Siempre se ha dicho que todos los periodistas culturales fantasean con escribir una novela. Pero ocurre en muchas ocasiones que, como el oficio les da acceso al mundillo editorial, acaban conformándose con esa puerta lateral que, si bien no les convierte en literatos, sí que les permite rondar esos ambientes. En realidad, si tuviéramos que señalar qué diferencia a cuantos acaban escribiendo —e incluso publicando— la citada novela y quienes nunca van más allá del borrador, nos atreveríamos a decir que todo se reduce a un ‘salto de fe’. Un ‘salto de fe’ que no es otra cosa que la confianza en la capacidad de uno mismo para crear algo a partir de la nada. Algo que, por supuesto, no es fácil de adquirir.
Hasta ese momento, Leandro Pérez era lo que podríamos llamar un autor de primeros capítulos, esto es, un aspirante a narrador que aprovechaba los veranos para arrancar una historia y que abandonaba el proyecto tan pronto como empezaba el año lectivo. Volver a la redacción, transcribir entrevistas, reseñar libros y, en general, sumergirse en las actividades propias del oficio le absorbía tanto que, a partir de septiembre, no encontraba ni un segundo libre para dedicarse a su propia obra. Y así dejaba pasar los años: con la excusa de la falta de tiempo.
Así pues, Leandro Pérez regresó a Burgos no tanto por no ver posible levantar una familia en Madrid como por saber que, si seguía en la capital, reprimiría para siempre al escritor que llevaba dentro. Y, cuando al fin hubo cambiado de vida, se sentó consigo mismo y planteó la disyuntiva: «Ahora o nunca». Eligió ahora; eligió devenir en escritor. Burgos era un parnaso tan bueno como cualquier otro, un lugar tranquilo en el que cumplir un sueño, una ciudad lo suficientemente alejada del mundillo editorial como para, paradójicamente, permitirle acceder al mismo por la puerta grande.
Al principio trabajó en su propio domicilio, donde ya correteaba un primer hijo y donde compaginaba la escritura con otras tareas más alimenticias, entre ellas las del hogar, pero en cierto momento se dio cuenta de que también los hombres necesitan una ‘habitación propia’ e instaló su despacho en el antiguo piso de sus abuelos y tías. En aquel apartamento había pasado las tardes de su infancia y los domingos de su adolescencia, primero devorando los tebeos de El Coyote, después sumergiéndose en las obras completas de Agatha Christie y por último iniciándose en la gran literatura gracias a aquella colección, ‘Obras maestras de la literatura contemporánea’ (Seix Barral, 1984), que tanto contribuyó a la culturización de los españoles de la época, y a la edad de 42 años empezó a construir de un modo sistemático, en concreto de 10.00 a 19.00 horas, su propia obra narrativa.
Pero había un problema más. Leandro Pérez llevaba años arrastrando el argumento de una novela que, entre tanto periodismo, tanta mudanza y tanta indecisión, no conseguía enderezar. Era su particular piedra de Sísifo y, por más sacrificios personales que hacía en su honor, nunca completaba la ascensión. Hasta que un día, estando su mujer embarazada de su segundo hijo, encontró la forma de desatascarse: imaginó que ya había publicado esa novela y que ahora tocaba escribir una continuación de la misma. Y entonces todo fluyó.
Así pues, Leandro Pérez dio uno de los mayores saltos de fe que puede realizar un reportero, que es el de abandonar la seguridad que en ocasiones proporciona una redacción y apostar por el talento propio, y la jugada salió bien. Ha escrito cuatro novelas en ocho años y tiene otras en mente. Pero, eso sí, sabe que el periodismo es un vicio al que uno se reengancha con facilidad y, pese a ser en la actualidad el director —y cofundador— de Zenda, no ha vuelto a hacer una entrevista, escribir una reseña o redactar una crónica. Y es que, si los exalcohólicos no pueden siquiera rozar una botella, los experiodistas tampoco deben regresar sobre sus pasos. Al menos si quieren mantener esa especie de sobriedad que es la creación literaria.
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La última novela de Leandro Pérez es La última noche de Libertad Guerra (Planeta, 2022).
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