Cuando llegó a los cien kilos, su joven mujer lo conminó a bajar de peso. El talentoso escritor, que había abusado del sedentarismo y la voracidad, le hizo entonces una firme promesa: esta vez cumpliría un régimen alimentario muy estricto. A los tres días, sin embargo, comenzó a hacerle trampas: compró cien bolitas de nueces y chocolate, y las escondió bajo la cama; cada noche se levantaba en silencio y se devoraba unas cuantas antes de volverse a dormir. Sin sospechar estas maniobras, su esposa se manifestaba orgullosa de la “férrea” conducta de su marido. Pero al pesarlo en la fría balanza sufrió de repente una decepción: “No basta con eso —dijo aludiendo a la dieta—. Tienes que salir a correr mínimo media hora por día”. Y se ofreció a acompañarlo, pero el escritor prefería correr solo. Después de su programa nocturno —es además un periodista muy famoso en toda América Latina—, el susodicho salió al maratón prometido, trotó una cuadra, caminó morosamente unos metros más y se acostó en un banco a mirar el cielo. Al cumplir una hora exacta, se puso de pie, se bañó de agua la cabeza y el pecho, corrió cien metros hasta su casa con la lengua afuera y le dijo, jadeante: “He corrido como una bestia, pensé que iba a desmayarme”. Su mujer estaba de nuevo muy orgullosa, pero a la semana volvió a sonarle la alarma: la maldita báscula señalaba que no solo no había bajado de peso, incluso había subido un kilo. “Tienes que tomar más agua, debes estar reteniendo líquidos”, dijo ella. “Yo creo que estoy mal de la tiroides”, respondió él. Revelar el desenlace no sería caballeresco. Se trata de uno de los cincuenta relatos —irónicos e indisimulablemente autobiográficos— de Yo soy una señora, la última obra de Jaime Bayly, cuya “prosa luminosa” fue destacada por el gran Roberto Bolaño: “Qué alivio leer a alguien que tiene la voluntad narrativa de no esquivar casi nada”. El obeso que jura adelgazar y que secretamente cede a su pulsión y engaña a todos me acompañó estas noches, cuando pensaba en un peronismo que promete un ajuste. Imaginé a gobernadores hambrientos, intendentes caranchos, sindicalistas avariciosos, piqueteros ávidos, funcionarios y militantes enviciados con el uso y abuso de esa hucha sin fondo en la que viven con la naturalidad del pez en el agua desde hace décadas. Toda una nueva clase social parasitaria que hizo de la resistencia al ajuste un discurso altruista a favor de los humildes, pero que en realidad adoptó como coartada personal e ideología de autopreservación. Muchachos que cada vez necesitan rapiñarle más y más al sector productivo para mantener los privilegios de los que gozan. Y cuidado: a toda esa esperpéntica galería hay que agregarle el gran sujeto histórico del kirchnerismo, que no es el obrero sino el lumpen, cuyo amor se compra con dádivas contantes y sonantes, y al que le envían estos días un mensaje duro: se acabó mucho de lo que se daba. Es probable que Frankenstein no regrese pacíficamente a su cripta con una simple orden del padre de la criatura.
Habrá entonces que ver para creer, y examinar muy bien los números científicos de la balanza, y también observar si Sergio Massa es realmente capaz de eludir las presiones intrasectoriales (“todo bien, pero la mía está, ¿no?”) y comandar una eficaz gendarmería del gasto. Sobre todo, habrá que vigilar al mismísimo Fouché del condado de Tigre, porque le gusta mucho massear (verbo que alude a sobrevender, a confeccionar contabilidades creativas y a hacer pases de magia) y consumar masseadas (sustantivo que refiere a picardías graves, ventas de humo y traiciones bruscas). En el mismísimo prólogo de esa fiesta que organizó para encubrir un velorio político, masseó en público al rechazar abnegadamente el mote de Superministro, cuando fue él mismo quien hizo llamar a los medios para intentar imponerlo. No le quitemos, sin embargo, relevancia a esa fecha. El Frente Renovador celebraba alocadamente la toma del palacio, pero se estaba en realidad velando un proyecto político: hasta el Presidente tuvo que pedir permiso para meter un bocadillo final. Fenecía, al menos en el terreno de la retórica, un cierto terraplanismo económico, donde la palabra emisión era siempre virtuosa y el vocablo ajuste, un insulto y una herejía. Asistimos a un hito histórico: se terminó la era del “populismo sin plata” y arribamos a la fase “menemista” del kirchnerismo. Un economista de la “década ganada” lo puso en estos términos: tenemos el déficit fiscal espantoso que hizo colapsar a Alfonsín y el déficit externo que hizo volar a De la Rúa. Con el tic tac de fondo de la hemorragia de las reservas —a este ritmo quedan para diez días—, y el fantasma de una megadevaluación inducida por el Gobierno o impuesta por la realidad, Massa anunció medidas de sentido común, lo que implica abandonar el orgulloso “sentido propio” y toda una anomalía narrativa impuesta durante años por los lenguaraces del “movimiento nacional y popular”. De pronto, el campo pasó de ser del “enemigo número uno” a ser la salvación, los bancos internacionales mutaron de “siniestro capitalismo financiero” a posibles rescatistas, el FMI abandonó su capa de vampiro y luce su mandil de ilusoria colaboración, las tarifas intocables se convirtieron en un tarifazo argumentado, la inflación emergió por fin no como un hecho multicausal sino como resultado del déficit y del insostenible plan platita; la máquina de billetes se ralentizó y tanto el congelamiento de giros a las provincias como el cierre de la gran agencia laboral del Estado en todos sus niveles, se transformó en una nueva política peronista, a la que se sumará una auditoría de los planes sociales.
Toda esta voltereta ha metido a los relatores kirchneristas en boxes. Hay, en principio, una enorme cantidad de gente digiriendo sapos del tamaño del tiranosaurio rex. O al menos, de la estatura de Rubinstein y Daniel Marx, “ideólogos del neoliberalismo”. Aunque, por supuesto, hay de todo en ese jardín de las delicias: simpatizantes para los que la Pasionaria del Calafate es genial cuando se presenta como intransigente y también cuando se pone pragmática. Algunos han llegado a decir: seamos la derecha para que no gane la derecha. Pirómanos convertidos en bomberos que ahora pujan por enfriar la economía después de haberla recalentado, y colegas que han llegado a la conclusión de que es necesario bajar dramáticamente el consumo casero de la energía; son los mismos que se burlaban de las recomendaciones de Mauricio Macri, que pedía ahorrar agua, apagar la luz y usar el aire acondicionado a 24 grados. Uno de los argumentos liminares de estos días consiste en explicarnos que Cambiemos aumentó innecesariamente las tarifas (no había guerra entre Rusia y Ucrania), como si no hubiera existido ya entonces un terrible atraso tarifario y como si a los funcionarios de aquel gobierno les encantara hacer sufrir a la población y detonar su propio futuro político. Es el mismo razonamiento que utilizaban para la deuda externa, que se contraía no para tapar el tremendo déficit legado por la reina de la calle Juncal y para acolchonar un poco los recortes, sino para beneficiar a amigos o para hacer más dependiente a la patria del imperio norteamericano. Aunque la implosión de toda esta novela patológica no deja de ser un espectáculo interesante lo esencial del momento es si el obeso —como en el cuento de Jaime Bayly— nos engañará al final del día. O para ponerlo en términos cercanos: si el massismo triunfante ajustará el cinturón con la misma efectividad con que metió presos a los ñoquis de La Cámpora.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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