanzas por la aldea de Rennes-le-Château terminaron por engendrar una suerte de mitología propia de la que beberían Henry Lincoln, Dan Brown y diversos nombres sucesivos. Es realmente fascinante el proceso que, en apenas medio siglo y gracias al empeño de los intelectuales reunidos en torno a la corte de Aquitania, convirtió una palabra inconcreta en el significante de uno de los tesoros más queridos de la cristiandad, invirtiendo así el recorrido trazado de Tales de Mileto para llegar del mito al logos. Contra lo que comúnmente se piensa, no se habla del Grial en los evangelios —sólo del «cáliz», y no en todos: no se hace la menor referencia a él en el de Juan—, sino que se menciona por primera vez en Perceval ou le Conte du Graal, un texto inconcluso del siglo XII que debemos a Chrétien de Troyes, a quien algunos consideran el primer novelista de Francia y otros el fundador de la novela occidental, y que constituye un prodigio por su inconcreción y su misterio. Su protagonista es un joven que vive junto a su madre en plena naturaleza hasta que un día decide unirse a la corte del rey Arturo. Tras varias peripecias —cabe citar entre ellas su victoria contra el Caballero Rojo gracias al empleo de una lanza, o su aprendizaje junto a Gornemant de Gorhaut—, el aspirante a héroe acude al llamado Castillo del Grial, morada del enigmático Rey Pescador, y asiste allí a una extraña procesión en la que desfilan una lanza, un grial y un plato. En ningún momento se detalla el significado de la segunda palabra y la narración se interrumpe de manera abrupta, por lo que no hay forma de saber qué pretendía dar a entender el autor, cuya tarea completaron sus colegas aquitanos hasta engendrar al símbolo que se acepta hoy de manera universal y que muchos buscan mientras algunos afirman tenerlo localizado. Hay varios griales campando por el mundo, y dos de ellos —al menos que yo sepa— se encuentran en España. Uno se custodia en la catedral de Valencia, adonde llegó en el siglo XV desde el monasterio de San Juan de la Peña, y el otro está en la colegiata de San Isidoro de León desde que, hace unos años, alguien tuvo a bien dictaminar que la copa que hasta entonces se había conocido como el cáliz de doña Urraca, sin más, era en verdad el recipiente que recogió la sangre de Cristo tras la lanzada de Longinos. En la famosa película de Indiana Jones, el padre del protagonista, interpretado por un magistral Sean Connery, dice en un momento dado una de esas frases redondas a las que tan propenso ha sido Hollywood: «La búsqueda del Grial no es sólo arqueología, es la lucha contra el Mal». Hace unos años, cuando se publicitó el descubrimiento leonés, pregunté a un amigo de aquellas tierras qué sentido tenía todo aquel despliegue a favor de una teoría imposible de corroborar. Su respuesta fue mucho más prosaica que la aseveración de Connery, pero estaba bendecida por un realismo abrumador: «Es bueno para el turismo.»
Una apostilla a terceros
Decía Voltaire que el secreto de ser aburrido consiste en contarlo todo. Kafka, al menos en cierto momento de su vida —porque no es que eludiera precisamente la tentación de dejarse balas en la recámara—, vino a refutarlo en su Descripción de una lucha: «Cuéntemelo todo, del principio al fin. Menos no pienso escuchar, se lo digo desde ahora. Es el conjunto lo que me fascina.» En estos tiempos en los que todo el mundo cree que su opinión merece ser hecha pública y cada cual piensa que los juicios que pueda emitir tendrán algún valor sólo por el hecho de ser suyos, en esta época más propicia a la verborrea que a la reflexión, al chiste fácil o a la gracia simple que al discurso meditado, a la pompa y la circunstancia que al meollo de la cuestión, se me ocurre que uno logra ser verdaderamente aburrido cuando se empeña en contar muchas cosas, todas las que se le pasen por la cabeza, sin decir absolutamente nada.
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