Apareció de entre el público una mujer que me resultaba familiar. No tardé en identificarla: se llama Isabel Vázquez Fernández, profesora, y la conocí en un congreso de Literatura en la Universidad de A Coruña. Era ponente, como yo, o “comunicante”, según queramos decirlo: ella presentaba una comunicación y yo otra; recuerdo que también presentaba una comunicación, sobre Juan José Millás —sobre El orden alfabético, qué curioso recordar estos detalles cuando han pasado más de veinte años— el profesor Emilio Blanco, al que luego he tratado.
Isabel Vázquez, en la muy reciente presentación de mi último libro, Conversaciones del siglo XXI, en el Club Marítimo La Penela, me regaló otro libro, esta vez un libro suyo, precioso, Leyendo a Miguel Delibes, publicado por la Universidad de Valladolid en 2020. Y ahora, leyendo este libro, de asunto quizá académico pero tono amenísimo y de gran conocimiento por parte de su autora, me ha venido en tromba todo Delibes, todo Delibes y la historia que he contado, pues mi vida está entretejida de libros, de escritores, y también de profesores y periodistas, de editores, todos ellos compañeros y amigos a los que quiero y aprecio.
Pero ahora quería escribir algo sobre Delibes. Yo no conocí a Delibes en persona, pero lo leí mucho. Lo conocí como escritor, y esta es una forma muy profunda de conocer a una persona; tal vez más, mucho más, que tratarlo. Yo he tratado a fondo a algunos escritores y me da la impresión de que en sus obras son muy distintos que viviendo, utilizando esta expresión, “viviendo”, un poco simplificadoramente. Me acuerdo que Francisco Umbral decía que cualquiera que hubiese escrito unos folios se daba cuenta de que la persona que se muestra ahí por escrito es muy distinta que la persona que vive —y vuelvo a simplificar con la expresión, pues el escritor vive tanto en su cotidianidad como en su obra—. Ahora pienso que el escritor vive dos vidas paralelas, aquélla su vida normal, habitual, y la vida que desarrolla en lo que escribe, lo que cuenta ahí, lo que expone ahí, lo que fabula o poetiza en su obra.
La experiencia me ha enseñado que el escritor cuando escribe muestra otra faceta de su personalidad, quizá su personalidad más honda. Es el mismo, pero también es otro. Creo que alguien habló del yo profundo. No recuerdo muy bien quién era. Quizá muchos lo han hecho. Es una idea bastante clara e inmediata. El yo profundo es el que mostramos cuando escribimos, en este caso. El escritor se mueve entre profundidades, pienso ahora, cuando es bueno. Incluso cuando se muestra ligero y superficial el escritor está buceando dentro de sí, y dentro del mundo que tiene alrededor, dentro de lo que le ha marcado profundamente, de lo que ha vivido y leído profundamente.
Delibes se nutrió mucho, por ejemplo, de la caza. Todo lo que le gustaba, todo lo que le apasionaba, todo lo que le ocupaba, finalmente, nutría su obra, su escritura, y esto es hermoso. Esto suele suceder en el escritor, en el escritor de verdad, y perdónenme aquí la distinción, en el “escritor a lo ancho”, verdadero, o simplemente lo que comúnmente entendemos por un escritor, quizá un escritor reconocido o consagrado. Nunca he creído mucho en lo cuantitativo en literatura, pero cada vez creo más —estoy cambiando de opinión—. Antes pensaba que daba igual escribir un libro que treinta, pero el que escribe treinta, digamos, se ha dejado más la piel, vital y literaria, y durante más tiempo —hay que suponerlo, aunque quizá no sea así—, que el que escribe uno. Ya he citado alguna vez en mis artículos de Zenda la frase de Ana María Matute, que tanto me sugiere: “El auténtico escritor es el que escribe por necesidad”.
El escritor se vierte en el papel, hoy también en el ordenador, se deja la vida en su obra, para ganarla en la propia obra. No, hoy creo que no es lo mismo escribir treinta libros que escribir uno, a menos que sea Pedro Páramo, pues Juan Rulfo, su autor, escribió sólo unos cuantos libros y Pedro Páramo y El llano en llamas, cuentos, son excelentes.
Sin embargo a mí me gusta recordar una idea de Menéndez Pelayo. Decía nuestro gran erudito, y me gusta mucho también la frase, por lo sorprendente y reveladora, que en literatura uno se impone por la cantidad. Hace años no lo hubiera aceptado, pero hoy creo que Menéndez Pelayo tenía mucha razón, en líneas generales tenía razón.
A mí me preguntan con frecuencia, y desde hace muchos años, cuántos libros he publicado. Yo siempre pensaba, antes, que lo que importaba era que fueran buenos, aunque sólo hubiera publicado uno, pero hoy creo que es muy importante, aunque sólo sea de cara a los demás, de cara al público, que tanto importa, el número de libros publicados. Y me atrevería a decir que, de cara a la gente, cuantos más libros mejor. Por otro lado, los grandes escritores consagrados que conozco, a los que más admiro, han publicado muchos libros y son grandes trabajadores. Aquí no citaré nombres.
Miguel Delibes escribió muchos libros. La escritura y publicación de libros formaba parte de su vida, de su ritmo de vida. En el libro de Isabel Vázquez dice que necesitaba escribir, aunque también afirma que sentía una especie de frustración, la de esperar mejores resultados de su escritura. Si no recuerdo mal lo decía. Pero sin duda le llenaba, como una especie de respiración. Escribir puede ser enormemente gratificante, y enormemente necesario, como apuntaba Ana María Matute.
Delibes siempre dijo que su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, era muy mala, su peor novela, pero que si no llega a ganar el Premio Nadal con ella no se hubiera hecho escritor. Umbral decía que Miguel Delibes, antes de ponerse a escribir, había hecho ya muchas cosas antes en la vida, que la escritura no había sido para él una necesidad imperiosa —como probablemente lo fue para el mismo Umbral—, y yo pienso que tenía razón. Me da la sensación de que lo fue después.
¿Por qué escribimos? ¿Qué nos lleva a escribir? ¿Qué impulso, qué necesidad —una vez más la palabra—? Lo ignoro, pero lo cierto es que algunos lo hacen de vez en cuando, mientras que otros lo convierten en el eje de sus vidas. Miguel Delibes tuvo los días muy llenos. No me atrevería a decir que la escritura fuera el eje de su vida, pero desde luego un gran complemento. Para él era muy importante su mujer, su familia, su trabajo como periodista, como profesor, la caza, la “vida al aire libre”, etc., pero la escritura incluye todo lo que para el escritor es importante. Puede llegar a armonizarlo, en mi experiencia.
Yo nunca hubiera pensado de niño que iba a dedicar mi vida a escribir, pero los libros, que siempre me gustaron y siempre tuvieron en mí una fuerte presencia, cada vez se me hicieron más importantes, más y más importantes, hasta que se puede decir que exploté, como un volcán, y ya no tuve más remedio que escribirlos, escribir mis propios libros, ser escritor, lo que tanto había admirado en otros. Con todo lo bueno y todo lo malo que eso implica, porque no todo es bueno. Pero ya antes había escrito textos literarios, en el colegio, para clase y para el certamen del colegio.
El libro de Isabel Vázquez Fernández ha suscitado en mí estas reflexiones y otras, otros pensamientos que tendrán cabida, seguramente, en otros artículos, en otros espacios. Se palpa en Leyendo a Delibes lo mucho que Isabel Vázquez Fernández sabe del escritor, de la seriedad y, por qué no, el cariño con el que ha tratado su figura, su vida y su obra. Me ha gustado mucho el libro y me ha traído a la actualidad a este autor que ya forma parte de mi vida —como de la de muchos, pues muchos lo queremos—. He cogido de la estantería algunos libros que andaban por casa, aquí en Pontedeume, he realizado en ellos algunas “catas”, como diría Raúl del Pozo, y me he lanzado a escribir estas “cuartillas”, como se decía en la época en la que escritores como Cela y Delibes daban a luz obras maestras.
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