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Carretería, un cuento de Marta Garín - Zenda
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Carretería, un cuento de Marta Garín

‘Going Down to Gethsemane’, Johannes Adam Simon Oertel Hoy nos adelantamos a la rentrée con uno de los secretos mejor guardados de la Escuela de Imaginadores: la voz originalísima y torrencial de Marta Garín (Málaga, 1984). Y hasta Málaga nos hemos ido este mes de agosto para traer a los lectores de Zenda un relato...

‘Going Down to Gethsemane’, Johannes Adam Simon Oertel

Hoy nos adelantamos a la rentrée con uno de los secretos mejor guardados de la Escuela de Imaginadores: la voz originalísima y torrencial de Marta Garín (Málaga, 1984).

Y hasta Málaga nos hemos ido este mes de agosto para traer a los lectores de Zenda un relato cargado de fuerza, matices, idiosincrasia y localismos. «Carretería» está a caballo entre el realismo mágico y el realismo sucio, al igual que el estilo de su autora, siempre cruda y musical, desgarrada y colorista. Marta Garín, para más señas elegida la mejor pediatra del año por la plataforma Doctoralia y con consulta en la calle Carretería 73, parece haber escrito este cuento para ser leído en voz alta, como la narración oral y desbordante que es. Y que será, sin duda, lo mejor que lean estas vacaciones.

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Carretería

El día en que la paloma de Jonathan la Princesa cayó fulminada a los pies de la muchedumbre las viejas cuentan que llovió todo un desierto. Y es que por entonces, en Málaga, no se sabía de calimas, ni de vientos africanos, solo se sabía de santos y de brujas, el mundo partido en dos mitades perfectas. Mi abuela besando al Cristo de la Agonía en una estampa metida entre las tetas y yendo al tenderete de la Reme a que le echase las cartas. Así que el día en el que Jonathan la Princesa mató con su malfario la paloma que iba destinada a la Virgen, las viejas dirán que llovió un desierto, con sus palmeras y todo, que la Alameda acabó sembrada de cocoteros con la distribución más caprichosa. Pero seguramente, ya digo, todo tenga explicación, aunque siga sin encontrarse, aunque el mismo Jonathan la Princesa se disculpase de nuevo por convertir la ciudad en un desierto aquel miércoles santo, justo antes de morirse, como un bicho, aplastado sobre el suelo.

Cuando el Jonathan nació, su padre, el Cristóbal, llenó el barrio de banderitas de colores. El Cristóbal era ya gitano viejo, y se había juntao con la Isadora ya tallúo. Antes lo habían casado con la Agustina, una gitana clara de El Palo, que por no tener no tenía ni gracia y se enmustió na más celebrar el casamiento. Se fue poniendo flaquita y chiquita, como si el tiempo corriese patrás, hasta hacerse casi imperceptible, y le iban a rezar las beatas de la plaza de Santo Domingo, pero ni por esas la Agustina se sanó, y cuando la diñó era solo un pellejo blanco. Los de la funeraria entraron en el piso con una caja de pino celeste, que por lo visto el Cristóbal, barruntándose la jugada, había elegido meses antes, celeste como los ojos de la Agustina, decía, pero salieron con el pellejito guardado en una caja de mistos de La Casa del Guardia.

Por eso cuando el Cristóbal, que no tenía que guardar ningún luto porque ya se sabe que las penas de que se te muera el otro son solo para las mujeres, conoció a la Isadora, se quiso casar na más verla, por aprovecharla antes de que menguara como la Agustina y se la tuviesen que llevar los de los muertos dentro de una botella de Mirinda.

Pa abreviar diremos que la Isadora era medio bruja, que nadie en la plaza sabía de dónde había salido porque apareció una mañana de abril sentá en un bordillo y sin habla. La múa, decían, nos ha crecío una múa en la acera. Las primeras horas la Isadora allí sentá con el pelo enlaciao sobre la cara como un manojo de espárragos blancos parecía una aparición. Yo creo que al principio no se le habló por respeto, porque en el barrio si uno está sentaó o acostaó en el suelo, o viene de una tajá o de una pena.

A los días, la Isadora seguía en el mismo sitio sin moverse, y los chavales de la Manuela, que eran seis y a cual más negro, le habían trenzado el pelo con vinagretas y parecía la Isadora una santa de mesilla de noche.

Cuando se cumplió la semana, vinieron los viejos a verla allí plantá. Los labios estaban secos como la mojama y los ojos eran dos bolas hundidas y blancas, como si el tiempo le hubiese borrado las pupilas. Los patriarcas llamaron a la Pastora, que fue bruja antes que la Isadora y mucho antes que la Reme que después le predijo la muerte al Jonathan la Princesa, y vino la Pastora cargada de piedras y de arenillas de colores que quemaba en un pocillo apoyá en el bordillo a la vera de la Isadora. Los niños de la Manuela se reían y se arremolinaban en torno a la escena, arrodillaítos fingían rezarle a una santa de escayola mientras la bruja ahumaba el barrio con sus mejunjes. Pero ni por esas la Isadora movió un dedo. Nada. La bruja montó un tinglao en la acera de enfrente de la Isadora y pasaba el día haciéndole ceremonias sin éxito ninguno. Los niños de la Manuela se turnaban pa dormir al lao de la Casimuerta, como le pusieron, y a la mayoría de ellos, le empezó a dar pena la mujer, tan quietecita, tan sequita. El mayor de ellos le arrimó una tripa de chorizo y un botijo cargado, pero ni por esas se movió la múa. Pasarían varias semanas, y se corrió la voz en el barrio, y en otros barrios, y al final la múa, la Casimuerta, tenía un desfile de peregrinos enrededor, y la habían llenao de flores, de estampas de Fray Leopoldo, de patucos de recién nacíos y de fotos de los muertos recientes.

Cuando el Cristóbal volvió del mercao esa mañana, pasó por fin a ver a la Casimuerta, se paró frente a ella y se agachó despacito. Tiene que tené sed mujé, le dijo. En la acera todo el mundo enmudeció, la bruja dejó de echar el incienso y los niños se sacudieron las rodillas y se dieron las manos como temiendo el fin del mundo. La Isadora levantó los ojos, esos ojos sin pupila, y alzó la mano derecha. El Cristóbal la agarró y la levantó del bordillo, y se la llevó ya pa siempre, y la Casimuerta se metió entre pecho y espalda tres tripas de chorizo, cinco salchichones de Málaga, dos garrafas de aguardiente, una morterá de papas cocías y quince tortas de algarrobo. Y se acostó.

Cuando se levantó la Isadora estaba preñá de tres meses y ya no era múa y te echaba las cartas a la puerta de su casa, donde el Cristóbal le hizo un cartel con letras brillantes pintadas con una lata de Titanlux naranja: La Casimuerta, brujerías varias.

Y así fue como la Casimuerta heredó el negocio de la Pastora, que después del fracaso tratando de levantarla se vio obligada a retirarse a poblao de Cártama con su hermana a cuidar gallinas.

Cuando la Isadora parió se cerró el cielo color panza de burra y empezaron a caer goterones como cabezas de niños y en pocas horas el barrio era una cañá y los banderines de colores se los llevaba el agua, y los niños de la Manuela lloraban a coro subíos a un muro y gritaban ¡Que me ajogo y soy muy shico!

La Isadora pujaba y tronaba, y ya no había pájaros en todo el cielo de Málaga, solo tormenta y el olor a carne de la Isadora, con las patas abiertas empapás de sangre y mierda.

Dice la Angustias que cuando ayudó a traer al mundo al Jonathan la Princesa el agua llegaba al filo de las ventanas y tuvo que cruzar la calle sujeta de brazo en brazo por los hombres que sabían nadar, cuenta la Angustias que cuando por fin salió la criatura el cielo se abrió de repente y se secaron las calles, y los niños de la Manuela recogían boquerones de los bordillos. Esa noche la comadrona frio un canasto de vitorianos en manojillos, que todavía lo refieren sus niños, ya viejos.

 

El Jonathan salió de color rosa, pero no el color de salud, no, era un rosa amancebao, un rosa cuento, un rosa de huesos blandos llenos de aire, como los de las palomas. Al verlo la Isadora se mordió el puño derecho tan fuerte que se arrancó el dedo índice de un mordisco y lo escupió a los pies de la cama. El Cristóbal corrió a recogerlo por si se lo podían recoser en el Carlos Haya, pero la Isadora no quiso ir al hospital y se vendó el muñón con una gasa sucia y ya no habló más nunca. El dedo lo metió el Cristóbal en una botella de Pepsi Cola con un chorreón de vino dulce y la Isadora lo colocó en un estante sobre la cama, donde el dedo se hinchó de vino caliente.

Dicen las viejas que la bruja adivinó el futuro del Jonathan en sus bracitos de palomita y no quiso verlo crecer y aceleró el tiempo. Pasaron los meses como días, amanecía enero y anochecía febrero, así, sin sentí, y todas las estaciones acontecieron en tres meses y los viejos se murieron de viejos en solo dos años y el Jonathan la Princesa se hizo su primera paja solo cuatro años después del nacimiento, doce años de tiempo de bruja.

Soy un bujarra, pensaba, y se sacudía más fuerte la pinga, que era una escolopendra rosada de ojos amarillos, y miraba por la ventana jugar en la plaza al grande de la Manuela, con sus brazos porrúos de cargar contenedores, con su boca sucia de mascar tabaco. Y se imaginaba cabalgarlo como la pipi calzaslargas, y se trenzaba el pelo rojo con los dedos enredados en las puntas, con una destreza de serpiente blanca.

 

El Jonathan fue la Princesa desde que empezó a andar con veinte meses, cuando ya la Angustias decía que el chiquillo estaba malito, que no andaría nunca. El niño se lanzó con unos diminutos saltos de puntillas, como un repicá de palmas, decía el Cristóbal, con los ojos de vidrio caliente, y los hijos de la Manuela le pusieron la Princesa porque andaba como la Blancanieves cuando cantaba con los pájaros por el bosque recogiendo flores. Sabía el Cristóbal que el niño no le había salío macho, y se pasó la vejez rogándole al Cristo de la buena muerte que lo curara del espanto de tener un hijo julay, porque el gitano solo quería quererlo, querer su boquita pequeña repellá de la barra de labios de la Manuela, las manitas pálidas cuajás de anillos, el pelo larguísimo y colorao, como una maldición timujañí. Y se llevaba al Jonathan a ver a aquella imagen morena, con la piel rajá de heridas, con la fuerza de mil bueyes en los ojos. Pero el Jonathan miraba la imagen con ansia de perra, y se rozaba el pantalón del chándal con el talón de la mano mientras su padre lo miraba de reojo.

A la vuelta de Santo Domingo el Jonathan quería pasar por la plaza San Francisco pa entrar a ver a la Paloma. A esa Virgen el miércoles santo le lanzaban palomas a su paso y se llenaba esa noche la ciudad de estos pájaros que desorientados se posaban en los rincones más raros. La capilla llenita de azucenas blancas y la virgen en el centro, los ojos verdes como un prado y una paloma blanca en la mano derecha. El Jonathan se imaginaba ser ese pájaro, con sus huesos huecos, con sus plumas de maricón y estar siempre a la verita de ella. Y le susurraba secretos de amores prohibidos, de deseos enfermos y el Cristóbal suspiraba y languidecía agarrándose el vientre muy fuerte, donde ya se había sembrao un gusano tan largo como sus tripas que se lo andaba comiendo de a poquitos sin él saberlo.

El Jonathan se hizo camarero de la virgen y se pasaba los días en la camarilla de la Paloma arreglándole la toca, cortando las flores mustias, colocando las ofrendas y las estampitas de las beatas.

De vuelta al barrio le llenaba el cuarto a la Isadora de rosarios, de escudos de la cofradía, de escapularios que coloca con cuidaito alrededor del dedo emborrachao como una uva en aguardiente. La besa en la frente y le acaricia la cara pálida, ya verás, mama, como este miércoles santo sales tú hablando, y no te van a callá ni las cotorras del parque. Pero la Isadora no habla y las consultas de bruja ya son todas mediante cartas y el Jonathan le ayuda haciendo de intérprete de la múa.

La tarde que apareció el grande de la Manuela pa que la Isadora de leyese la buenaventura, el Jonathan se había pintao dos rabillos negros hasta las sienes y las uñas de los dedos lucían rojas e incómodas, como un maricón bajo un varal. Cayetano, el grande de la Manuela tenía los ojos verdes, los mismitos que la Virgen de la Paloma, y al verlo entrar el Jonathan le besó las manos como una liturgia, como el verbo hecho carne, y se imaginó montarlo en la capilla de San Francisco y se imaginó que todos los bujandís harían cola pa besarle las manos.

La Isadora le echó la baraja sobre el tapete negro y el Cayetano preguntó por quereres. La Isadora saca el mago y la muerte y el Jonathan traduce un amor negro y prohibido, y se relame los labios como una bicha antes de morderte.

 

El Cristóbal se vino a morí un jueves santo, y el Jonathan lo sacó ya tieso en una silla y lo sentó en calle Carretería pa ver al Cristo de la Buena Muerte. El Cristóbal con los ojos velados de los pescaos, atufao de inciensos y vestío de negro, con un pañuelo de lunares amarillos anudado al cuello y la Isadora sujetándole los hombros pegaos a la silla de enea. ¡Por aquí no cruza nadie!, gritaba la Manuela y su caterva de niños apostados en los tresillos de muaré estratégicamente colocados en los bordillos. Y nadie se atrevió a pedir paso pa cruzar a la acera de enfrente, ni pa ir a mear, ni pa comerse un limón cascarúo, ni pa salir de la bulla con un niño en brazos. El Cristóbal se tragó desde la cruz guía hasta el último legionario, y dicen las viejas que lloró con los ojos mismos del crucificao, seco y tieso como estaba, lloró tanto que empapó el pañuelo y la pechera de volantes y al día siguiente lo andaba secando la Isadora pa darle sepultura y no pudo porque en el pecho se le arremolinaron dos claveles diminutos que le brotaban como una plegaria antigua.

 

Quince años tenía el Jonathan cuando el Cayetano volvió por fin a que la Casimuerta le ayudase con un problema. Había estao preso seis meses por pasar algo de chiné en las discotecas de la Calle Ancha. Tenía los brazos aún más grandes, hinchados y calientes, y se había tatuado un Jesús Cautivo atardeciendo en la pantorrilla. El Jonathan le abrió la puerta. La Isadora está liá, tiene dentro a la Angustias llorando por un niño muerto, y esas penas le duran días. Vuélvete al final de la semana, le dijo mientras con la cabeza inclinada lo repasaba como a un mapa, como leen los niños los renglones torcidos, siguiendo las letras con el deíllo, pa no perderse.

El Cayetano se acercó a la Princesa y le agarró los huevos con unas manazas de bestia y emitió un bufido pegaíto a la oreja, que le levantó al Jonathan los pelos de la nuca.

Y aquella fue la primerita vez que el Jonathan supo lo que era follarse a un hombre, quedaban atrás las relaciones al salir de los oficios, la vez que le chupó la pinga al Juanele en la sacristía, mirando muy fijo los ojos de su virgen que le parecieron entonces el fondo brotao de un pozo oscuro al que no asoma nadie, y cualquier otro beso robao a un monaguillo marica. Con esas embestidas, con esa lengua seca de gato el Cayetano le repasó las costuras como una Singer, rematando los dobleces, los pliegues donde no se detuvo antes nadie, el alma misma escupía como una pipa de girasol de las que engullían de niños sentaos en lo alto de una tapia.

El Cayetano se sacudió la churra y se subió las bermudas mientras el Jonathan quedó pingando tirao en la alfombra que la Isadora tenía a la entrada de la casa, donde a veces las gitanas se dejaban caer desmayás después de la impresión de la lectura de cartas. Allí fue el Jonathan un cristo yacente, húmedo y sucio de la carne de otro, llenito de un ansia ya insaciable, y quedó su cuerpo marcado como en un sudario pa siempre, por más que la Isadora lo frotase con el Milagrito pa meterlo en luz, una bandera blasfema del pecado más puerco y más ruin.

Al Cayetano lo vinieron a buscar de Proyecto Hombre y se internó unos meses pa arreglar lo suyo, y es que el Cayetano fumaba más que vendía y tenía los dientes negros de yonki de llano, y la Manuela le fue a llorar al párroco del barrio que lo enchufó con los marginados, a curarse recogiendo ropas y muebles usados. El Cayetano pasó meses desaparecío y la Princesa se destrozó la pinga a levantás pensando en el Jesús Cautivo de la pantorrilla, en la lengua de lija rebañándole la entrañas. Y pasaron dos veranos y el Jonathan le pidió a la Isadora que doblase el tiempo pa que no le matase en ansia de verlo, pero la bruja, múa, como era, le acarició la cara y lo besó en la frente, dio a entendé que ya no había tu tía, que el tiempo solo se rompe una vez y que ya se había cagao en los relojes cuando él nació, ahora tocaba apechugá con las veinticuatro horas del día. Así fue Jonathan comiéndose las tardes rogándole a la Virgen que se lo devolviese entero y rehabilitao.

 

Aquel año el Domingo de Ramos cayó a primeros de abril, y llovía como en la biblia, y los viejos del barrio murmuraban que así mismito caía el agua cuando nació Jonathan la Princesa y la Isadora se arrancó un deo a mordiscos. La lluvia empapó los reposteros de Calle Carretería, y los tresillos de muaré y hasta la silla de enea donde el difunto Cristóbal lloró, ya muerto, el paso del Cristo de la Buena Muerte. Calao hasta los huesos apareció el Cayetano en la puerta de la Isadora, gordo como El Piraña. La Princesa enmudeció al verlo y se mordisqueó nervioso el dedo índice, no dijo nada y lo condujo al fondo de la casa donde la Isadora descansaba con un pañuelo de seda sobre los ojos.

Voy a pasá yo solo, dijo, y el Jonathan sin hablar cerró la puerta y se retiró. Se demoraron al menos seis días antes de por fin salir de aquella habitación. La Isadora traía los labios secos llenos de pellejos de sangre y el Cayetano engulló un pollo entero na más olerlo en la cocina donde el Jonathan seguía callado como las monjas del Convento del Carmen. Después de secarse la boca con los faldones de la mesa, el Cayetano salió por la puerta pisando la alfombra que albergaba el milagro del cuerpo desnudo de la Princesa y lo recibió una gitana. Una mujé cantúa con los ojos negros de brea y el pelo de yegua jaquetona anudado en una cola altísima, tan alta que los colorines le fueron a anidar entre los mechones y llevaba consigo una marcha de pajaritos trinando en la cabeza. La gitana le dio un beso que al Cayetano le puso los labios moraos y al Jonathan le partió el pecho en dos mitades de carne blanda. El gachí corrió a comprobarse en el espejo la enorme grieta blanda que le dejaba expuestas las primeras siete costillas, caliente y transparente, latía como laten los corazones de los muertos que no han muerto, de esos que ya no tienen sentío pero siguen funcionando.

 

Al Jonathan lo ingresaron en el Carlos Haya y fue la múa a cuidarlo con la Manuela y se turnaban las noches pa velarlo como a un muerto en vida. Desfilaron todos los médicos de Andalucía, le hicieron un reportaje que ni el de la comunión, todos asombrados por aquello que llamaron imposible. Uno de ellos le dijo a la Isadora que podían ponerle al niño un cacho de piel de otra parte, pa cubrirle la brecha, pero la Isadora no quiso, y tradujo la Manuela que pa qué iban a taparle el boquete haciendo otro boquete, que las cosas de los malquereres son así. Y como entraron salieron por la puerta un miércoles santo y pasaron por la plaza San Francisco pa comprarle una paloma a la Princesa que pudiese tirarle a su Virgen esa tarde.

Sentaron al Jonathan en la misma silla donde el Cristóbal lloró ya muerto y desde allí el Jonathan se partió las uñas rojas palmeando al paso de la Virgen de la Paloma, y con los dedos helaos abrió la cajita de cartón y tomó a la paloma y al lanzarla hacia arriba abrió las alas, solo dos veces, dos na más, lo justo pa llegar cerca del palio y acabar cayendo muerta a los pies de la imagen. Al ver el desastre el capataz bajó el trono y la banda de música dejó de tocar. La gente seguía lanzando palomas, pero todas acababan muertas sobre el manto, en el techo del palio o en los varales, que pronto se vaciaron de hombres. Y empezaron a correr las gitanas pal barrio y se hizo de noche de repente, una noche naranja de desierto que trajo una lluvia de arena que duró toda la primavera. Y Málaga fue un desierto, con palmeras sembradas en la Alameda durante al menos un año.

 

El Cayetano y la cantúa hicieron un niño más negro aún que los de la Manuela que estaba siempre lleno de churretes y con un biberón en la mano hasta que cumplió lo menos doce años, claro que eso el Jonathan no lo vio, porque supo morirse sin dar por culo, saltando de lo alto de la capilla de la Paloma, cayendo muerto, como un bicho, con sus huesos de pájaro abiertos y su pecho reventao a los pies mismos de la Virgen.

Amén.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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