Coincidió aquel 6 de marzo de 1989: por un lado, Gabriel García Márquez cumplía sesenta y dos años, y por otro se publicaba su octava novela, El general en su laberinto, quizá una de las menos celebradas. En ella narra las peripecias de Simón Bolívar durante su último viaje, cuando el libertador bajó por el río Magdalena hasta llegar moribundo a la quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, lugar donde falleció el 17 de diciembre de 1830. Dibuja García Márquez un perfil de Bolívar muy alejado de los estándares mesiánicos que al lector le vendrá a la mente. En el ocaso, al general se le verán las costuras: rabioso, de mal carácter, tiránico. Por supuesto, el Gabo recibió innumerables críticas por el retrato que hizo del héroe sudamericano.
Coincido con el talante que demuestra el protagonista de la romanza con la que se abre esta sección de cada jueves. También con la actitud de Felipe VI durante la toma de posesión de Gustavo Petro como presidente de Colombia: el recuerdo de Simón Bolívar no merece homenaje alguno. Fue un hombre déspota, una figura con más sombras que luces a ojos de la historia. Quizá defina ese perfil oscuro que pinta García Márquez el hecho de que perdiese a sus padres siendo apenas un crío. Y más aún que su orfandad debió de influirle la muerte de su mujer por fiebres palúdicas, capítulo que marcó su carácter, según todos los historiadores.
Se le ha pintado como el nuevo Alejandro Magno, un Julio César redivivo. Nada de eso. Como militar era bastante torpe, y si hubiera que destacar algo de su talante quizá fuesen las ínfulas de grandeza que acabaron comprándoles sus epígonos. Sin apenas hechos contrastables con los que acompañar su gloria castrense, hablamos de un hombre que supo colocar su figura entre la suerte y la historia. Era un depredador de mujeres, y se cuenta cómo el arzobispo de Caracas hubo de proteger a las innumerables presas que el libertador quiso cazar.
Aunque quizá su cualidad más oculta por los que con cierta ignorancia ensalzan su figura fue la crueldad con la que se expresó en un siglo, el XIX, que había dejado atrás las tácticas medievales clásicas de la conquista. Las escabechinas que provocaban sus tropas con los destacamentos realistas, que él llamaba invasores pero que en realidad eran formados por criollos, esos a los que decía liberar. Bolívar no hacía prisioneros: su táctica se basaba en el miedo, arrasar lo que oliese a español, no siendo él otra cosa, para levantar un nuevo orden que, para desgracia de tantos pueblos, aún hoy pervive.
Así que me alegro de que figuras del XXI decidan no arrodillarse ante aquellos que trajeron la espada y no la paz, que diría Mateo en el evangelio, sin nada detrás que justifique progreso. Porque sé que me dirán que Colón, que Cortés, que Pizarro, blablá. Y yo les contesto: miren el mundo que trajeron consigo aquellos europeos: ciudades, caminos, hospitales, derecho, universidades… progreso. Ahora miren lo que trajo Bolívar, mucho de ello presente en el susodicho desfile. Pues eso.
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