“Nunca se te ocurra hacer películas con niños ni con perros, ni con Charles Laughton”. Así despreciaba irónicamente un genio del cine a un genio de la actuación dramática. En aquel libro canónico que publicó François Truffaut —El cine según Hitchcock—, sir Alfred sugiere que la actuación afectada y camaleónica de aquel soberbio intérprete teatral le había arruinado la filmación y más adelante que algo similar le había sucedido con Paul Newman, que en vez de entregarse a las reglas convencionales del Hollywood clásico —tenía celos de Marlon Brando— se plegaba a los “manierismos” emocionales y sobreactuaciones típicas del Actor’s Studio, lugar donde arruinó su carrera Marilyn Monroe. Es que Hitch había llegado a la conclusión de que cuando entramos en el cine y vemos en la pantalla las evoluciones de una verdadera estrella, aceptamos su nuevo papel, pero inconscientemente ya tenemos una opinión acerca de ella formada por sus anteriores películas, sus declaraciones a la prensa y los artículos que escribieron sobre su personalidad: ya se ha transformado en un arquetipo humano. James Stewart, como ahora Tom Hanks, es y será siempre el “hombre común de alma noble” —todas las navidades pasaban Qué bello es vivir en la televisión para ratificarlo—, y entonces Hitchcock partía de esa construcción previa para sus propósitos, que consistían no en modificar la imagen sino en mostrar sus pequeñas grietas oscuras o sus debilidades: pintaba sobre la pintura. Pero lo más curioso que le confiesa a Truffaut es que la mala elección de un actor protagónico podía arruinar un buen film. Eso le ocurrió especialmente en El proceso Paradine, cuando para el rol de un abogado —británico y sofisticado— le falló Lawrence Olivier y tuvo que conformarse con Gregory Peck, que no era una cosa ni la otra. La historia del cine moderno está llena de estas anécdotas, aunque siempre se comentan en voz baja: nadie quiere malquistarse con el star system, que detenta el verdadero poder en la industria. A Hitchcock, que estaba de vuelta de todo, eso ya le importaba un bledo. Un ejemplo claro —ahora un tiro para el lado de la escuela Strasberg— se ubica en los años 70, cuando la producción de El padrino intentó imponer a Robert Redford para el papel de Michael Corleone. ¿Esta elección no habría destrozado aquella obra maestra? Francis Ford Coppola tuvo que hacerse fuerte con un actor del teatro off: sin ese desconocido de origen italiano llamado Al Pacino tal vez todo se hubiera empequeñecido y malogrado. Esta referencia cinéfila no tiene más objeto que señalar algo: en la política, como en el cine, el casting puede ser la gloria o Devoto. Cristina Kirchner eligió a Boudou, a Kicillof y a Alberto, y toda la obra viró al género catástrofe. Fueron malas opciones de una directora caprichosa y omnipotente. Ahora elige, con el agua hasta el cuello, a Sergio Massa. Que en principio no da el physique du rôle.
Aunque habrá que ver no la foto sino la película completa, lo cierto es que hoy por hoy el Fouché del condado de Tigre no parece un hombre que vaya a sentarse sobre la caja y a resistir los cantos de sirena: quiere ser candidato a Presidente y tener contentos a los gobernadores, intendentes, sindicalistas y empresarios de precios regulados, y muy especialmente al casi intocado —por el ajuste— feudo bonaerense, donde piensa recluirse la arquitecta egipcia y su troupe en caso de precipitaciones intensas. Massa es un Menem menor sin un Cavallo fuerte que lo discipline, y es por eso que la primera indicación de la directora —narrada el lunes por Carlos Pagni— fue muy acertada: “Sergio, 95% de gestión y sólo 5% de campaña”. Pero es como pedirle a John Wayne que actúe de muchacho frágil y neurótico; para eso estaba Montgomery Clift. La representación es el hombre, y su destino está en su naturaleza. Massa no es un Churchill de la economía, sino un pícaro que no resiste la tentación de barrer una y otra vez para casa. Y que no puede tocar verdaderamente a la obesa e infinita corporación estatal que le da de comer y que deberá luego entronizarlo para que nada cambie.
Por las medidas desperdigadas que tomó hasta el momento no parece tener otro objetivo que evitar un fogonazo y llegar a la meta reventando caballos. Claramente quienes van a pagar la cuenta inicial serán los odiados ciudadanos de la clase media productiva e insumisa, con tarifazos que empezarán a picar fiero en septiembre, y también los empresarios que deben invertir y generar empleo. O dicho en sus términos, la “clase mierda”, “el medio pelo cipayo” y el “poder concentrado”. Con los demás se va negociando por arriba y por abajo de la mesa, cada uno mete un tarascón y se queda con algo, y el sindicalismo comprado hace de guardia pretoriana del justicialismo ajustador, en marchas altisonantes que no son más que paseos al aire libre. El sinceramiento doloroso y necesario y la rapiña acostumbrada no parecen, sin embargo, suficientes para conjurar el tremendo desbarajuste. Massa fue a vender al Consejo de las Américas que podía realizar milagros; congeniar, por ejemplo, el ordenamiento macroeconómico con la paz social. Que a esta altura es algo así como prometer bajar de peso con una dieta a base de cannoli sicilianos. También se mostró, en ese mismo escenario donde nació el “Alberto Moderado”, como abnegado acuerdista con la oposición —algo que tiene prohibido por orden expresa de la reina de la calle Juncal— y también oportunamente empático con los Estados Unidos, adonde debe viajar de manera inminente a pedir clemencia y pasar la gorra. El problema es que sus otros socios del Frente Nacional para la Incoherencia se pronunciaron, en paralelo, a favor de Venezuela y Cuba, y replicaron con chicanas ampulosas al embajador norteamericano en la Argentina. Es una película épica pero confusa, un zigzag que ya vimos y que no se canceló con el ingreso del nuevo protagonista. Tejen de día y destejen de noche, marchan a la vez hacia el sur y hacia el norte, como si el lema orgullosamente inmovilizador fuera una parodia de un viejo film de artes marciales: “Avanzar nunca, retroceder jamás”. Para salir de esa parálisis activa, en medio del fuego abrasador del segundo semestre —recesivo e inflacionario al mismo tiempo—, Massa debería massear a su cancerbero secreto, a quien debe rendir cuentas por imperativo de la doctora: el inefable Axel Kicillof. Casualmente, el mismísimo autor operativo y luego ideológico de este modelo que nos condujo al quebranto; es como si para pacificar Uganda te estuviera asesorando Idi Amín. Massa tiene entonces un cepo, y el juego parece consistir en mostrar pequeñísimos avances y venderlos como grandes logros, rezando cada día para que la tormenta amaine. A eso le llaman, modestamente, “equilibrar las variables”. Salvar la ropa. No se parece en mucho al sueño grandilocuente y transformador lleno de fórmulas mágicas que se sugería hace apenas cuatro semanas: llegaría un Mesías hiperkinético a salvar al kirchnerismo de su debacle y a generar una nueva mística. El problema, al cierre de esta edición, es que las variables no están equilibradas, y que encima los gobernadores peronistas —patrocinados por el propio Kiciloff— avisaron el viernes que no están dispuestos al sacrificio. Los economistas más experimentados tienen en la intimidad un pesimismo tan alarmante que no se atreven siquiera a hacerlo público. Hitchcock explicaba de manera muy sencilla el género que nos domina por estas horas: “Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Eso es el suspense”. Y esa es la Argentina.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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