Hace un par de décadas que no leo novela negra. Durante un tiempo debí de leer este género de literatura con asiduidad, imagino, pues recuerdo que es del tipo de lectura que no puedes dejar, que entretiene hasta el punto de engancharte las manos al papel. A mí no suele ocurrirme eso, pues soy lectora lenta —leo con detenimiento y no para evadirme, y saboreo el lenguaje además de la trama— por tanto nunca leí más de una o dos novelas policíacas del mismo autor, de esos tan adictivos y muy de moda. Siempre me he decantado más por novelas que profundizan en los personajes y no tanto en la acción. Por esta razón, la psicología de los personajes es importante para mí.
En los últimos años, por pura curiosidad, he leído algunas novelas de este género porque han tenido tanto éxito que me he dicho a mí misma: a ver a qué viene tanto alboroto, o porque me las han recomendado directamente, ¡a mí, que no leo thrillers! Algunas han dado por catalogarse de thrillers psicológicos. Quizá por eso picaron mi curiosidad: si hay psicología, me interesan. Reconozco que algunas de las muy populares me han gustado y la psicología de los personajes me ha parecido creíble. Sin embargo, hay otras que han vendido millones de ejemplares y que rápidamente Hollywood ha adaptado a la gran pantalla cuya psicología de los personajes es errónea, una falacia que no se encuentra en la vida real. Me viene a la cabeza, por ejemplo, el caso de una psicópata asesina que es así porque sus padres, que la colmaron de cariño y todos los cuidados, cometieron el error de crear un alter ego de ella en una serie de libros infantiles. Por favor… Para convertirse en la loca de remate que se nos presenta en la novela (y la película) hace falta haber sufrido otro tipo de maltrato en la infancia. Por lo contrario, la autora se alimenta del mito —que tanta gente cree— de que en algunas personas la maldad es innata. Otro caso que he encontrado en una novela es el de un joven decente que se vuelve loco después de haber sufrido los horrores de la guerra y lo paga con su hija de ocho años, a la que maltrata psicológica, física y sexualmente. No me lo creo: uno solo se exonera así si ha padecido algo similar en la infancia, no en la guerra a los veinticinco años.
A menudo me pregunto qué deben de pensar los que se dedican a estudiar los entresijos de la mente y el comportamiento humano cuando la cultura popular se mete en su terreno y desestima la evidencia de esta manera. Imagino que no le dan importancia ni pierden tiempo en leer novelas. Quizá ni siquiera los propios autores se la dan; después de todo, son novelas, y a muchos novelistas el rigor no les parece importante. Sin embargo, yo creo que un buen novelista debe ser buen psicólogo y no mentir en ese aspecto. No me parece tan difícil; cualquiera tiene el potencial de serlo: solo debe mirar en su interior y ahí hay material de sobra para crear la psicología de infinidad de personajes. Ahora bien, si el escritor que pretende inocular psicología en sus novelas no tiene la suerte —para fines literarios— de haber vivido una infancia tumultuosa, más infeliz que feliz, es aconsejable que estudie psicología, para lo cual no hay que cursar una carrera, sino observar con ojo avizor, escuchar no solo el lenguaje hablado sino también el corporal y practicar la empatía con ciertas dosis de desapego y sangre fría, no le vaya a pasar como a Truman Capote y que no escriba nada más.
Fiodor Dostoyevsky es considerado por muchos el mejor escritor-psicólogo de toda la literatura universal. Aunque él mismo dijo que la filosofía no era lo suyo, se le califica, aparte de gran novelista, de filósofo. La razón de que la psicología de sus personajes sea tan genuina es que está copiada de la vida misma. Uno de los temas que analiza en sus novelas es el de la relación entre padre e hijo; sin duda, obtenida directamente de su propia biografía, pues se conoce que su padre era una figura autoritaria y cruel, cuya posición de cabeza de familia Fiodor respetaba y admiraba al mismo tiempo que odiaba por el maltrato al que sometía a su madre. A pesar de ser ficción, su obra es precursora del psicoanálisis, anterior a Freud, quien aseguró que: «No se puede entender a Dostoyevsky sin psicoanálisis. Él no lo necesita porque él mismo lo ilustra en cada personaje y cada frase».
No ha sido la única vez que un profesional de la psiquis se ha fijado en la literatura y afirmado que es ahí donde se encuentran los mejores estudiosos de la mente y las emociones. La psicóloga suiza Alice Miller, que analizó la infancia de varias figuras históricas, entre ellas muchos escritores —el mismo Fiodor Dostoevsky, Anton Chekhov, Franz Kafka, Marcel Proust, James Joyce— escribió en su libro Am Anfang war Erziehung (Por tu propio bien) publicado en 1980: «No son los psicólogos sino los escritores de literatura los que están avanzados a su tiempo. En los últimos diez años ha habido un aumento en el número de obras autobiográficas. En la misma década en que los escritores están descubriendo la importancia emocional de la infancia y desenmascarando las devastadoras consecuencias de la manera en que el poder se ejerce secretamente bajo la tela de la educación, los estudiantes de psicología pasan cuatro años en las universidades aprendiendo a estudiar a los seres humanos como si fueran máquinas para así comprender mejor cómo funcionan». Miller consideraba que el tiempo y energía empleados durante esos años de adolescencia a la disciplina intelectual de estudiar psicología era tiempo perdido, pues a esos jóvenes solo les importan los resultados académicos. Son gente que, mientras acumulan todos esos conocimientos universitarios, está sacrificando su juventud, autonomía y pensamiento crítico y que, a su vez, cuando empiezan a ejercer de psicoterapeutas tratan a sus pacientes como objetos a los que aplican esos conocimientos objetivos, separados de la realidad.
Han pasado casi cuatro décadas desde que Miller hablara de su fe en los escritores como los verdaderos psicólogos de nuestra época. Con la creciente popularidad de los thrillers psicológicos yo veo que hay de todo: escritores que son buenos psicólogos y otros que no tienen ni la más remota idea de psicología, quizá precisamente porque hayan estudiado la carrera de psicología. Y vuelvo a preguntarme si de verdad importa. Creo que con el fin de vender y entretener no. Escritores anteriores a nuestra época, ya muertos, muy exitosos y, desde mi punto de vista, buenos cometieron este tipo de errores, aunque sospecho que lo hicieron aposta o simplemente porque les traía sin cuidado y deseaban puntualizar cualquier otro aspecto.
Estoy pensando en Roald Dahl, el favorito de mis hijos. Hace poco leímos juntos Matilda, sobre una niña prodigio y buenísima persona cuyos padres, sin embargo, son de lo peor. No demuestran el más mínimo interés por su hija, a la que tratan como si fuera una costra: «Una costra es algo que tienes que aguantar hasta que llega el momento en que puedes arrancártela y lanzarla de un capirotazo, preferentemente hasta el condado vecino o incluso más lejos». A pesar de eso, a los dieciocho meses la niña ya habla como una persona adulta. Los padres, en vez de admirar esta precocidad, la hacen callar, recordándole que a los niños se les ve pero no se les oye. A los tres años Matilda ya sabe leer, habiendo aprendido sola con los periódicos y revistas que rondan por la casa. Después de haber leído el único recetario de cocina de su madre, decide que necesita algo más interesante y le pide a su padre que le compre un libro. El padre le pregunta que para qué, ella contesta que para leerlo, a lo cual él replica: «¿Qué tiene de malo la tele, por el amor de Dios? Tenemos una tele preciosa con una pantalla de doce pulgadas y tú ahora me sales con que ¡quieres un libro! ¡Estás saliendo muy mimada, mi niña!» Cada tarde, Matilda se queda sola en casa mientras su padre se va a trabajar, su madre al bingo y su hermano a la escuela. La tarde en que el padre se niega a comprarle un libro, ella se va caminando sola hasta la biblioteca pública para leer. A partir de entonces, cada tarde cuando su madre se va al bingo, ella va a la biblioteca a leer. A los cuatro años y tres meses ha leído todos los libros infantiles y entonces le pide a la bibliotecaria libros para adultos. El primero que se cepilla, en una semana, es Grandes esperanzas de Charles Dickens, y durante los siguientes seis meses lee una larga lista de clásicos universales.
El escenario que nos presenta Dahl es tan increíble y absurdo que es claramente una sátira. Esto no ocurre en la vida real; la psicología de esta niña es mentira. Una niña a la que sus padres tratan con tal descuido y desprecio —al final del libro la familia se escapa a vivir a España, perseguidos por la ley a causa del negocio fraudulento del padre, y abandonan a Matilda al cuidado de la bibliotecaria sin siquiera un abrazo o un adiós— tiene que estar, por fuerza, trastornada, y no ser un dechado de bondad e inteligencia. Solo cuando la mentira es tan evidente, como en este caso, es aceptable que se juegue con la personalidad de los personajes. Pero cuando se nos muestra con toda seriedad y suspense dramático… hay que hacerlo bien, porque resulta que los lectores se lo creen.
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